El fin de la grieta: ahora y para siempre es Leo y Diego

DOS POSTALES DE GLORIA. En México 1986 Maradona levanta el trofeo más preciado para un país; 36 años después Messi repitió la escena. DOS POSTALES DE GLORIA. En México 1986 Maradona levanta el trofeo más preciado para un país; 36 años después Messi repitió la escena.

Hay grietas que pueden cerrarse desde el contundente mensaje de una bandera. Había cientos en Qatar: Leo y Diego juntos, arropados por el manto celeste y blanco. Pasará mucho tiempo hasta que la ficha del Mundial termine de caer en el corazón de la argentinidad, pero hay lecciones que están ahí, fresquitas, determinantes. Una es el fin de la absurda antinomia que nos hizo perder años de felicidad. Ya no hay razones ni argumentos para el Messi o Maradona, esa dualidad fratricida tan propia de nuestra compleja naturaleza. Para siempre, felizmente, es Messi y Maradona, ying y yang de ese todo que nos representa, con el añadido de la Copa en alto.

Leo y Diego, opuestos que de tanto atraerse devienen campeones. Leo y Diego, genios brotados de distintas lámparas y sintetizados en la misma camiseta. Leo y Diego, orgullo propio e identificación colectiva, fenómenos globales con sello argentino. Distintos en sus infinitos matices, pero iguales cuando despliegan al unísono las alas para cobijar la alegría de un pueblo que, gracias al fútbol, saltó las malditas trincheras que nos dividen para fundirse en un abrazo.

Tal vez esto que el Mundial nos ha enseñado sirva para ayudarnos a cambiar. Todo ese tiempo perdido en las polémicas de los antimaradona y los antimessi, tanta energía ridículamente gastada para no llegar a ningún lado, obra como advertencia para lo que viene. Para pensarlo dos o más veces antes de descalificar, prejuzgar, comparar lo incomparable, exigir, criticar y todo eso que hacemos cuando lo que tenemos regalado en bandeja es el disfrute. Por eso el Maradona o Messi, estéril y cansador, nos modifica le ecuación como sociedad al transformarse en Maradona y Messi.

Quienes nos siguen desde afuera no pueden creer lo que ven, lo que oyen; les resulta imposible comprendernos. “Ustedes están locos... Con razón a la Argentina le va como le va. En lugar de aprovechar que tienen a los mejores futbolistas de la historia se pelean para imponer cuál es mejor. Qué estupidez. Ojalá a nosotros algún día nos toque uno que al menos se parezca”, nos decían en Doha los colegas de la prensa internacional, incrédulos frente a la antinomia entre maradonianos y messistas. Una brecha sellada a cal y canto durante las inolvidables noches de Qatar, al compás de “...y al Diego en el cielo lo podemos ver / con don Diego y con la Tota / alentándolo a Lionel”.

Algo muy poderoso se gestó durante el Mundial. Había una energía positiva que rodeaba al plantel, marchando desde y hacia la concentración. Los jugadores contagiaban a los miles de afortunados que viajaron a acompañarlos y a los millones que los respaldaban desde casa. Y a su vez recibían las vibraciones de todas esas voluntades que los empujaron hacia la gloria. Se alinearon los planetas de la Selección, el universo nos guiñó un ojo y el solsticio triunfal se adelantó al 18 de diciembre. Dos veces parecía resuelta la final hasta que la tercera, la de los penales, fue la vencida. Pero siempre, más allá de los vaivenes de un partido extraordinario, la sensación era que la Copa no podía escaparse. Al contrario de 2014 y los efluvios negativos del Maracaná, cuando Argentina perdió jugando mejor, en Qatar estaba pautado el encuentro con la historia y nadie faltó a la cita. Por eso el festejo inverosímil, con el país en la calle, tiene su explicación. Todos y cada uno nos sentimos parte.

Este fenómeno no resultó una novedad, ya se había registrado en 1986 y Diego fue el símbolo. Hay muchísimos puntos de contacto entre aquella gesta y la de Qatar: la consolidación de un equipo que se fue conformando con el paso de los partidos; la épica de las victorias; las batallas ganadas por el cuerpo técnico contra los detractores; la bola de nieve que se agigantaba a medida que fueron pasando las fases; la emoción de una final que parecía ganada y terminó resolviéndose en la agonía y el éxtasis. La tercera estrella aterrizó en el pecho de la celeste blanca en un mundo tan diferente que no parecen haber transcurrido 36 años, sino más de 100. Y a la vez todo es tan cercano, que da la sensación de que la convivencia de Diego y Leo -DT y jugador en Sudáfrica 2010- se produjo ayer.

“Quienes juzgan a Maradona como persona odian el amor que despierta”, sostiene Luciano Luterau, en cuya mirada sobre la sociedad argentina confluyen la psicología y la filosofía. ¿Y qué pasaba con Messi? Mientras recorría desde su clásico silencio el camino del héroe le llovían los reproches por no ser maradoniano; es decir, por no ser fiel a sí mismo. Como si odiaran el amor que no llegaba a despertar. La muerte de Maradona, y con él la partida de ese padre caprichoso e impredecible bajo cuya sombra se movía la Selección, devino en la despedida amorosa que le tributó todo un pueblo. Y de inmediato Messi completó su periplo místico y volvió con el elixir de la Copa del Mundo. Según Luterau, Messi es un Ulises moderno y eso explica muchas cosas.

La historia se cierra con un epílogo tan feliz que cinco millones de argentinos salen a la calle para celebrarlo. El fútbol, milagro nacional, lo hizo. Y hablando de símbolos, galvanizados ya en nuestro frondoso imaginario. Leo y Diego. Siempre y, nunca más o.

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