Por Walter Gallardo
Para LA GACETA - MADRID
Hasta 1987 era conocida una única faceta de la vida de Paul de Man, una suerte de borrador pasado en limpio. En ella se ve a un joven atractivo, culto y refinado, aún sin haber cumplido los 30, llegar a Nueva York en 1948, desde su Bélgica natal. En principio, trabajaría en la editorial Doubleday y desde allí tejería una pequeña red de relaciones. Una, en particular, le iba a ofrecer la primera oportunidad académica: la escritora Mary McCarthy, con quien lo han vinculado sentimentalmente, mediaría para que Paul de Man consiguiera dar clases en Bard College, en el Hudson Valley.
Desde sus inicios logró hechizar a alumnos y colegas con un método innovador en la interpretación de los textos y la crítica literaria, corriente que se dio en llamar Deconstruccionismo. Más tarde extendería el mismo don, hasta ser casi reverenciado, a universidades del prestigio de Johns Hopkins o Cornell, donde introduciría a Jacques Derrida en sus planes de estudio; obtendría un doctorado en Harvard y dos veces la beca Guggenheim; lo nombrarían miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y de las Ciencias y, finalmente, se coronaría como “sterling professor” en humanidades, el mayor reconocimiento dado a un docente en Yale, donde su carrera alcanzó el olimpo.
Quizás todo habría acabado en este punto de excelencia si el pasado no hubiera desplegado su larga sombra. Fue el profesor y escritor Ortwin de Graef, buceando en los archivos del diario belga Le Soir, quien comprobaría que aquel jovencísimo Paul de Man, autor de decenas de columnas escritas en los inicios de la Segunda Guerra Mundial, no había sido el tenaz resistente contra la ocupación nazi, tal como se había presentado en su destino norteamericano, sino un colaborador activo en ocasiones y, en general, un indolente hacia las crueldades, miserias y persecuciones que vivía su país. La noticia fue portada de Newsweek.
En uno de esos artículos, quizás el que lo dejaba desnudo, titulado “Los judíos y la literatura contemporánea”, proponía una “solución” al “problema judío”, que conllevaba la creación de una colonia aislada de Europa. Sostenía que la cultura del continente, en todo caso, perdería unas pocas personalidades de un valor mediocre.
Esta puerta abrió otras y, como rehenes hambrientos y en fila, fueron saliendo a la luz innumerables capítulos de una vida oculta. ¿Por qué había abandonado su país al acabar la guerra? “Nada tuvo que ver la política, como él quiso que se creyera”, dijo en un coloquio el profesor Georges Goriély, de la Universidad Libre de Bruselas, amigo de Paul de Man en su juventud. “En realidad estaba a punto de ser sometido a juicio por unos asuntos financieros turbios”. Prueba de ello es que, en 1951, la justicia belga lo condenara in absentia a seis años de prisión por robo y fraude al haberse apropiado del dinero de la editorial Hermès, creada en sociedad con un amigo. Para no dejar dudas, el profesor Goriély subrayó: “Era casi patológicamente deshonesto, un delincuente que había llevado a la ruina a su familia. La estafa, la falsificación y la mentira eran, al menos en aquel momento, su segunda naturaleza”.
Estos detalles comenzaron a desteñir aceleradamente su prestigio en periódicos de la talla de The New York Times e inspiraron algunos libros. Al mismo tiempo, surgiría el testimonio inesperado del profesor Artine Artinian, el hombre que le dio en 1949 el primer empleo docente en Estados Unidos. Contó que había dejado a Paul de Man a cargo de su cátedra mientras él se disponía a pasar un año en París con una beca Fullbright. Su generosidad llegaría un poco más lejos: le alquilaría su casa de seis habitaciones cediendo al deseo expresado por de Man de traer a su familia, es decir, a su esposa Anaide Baraghian y a sus tres hijos, Hendrik, Robert y Marc, refugiados en Argentina a la espera de su llamada. Pero eso nunca iba a ocurrir. Poco después, Paul de Man se casaría con una de sus alumnas, Patricia Kelley, sin haberse divorciado de Anaide. Al regresar de Francia, el profesor Artinian le reclamaría sin éxito el pago de una deuda de diez meses de alquiler. Su conclusión: “era un canalla indescriptible”.
Desesperada y sin dinero, Anaide, junto a sus hijos, iría a buscarlo en 1950, a reclamarle que asumiera sus obligaciones de marido y padre. Se llevaría una sorpresa mayúscula: abrió la puerta Patricia, embarazada de su hijo Michael. ¿Quién podría imaginar el diálogo entre ellas? La situación se resolvió con el divorcio, con promesas de Paul de Man que, por supuesto, nunca cumpliría, y el regreso de Anaide y dos de sus hijos a Buenos Aires.
El mayor acabó quedándose en Estados Unidos. Permaneció unos meses con su padre y luego se fue a vivir en Virginia con los padres de Patricia. Ellos lo adoptarían y le darían el apellido Woods. Le dirían a Hendrik que no era hijo legítimo de Paul de Man, declaración que agregaron al trámite administrativo.
Hendrik, pese a haber sido despojado de su familia, a la que no vio durante muchos años, dijo no sentir ningún rencor hacia su padre. En una conversación con el escritor David Lehman, al recordarlo hizo referencia con algo de sorna a un pasaje de Confesiones del estafador Félix Krull, de Thomas Mann. En el primer capítulo, el narrador de la novela habla de su padre, el fabricante de una marca de champán. Las botellas y sus etiquetas eran magníficas; también la presentación en papel de plata y su sello suspendido de un cordón de oro. “Desgraciadamente, parece que la calidad del contenido no se equiparaba con el esplendor de su apariencia. Lo que había allí dentro era simplemente veneno”.
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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.