El “pan nuestro” podría dejar de ser “de cada día”

A estas alturas de la democracia, el manoseo del Indec es ya una malformación genética de todo gobierno kirchnerista. La obsesión “K” con meter manos en el organismo estadístico de la Argentina es consecuencia directa de la naturaleza política del populismo austral. Los autodenominados “pingüinos” han generado, con el correr de sus gobiernos y sus desastres, una suerte de patología autoinmune respecto de aquella máxima peronista que dice: “La única verdad es la realidad”. Como “la realidad” se cansa de denunciar el fracaso del modelo “K”, ellos se empecinan con “fabricar” otra “verdad”. El “relato” no es una segunda mirada ideologizada sobre el pasado para reinterpretar el presente, sino una fábula de ciencia ficción negacionista que pretende que los dislates son aciertos. Desde esa lógica, el Titanic no se hundió: sólo lo están enjuagando…

El cuarto gobierno “K” no iba a permitirse completar su ciclo sin aportar otro golpe contra la credibilidad del organismo, después de haberse dedicado sin pausa durante sus tres experiencias anteriores a magullar su reputación. En un solo día, el Indec anunció su decisión de autosecuestrar por 72 horas las cifras correspondientes a la inflación de abril. Y después dio marcha atrás.

El dato de la variación de Índice de Precios al Consumidor de un mes, comúnmente, se da a conocer los días 14 del mes siguiente. Como durante este mayo cae domingo, el propio calendario del organismo previó que la información sería publicada el viernes 12. Pero el miércoles pasado, se anunció la decisión de postergar la publicación para el lunes 15. ¿La razón invocada? En cinco provincias (Salta, San Juan, Tierra del Fuego, La Pampa y -por supuesto- Tucumán) que votan el domingo 14 habrá de estar vigente la veda electoral. Y dar a conocer datos reñiría con esa instancia.

Este argumento termina siendo revelador: la veda prohíbe dar a conocer resultados de encuestas y sondeos políticos. ¿Qué tipo de mediciones asume el Indec que está realizando?

Con independencia de ese lapsus, hay una cuestión que queda al descubierto: en la confusión “K” entre lo público y lo privado (que a tantos ex funcionarios ha llevado a enfrentar juicios y condenas), se actuó como si la información pública fuera, en realidad, propiedad privada. Como si los datos del Estado le perteneciesen al oficialismo. Algo propio de un régimen que cree que el Estado es de su propiedad. Sobre la base de esa creencia obtusa, resolvieron que era mejor dar a conocer los datos de la inflación después de los comicios, porque hacerlo antes perjudicaría a los candidatos peronistas de las provincias. Este razonamiento también resulta esclarecedor: el cuarto gobierno “K” pareciera creer que si sus autoridades no lo dicen, los argentinos no se enteran de la inflación.

Esto equivaldría a que, en la Casa Rosada, suponen que la gente vive tranquila y conforme con sus ingresos, hasta que a mediados de mes se da a conocer la variación del IPC y sólo entonces se da cuenta de que subieron los precios. Es trágico el derrotero del cuarto gobierno “K”: el “relato” era para que lo creyese la audiencia, no las autoridades. Drama es cuando llora el público, no el actor.

Dibujos que desdibujan

Los atropellos contra el Indec perpetrados por las administraciones kirchneristas pueden sintetizarse en una sola expresión. Durante la última presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, con los datos estadísticos en la mano, el entonces jefe de Gabinete Aníbal Fernández llegó a afirmar que en la Argentina había menos pobres que en Alemania.

El ministro coordinador estaba subestimando la inteligencia de los argentinos porque el Gobierno, que había intervenido el Indec en diciembre de 2006, durante la presidencia de Néstor Kirchner, obligaba a ese organismo a subestimar la inflación. Al año siguiente, cuando Néstor dejaba el cargo y asumía Cristina como Presidenta, el organismo oficial informaba que la inflación había rondado el 8%, mientras las consultoras privadas medían el 18%.

Así que el Gobierno decidió multar a las firmas privadas que dieran a conocer estimaciones del IPC. Para los “K”, la única verdad pasó a ser “la verdad” de su gobierno. La oposición, desde los fueros de la Cámara de Diputados, comenzó a divulgar la otra verdad: el “IPC Congreso”.

Esa negación de la inflación derivó en la subestimación de la pobreza: en la Argentina, la medición de ese flagelo es netamente monetaria. No se guía por Necesidades Básicas Insatisfechas, que arroja resultados referidos a una pobreza más bien estructural.

Pero el kirchnerismo no se conformó con eso y comenzó a adulterar las mediciones del Producto Bruto Interno (PBI). A pesar de que a los bonistas que habían entrado al megacanje de deuda que había conseguido Néstor los habían atraído, justamente, con un pago adicional anual cuando el PBI creciera por encima del 3,2%. En marzo de 2014, el entonces ministro de Economía Axel Kicillof anunció que “de repente” el país no había alcanzado ese índice.

Lo de “de repente” se debe a que el Indec, en febrero de 2014, había anunciado que el país había crecido un 4,9%, según la base de estimación que usaba desde 1993. Pero el 27 de marzo, el ahora gobernador de Buenos Aires explicó que “ahora” el PBI se calculaba con una nueva base, tomada del Censo Económico 2004. Y resultó que “ahora” el crecimiento había sido sólo del 3%. Es decir, dos décimas por debajo del “gatillo” que disparaba el cupón de “PBI”.

El resultado de la adulteración de las estadísticas oficiales redundó, el mes pasado, en que la Argentina perdió en los Tribunales de Londres un juicio iniciado por bonistas a los que el tercer Gobierno “K” les cambió las reglas de juego de un mes para otro. La sentencia ordena pagarles poco más de 1.300 millones de euros (son, casi, 1.500 millones de dólares).

¿Por qué, con semejantes antecedentes, insisten una verdad que sale tan cara en términos políticos, sociales y hasta económicos?

Peronismo antiperonista

Las cifras de la inflación son “la realidad” que expone una “verdad”: la política socioeconómica “K” es desastrosa. Y amenaza con desnaturalizar una de las pocas esencias del mutable peronismo.

El peronismo ha sido de centro izquierda y de centro derecha. Ha sido estatista y privatista. Pro Iglesia y anticlerical. Y un largo etcétera. Eso sí, nunca fue el partido de los pobres: fue, desde su fundación, el partido de los trabajadores. Tanto es así que su bandera de la “justicia social” a menudo flameó con el viento de la seguridad social: leyes que brindaran al trabajador resguardo en caso de enfermedad, accidentes, discapacidad, despido o, sencillamente, vejez. En otras palabras, un sistema que buscó garantizar que acceder a un empleo fuera el pasaporte de salida de la pobreza.

Tanto es así que no hay “clase pobre” en la Argentina del primer peronismo: hay clase obrera. El trabajo es un ordenador social que da al trabajador un estatus, un líder (Perón), una institución (el sindicato) y un discurso: independencia económica, soberanía política y justicia social.

En diciembre pasado, el Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la UCA, reveló que tres de cada 10 trabajadores son pobres en este país.

Un país de media pensión

La inflación cabalgante que el oficialismo no quiere ver ni publicar no sólo le pone una mala nota al kirchnerismo en términos de peronismo. También desautoriza una de las imágenes retóricas más poderosas del deshilachado “relato”: gobernar pensando en “la mesa de los argentinos”. Nadie sino el pan desautoriza aquella presunción. Y amenaza con hacerlo de manera cada vez más violenta.

Entre los empresarios panaderos de la provincia y los empresarios que se dedican al comercio de las harinas en Tucumán han comenzado a dispararse las alarmas en el comienzo de este mes. Hasta ahora, la harina de trigo venía registrando una suba más o menos acorde con el ritmo de la inflación: alrededor de un 6% mensual. Pero ahora la situación amenaza con adquirir otra dinámica, derivada de las consecuencias de la sequía.

En enero pasado se daba cuenta de que la anterior había sido una campaña para el olvido, que en algunas geografías había hecho caer la cosecha hasta en un 50%. Ello se vio temprano en el desplome de las importaciones y la angustia de dólares en el Banco Central por las divisas que no ingresaron. Todo parece indicar que ahora esa carestía se trasladara a los precios.

Más que pronósticos, hay indicios serios de que la harina comenzará a encarecerse a un ritmo más elevado que el del IPC, justamente, porque falta trigo. Esto impactará directamente en el pan francés: en el costo de elaboración, la harina es el principal componente, seguido de la mano de obra. Lo demás es (a fuerza de reduccionismos) levadura, agua y sal. Aquello de “el pan nuestro de cada día” de verdad se va a convertir en una plegaria…

El problema es que para el resto de los productos que normalmente se comercian en las panaderías, el pronóstico no es más alentador. Las tortillas y las facturas demandan para su elaboración de productos grasos, que son de origen vacuno. Dado que subió el precio de la hacienda, hay productos de este tipo que en tres meses se encarecieron alrededor de un 100%. A esto habrá que añadir la suba del precio de la harina. Este país amenaza convertirse en el primer Estado donde las personas puedan declararse celíacas por razones de fuerza mayor…

El peronismo nunca fue, tampoco, un programa político que propusiera convertir a la Argentina en un país donde sus habitantes sólo viven (o sobreviven) con media pensión.

A este ritmo, el Indec, en lugar de aplazar los datos de inflación, debería apresurarse por medirlos y comunicarlos. Porque cada día que pasa es peor.

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