La historia del único y verdadero amor de Don Fernando Riera

 DOS MOMENTOS. Junio de 1950: Evita lo saluda con una caricia, el día en el que Riera asumió la Gobernación. Noviembre de 1951: en el escritorio de Riera se distingue aquella foto con la particularidad de que han borrado a quienes estaban detrás de ellos. FOTOS ARCHIVO LA GACETA DOS MOMENTOS. Junio de 1950: Evita lo saluda con una caricia, el día en el que Riera asumió la Gobernación. Noviembre de 1951: en el escritorio de Riera se distingue aquella foto con la particularidad de que han borrado a quienes estaban detrás de ellos. FOTOS ARCHIVO LA GACETA

Los muros de la cárcel de Caseros se desvanecen, perforados por los mejores recuerdos. Fernando Riera todavía no es Don; obtendrá esa distinción a la vuelta de los años. Por el momento es uno más de los tantos presos políticos acumulados por la Revolución Libertadora tras el golpe de Estado. Riera necesita combatir las noches interminables en prisión, esas rejas opresivas, tantos panópticos fulminantes. Entonces se trepa a los recuerdos y los emplea como una topadora. Así se siente libre para retornar, una y otra vez, al día más feliz de su vida. A ese 4 de junio de 1950 en el que ella lo miró a los ojos y le regaló su más encantadora sonrisa. Riera jamás hubiera soltado esa mano tan cálida. La siente cercana, intacta, amiga, compañera, confidente. Cierra los ojos y duerme su cautiverio en Caseros decidido a soñar con Eva Perón. Esa mujer.

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Hace 70 años, en 1952, Riera culminaba su primer mandato con la banda de Gobernador cruzada en el pecho. Un ciclo de apenas dos años, condicionado por la reforma constitucional que había acomodado la duración de los mandatos. Le tocó ese período tan breve y lo aceptó con la doble resignación que marcaría su vida: la cristiana y la peronista. Riera termina de construir durante ese período el núcleo de poder que venía tejiendo a la sombra de su predecesor, Carlos Domínguez, de quien fuera ministro de Gobierno. De allí en adelante no quedan dudas. Riera, el caudillo más silencioso que se recuerde, entiende mejor que todos el juego de lealtades en el que se funda el peronismo y nadie le robará la casilla del medio a lo largo de cuatro décadas. Riera es peronista, claro, pero sobre todo es evitista y por eso en cada discurso, hasta el fin de sus días, sonará la palabra humildes. Si ella es la abanderada de los humildes, él se convertirá en un fidelísimo escudero. Riera admira a Perón, pero el liderazgo que abraza es el de ella. “Líder espiritual de la Nación”, se autotitula Evita. No hay más palabras entonces.

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Eva Perón ha visitado dos veces Tucumán. La primera, en 1946, queda signada por la tragedia. Siete mujeres -dos niñas- mueren producto de una avalancha provocada frente al palco, en la plaza Independencia. La segunda, en 1948, es efímera y frenética, porque en cuestión de horas Evita asiste a un reguero de actos e inauguraciones. Pero a la tercera, en aquel junio de 1950, Riera la siente un obsequio, como si Evita -todopoderosa y en la cumbre de su influencia- hubiera dejado el tiempo en suspenso como una deferencia hacia él. Es el día en el que Riera asume la gobernación y Evita lo acompaña, ceñida al traje sastre y con el clásico rodete en alto. Y en un instante, capturado por la inspiración del fotógrafo de LA GACETA, ella le brinda una caricia. Los dedos de Evita rozan la mejilla de un Riera extático. Esa es la imagen que el gobernador elige para decorar su escritorio. No hay fotos de su familia ni del General Perón; sólo él y Evita. Si se aprecia el detalle, quienes los rodean han desaparecido, producto de algún preciso tijeretazo, propio de las épocas sin Photoshop.

 DOS MOMENTOS. Junio de 1950: Evita lo saluda con una caricia, el día en el que Riera asumió la Gobernación. Noviembre de 1951: en el escritorio de Riera se distingue aquella foto con la particularidad de que han borrado a quienes estaban detrás de ellos. FOTOS ARCHIVO LA GACETA DOS MOMENTOS. Junio de 1950: Evita lo saluda con una caricia, el día en el que Riera asumió la Gobernación. Noviembre de 1951: en el escritorio de Riera se distingue aquella foto con la particularidad de que han borrado a quienes estaban detrás de ellos. FOTOS ARCHIVO LA GACETA

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¿Qué veía Evita en Riera? Tal vez un símbolo de ese pueblo que había aprendido a amarla sin condicionamientos. La Primera Dama se encariña con Riera, al extremo de invitarlo a la residencia de Olivos, preocupada por alguna enfermedad pasajera de su adláter tucumano. Evita, sin dudas, descubre en Riera al peronista modelo: incondicional, imbuido de la fogosa fe de los conversos. Sabe que es -siempre será- suyo. ¿Qué ve Riera en Evita? Tal vez la respuesta radique en su biografía. Riera llegará al final octogenario, soltero y ascético, un anacoreta del corazón, porque ¿quién podría rivalizar por ese amor santificado que el caudillo siente por esa mujer? No hay; no puede haber más grande amor que esa relación lejana y platónica que Riera ha establecido con un fantasma. Porque Evita morirá en 1952, cuando Riera tiene 37 años y su carrera apenas ha abandonado la rampa de lanzamiento.

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Lo que Riera necesita es encontrar su némesis y Celestino Gelsi le ofrece la oportunidad perfecta. Son congeneracionales (clase 1915) y han sido compañeros de estudios. Hay quienes suman a Lázaro Barbieri a esta imaginaria aula de ex gobernadores, lo que tropieza con la realidad etaria: Barbieri era cuatro años mayor que los otros dos. Los senderos de Riera y de Gelsi se bifurcan desde la irrupción del peronismo (¿y si Gelsi se hubiera hecho peronista?, se preguntaban en antiguas mesas de café). Lo cierto es que ambos brillan como las estrellas emergentes del escenario político cuando el siglo XX ingresa en su segunda mitad. Son jóvenes y ambiciosos; los diferencian los estilos. Gelsi es locuaz, hiperactivo, no tiene filtro; a Riera le gusta dar y quitar poder como un titiritero, hablando poco y diciendo sólo lo necesario. Librarán varias batallas en las que Riera llevará las de ganar porque Tucumán y peronismo van convirtiéndose en sinónimos. A Gelsi la mano de la historia le repartió otras cartas, distintas a las que barajaba el radicalismo cuando dominó la vida institucional tucumana desde 1917 a 1943.

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Riera-Gelsi puede leerse como el Atlético-San Martín de la política tucumana. No hubo, ni antes ni después, semejante rivalidad. Riera tiene un cable a tierra (su familia), una convicción (las 20 verdades peronistas) y una guía (la fe en Dios). El amor es una flor que jamás se marchitará porque vive en la memoria de Evita. Con Gelsi coincide en la atracción que sobre ellos ejerce el poder.

- El primer duelo por el sillón de Lucas Córdoba, en 1950, es una paliza de Riera a Gelsi: 67% a 27%. Nunca habían disputado la gobernación dos candidatos tan jóvenes. Riera asume a los 35 años.

- No hay reelección para Riera en 1952, pero se pone al hombro la campaña y su candidato arrasa a Gelsi: 70% a 27%. Así, por primera vez, Tucumán tiene un gobernador obrero: Luis Cruz. Riera, por su parte, es elegido senador nacional.

- La elección de 1958 es tramposa. El peronismo está proscripto y a su líder está prohibido nombrarlo en público. Es, sencillamente, el “tirano prófugo”. No obstante, desde el exilio Perón convoca a su tropa a respaldar la candidatura presidencial de Arturo Frondizi y a sus representantes provinciales. En Tucumán, el comicio es una interna radical en la que Gelsi -gracias a tantos peronistas que lo votan tapándose la nariz- doblega a Eudoro Aráoz.

- La de 1962 -otro aniversario redondo este año- es una novela que merece contarse con mucho mayor detalle. Frondizi habilita al peronismo a presentarse en varias provincias y Riera arrolla a Napoleón Baaclini (46% a 27%), candidato fogoneado por un Gelsi que no tenía reelección. Pero al día siguiente de la votación las Fuerzas Armadas, alarmadas por la cadena de contundentes triunfos peronistas, obligan a Frondizi a desconocer estos resultados. Riera se queda con las manos vacías, así que asume simbólicamente bajo un naranjo de la plaza Independencia y de allí vuelve a su casa para tomar un helado con su hermana Cuqui.

- El peronismo vuelve a sufrir la proscripción en 1963, lo que parece dejarle a Gelsi allanado el camino a la Casa de Gobierno. Sale primero, pero sin los votos imprescindibles que le aseguren una diferencia en el Colegio Electoral. Para destrabar la situación se acuerda que Lázaro Barbieri -que había quedado tercero- sea el nuevo Gobernador. Riera, fiel a su estilo, sonríe en silencio.

- Las legislativas nacionales de 1965 ratifican la imbatibilidad de Riera, que es elegido diputado con el sello del partido Acción Provinciana. Los radicales van divididos a esa elección, la génesis de una movida que Gelsi profundizaría despegándose de las estructuras del partido para conducir sus propios experimentos políticos.

- La vida democrática argentina renace en 1973 con una novedad tucumana: el candidato a gobernador por el peronismo (nucleado en el Frejuli) no será Riera, sino su cuñado Amado Juri. Gelsi va a la batalla bajo la bandera de la Alianza Popular Federalista y pierde por goleada (51% a 20%), pero se da el gusto de dejar tercero al radical Luis Rotundo (10%).

- El año próximo celebraremos los 40 años de democracia ininterrumpida en el país y mucho se hablará de la elección celebrada el 30 de octubre de 1983. Riera barrió con sus adversarios en la interna peronista, una colorida contienda en la que Don Nicasio Sánchez Toranzo, desde un spot televisivo, prometía: “¡procederemos a la depuración de los malos elementos!” A Gelsi, aferrado a su Vanguardia Federal, le falló el olfato político. No supo leer que había una ola radical, surfeada en lo alto por Raúl Alfonsín, dispuesta a inundar el tablero. 33 años después de aquella batalla de 1950, Riera y Gelsi volvían a medirse en pos del mismo objetivo. Gana Riera, como siempre marcando implacables diferencias (51%). Lo sigue el candidato radical Julio César Romano Norri (37%). A Gelsi, tercero con un ínfimo 6%, no le queda más remedio que retornar al tronco radical.

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Entonces, ¿fue la política el único y verdadero amor de Don Fernando Riera? Lo que le sobró para mandar con mano de hierro puertas adentro del peronismo, al “santón de Bella Vista” (filosa definición de la pluma maestra de Rubén Rodó en LA GACETA) le faltó como gobernante. Los logros de aquel período 1950-1952, subido al carro de la abundancia del primer peronismo, contrastan con la mediocre gestión de 1983-1987, años turbulentos en los que un Riera físicamente muy deteriorado exhibió todas sus falencias de estadista. Por más que haya gozado de la estima del presidente Alfonsín y del pleno apoyo partidario, Riera dejará la provincia peor de como la había recibido. Pero nadie, jamás, osaría criticarlo en público. A fin de cuentas, era -es- tan brutal el contraste entre su honradez y todo lo que vino luego que un comprensible manto de silencio resguarda su figura.

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La pasión de Riera fue la política; pasión con la que disfrutaba el armado partidario y la vorágine electoral, mucho más que las incómodas obligaciones de la gestión. Pasión con la que se distingue a un adversario -Gelsi- para compatir un derrotero. El amor es otra cosa. El amor puede cobrar la forma de un deslumbrante arrebato de juventud, el encandilamiento por la anhelada caricia de una mujer inalcanzable, pero cercana y real al mismo tiempo. El amor puede no ser carnal, sino la expresión de un espíritu asfixiado por los muros de una prisión. O simplemente una foto estratégicamente ubicada en un escritorio.

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