Vivimos tiempos marcados por la violencia, la corrupción y las asimetrías socioeconómicas. La mezquindad y la estrechez de miras llevan a ver al otro como rival, competidor o enemigo al que tengo que excluir y destruir, y no como semejante o hermano con el que tengo que convivir en armonía, a pesar de las diferencias. La cosificación y la inequidad están a la orden del día. La solidaridad y la justicia social pareciera que partieron rumbo al olvido de la mano de la globalización, que desterró el modelo social más igualitario para instaurar un nuevo orden mundial, menos equitativo. Y en las oquedades que dejaron esas sentidas ausencias anidan las raíces del resquebrajamiento social del nuevo modelo.
Dicen que la grandeza de una sociedad se mide por la forma en que trata a los que menos tienen. “No es la cultura del egoísmo, del individualismo la que construye y lleva a un mundo más habitable, sino la cultura de la solidaridad la que integrará todas las partes del cuerpo social...”, expresó nuestro papa Francisco en Río de Janeiro. Sus palabras resonaron en todo el planeta. Seguramente, era su intención -y sigue siendo- llegar a todos los hombres de buena voluntad sin distinción de credo, raza, condición social, económica o política- para invitarlos a luchar y trabajar por un mundo más justo y solidario. El presente convoca a mantener frescos en la memoria los mensajes de Francisco. Él conoce a fondo el sufrimiento y las necesidades de los marginados por un sistema al que llamó “perverso”, como su antecesor, Juan Pablo II.
Ningún esfuerzo de pacificación será duradero ni habrá armonía ni felicidad mientras no terminen las rivalidades radicales, el trabajo digno sea un bien escaso, la condición de vida esté deteriorada y los lazos sociales, rotos. Aprendamos a convivir en la pluralidad de ideas y dialoguemos en paz en el marco del respeto mutuo que exige el contrato social.