Hablemos de experiencias en Qatar: cómo cortarte el cabello sin morir por los masajes

Los hombres qataríes le dedican tiempo y dinero a su cuidado estético.

UNA CUESTIÓN PERSONAL. Las barberías son un boom necesario para el aseo de los qataríes. UNA CUESTIÓN PERSONAL. Las barberías son un boom necesario para el aseo de los qataríes. FOTO DE LEO NOLI / ENVIADO ESPECIAL

One Mississippi. Entre cuestiones sensoriales, las no visitas a museos y el intentar adaptarme a las costumbres locales, llegó a la conclusión de que tengo que pasar por la barbería. Mis cabellos vuelan al viento descontrolados y mi barba revoltosa padece de cero control de calidad. Independientemente de lo estético, acá en Doha la barba, el bigote y el cabello deben siempre estar bien presentados. Es una cuestión de estado entre las personas del mundo árabe. No verán absolutamente a nadie en esta tierra inundada en petróleo, sea local o internacional, mal trazado. La imagen lo es todo, sea acaudalado o de bajos recursos.

No estamos hablando de aromas corporales, porque la cuestión también es cultural. Entre los adinerados, olerás a kilómetros de distancia la fragancia Aoud, el padre aromatizante de absolutamente todo hombres nacido en el mundo árabe. Es un perfume intenso, dulce y agradable que podés encontrar en las perfumerías berretas del Zoco o bien en locales de alta gama.

Aoud viene a ser la delegada y aromática línea entre el poderoso y el superviviente en Doha.

Pero el aspecto en el rostro es igual para todos. Siempre de punta en blanco.

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Si en Tucumán las despensas tomaron título de pandemia, porque donde estés encontrás una, las barberías cumplen esa función en la capital qatarí. Si estás por la zona del Zoco en sus alrededores las verás caer como pétalos de rosas. Sobre la calle principal que une Msheireb con Souq Waqif, en lo que sería la vereda del mercado hay dos, una pegada a la otra como marcando el sector donde tenés que ir si tu cabeza necesita un service. En unos minutos conoceré a mi verdugo, a Ali.

One Mississippi. El punto ciego del mercado de baratijas y sedas, entre otras cosas, es en realidad el punto con orientación hacia la avenida. Increíblemente, es la zona menos transitada y más incómoda, porque la concentración real en el zoco se da puertas adentro.

No sé si fue durante la primera o segunda noche de mi estadía acá cuando las vi. No piensen en lujos, piensen en la modestia materializada con una decoración poco entendible.

Las dos peluquerías que están en el Zoco revisten de ladrillos por fuera, y su entrada de luz son dos ventanales tan pequeños como su interior. El tapiz de las paredes intenta recrear lo visto en el exterior, aunque su el tapiz está adornado de ladrillos color azul flúo.

En el interior, por el que accedés bajando dos escalones, hay tres sillones de barbería y dos minúsculas pircas de cemento donde sentarse. Una de ellas vive ocupada por Ali o por su tío, dependiendo quién está descansando hasta atrapar un nuevo cliente.

EL VERDUGO. Ali nació en Pakistán, roza los 44 años y profesa la religión musulmana. EL VERDUGO. Ali nació en Pakistán, roza los 44 años y profesa la religión musulmana. FOTO DE LEO NOLI / ENVIADO ESPECIAL

Realmente no sabía a cuál de las dos peluquerías ir, era como si estuviera esperando llegar a la parte del “Elije tu propia aventura” y que entre A y B me den opciones. Sucedió que Ali me atrapó.

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Two Mississippi. Ali se presenta ante mí con un “hello boss” e invitándome a pasar al local. La verdad, estaba indeciso. Honestamente, no le veía pinta de peluquero y temía por cómo podría quedar mi bocha. Adentrarse en lo desconocido forma parte de nuestra esencia, tampoco era que estaba metiendo mi cabeza en la boca de un león. Apenas si mis cabellos se iban a despedir de las tijeras de Ali.

Siguiendo al científico y escritor argentino Federico Kukso, que escribe uno de sus libros, “porque vivir es respirar, y respirar es necesariamente oler”, me preparé cual buzo de aguas oscuras para dar el salto hacia el umbral de acceso a Mashereem. El cambio de aire, al ser un lugar cerrado y con el aire acondicionado a full, fue realmente impactante, como cuando te ponían de chico ese cremita verde en el pecho. Se me aflojaron los mocos. Fue una patada de burro. Duró apenas unos minutos, hasta que el olfato se acostumbró. Les dije, esto se trataba de una experiencia completa con picante.

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Ali nació en Pakistán, roza los 44 años, profesa la religión musulmana y con el inglés sería tan crack como yo pilotando aviones. Igual, el lenguaje de señas y la ayuda del ingeniero libanés cortándose el pelo en el salón fueron de gran ayuda para conocer un poco más de Ali.

Cuando le comenté que era periodista, se mató de la risa. Cuando puse a filmar los escenas de su faena, se quiso morir de la vergüenza, hasta que pateó la moto. Cuando me quiso verduguear, lo hizo también a pura risa. Y cuando me quiso dar murra, también lo hizo a pura risa. ¿Murra? Sí. Después del corte llegaron los masajes relajantes. Lo raro vino después.

Con el dedo índice derecho me señala la máquina de corte y consulta si vamos con la uno abajo, la dos en el medio y tijera arriba. Listo.

Yo intentaba filmar cada movimiento del hombre ahora convertido en manos de tijeras. Las movía con clase, se notaba que era un perfeccionista.

A cada paso, por las dudas me preguntaba, “¿ok boss?”, a lo que yo le decía, “dele nomás”. El “boss” me molestaba un poco, es como cuando en Tucumán te dicen “capo”.

Ali fue quemando las lógicas etapas de un corte de cabello regular. Primero rebajar, después acomodar y por último estilizar. Iba todo a la perfección, de maravillas.

EN ACCIÓN. El pulso de Ali con la navaja es impecable. EN ACCIÓN. El pulso de Ali con la navaja es impecable. FOTO DE LEO NOLI / ENVIADO ESPECIAL

Yo filmaba y los changos de mi alrededor estallaban de la risa. Había algo que yo no entendía en su idioma y que Ali les decía. Creo que esas carcajadas fueron el principio del bonus en la Barbería Mashreem.

Ali toma el vaporizador y me dispara un mínimo 10 veces. Espera un segundo y toma papel tissue, es decir los populares pañuelos descartables de caja, y me seca con la furia de quien está aplastando arena con los pies.

Impoluto el rostro, me pasa una crema y saca la navaja, previo primer cambio de Gillette. No entré en pánico porque Ali es un hombre experimentado en el tema. Y su tío, ni hablar. Hasta cepillo de lustrar zapatos usa para ver si quedaron bien peinados para la foto.

El pulso de Ali con la navaja es impecable. Lo que no pudo entender jamás fue cómo quería yo mi bigote. “¿Por qué así?”, y porque así me gusta a mí, recto, nada de seguir la unión hacia formar el candado. El ingeniero libanés intentó colaborar para que Ali me dejara como yo quería bigote, pero no hubo forma. Se empacó como mula y se rindió. Pensé que estaba todo listo. Paguemos. Negativo, base. Faltaba lo peor. O lo mejor.

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Después del peinado con gel seco, le agradezco a Ali e intento levantarme del sillón de la barbería. “Espere, espere”, me dice. Entonces me retira la bolsa protectora de los hombros y une sus manos cual aplauso del señor Miyagi en Karate Kid, antes de curar a Daniel de la pierna. “Now massage”. Jamás estuve en un samba, me mareo y temo vomitar. Asumo que la rascada de cabeza de Ali debe ser parecida. Después me desarmó la cara con masajes de ida y vuelta. Y por último me dio cachetazos en la nuca como martillo buscando un clavo ciego. Me liquidó. Y había más todavía. “Falta la espalda”. E idéntica sanación: suave primero, latigazo después.

Entiendo por verduguear la risa final de Ali. Y entiendo por felicidad mi abrazo hacia él cuando me dijo “ok now” y yo pude levantarme del sillón de la barbería.

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