A la chimenea del ex ingenio Amalia -que parece plantada en el fondo de una vivienda, y que ahora es la cucha de dos perros siberianos- la fueron volteando de a poco. Así como a la más que centenaria torre de ladrillos (que ahora sólo mantiene su base), también el tiempo fue reduciendo los dos bloques de cemento que alguna vez sostuvieron la estructura del arco de ingreso al canchón de la fábrica.
Hace 50 años, cuando arrancaba la zafra y llegaba la quincena de pago, ese acceso se pintaba de feria, de quienes iban a vender sus mercancías y a cobrar sus cuentas. Ahora, ese predio es una calle polvorienta entre las tantas que en medio siglo les han ido quitando terreno a los cañaverales que servían a la factoría azucarera de la familia Griet. El presente es una urbanización indiscriminada, que se extiende a conglomerados como los del Mercofrut (Los Vázquez) y los barrios 11 de Marzo, Los Chañaritos y Capitán Giacchino, entre otros predios, y en los que conviven usurpadores confesos con aquellos vecinos que, paradójicamente, tienen casa propia porque hace 50 años ellos o sus mayores se quedaron sin trabajo.
Si para Mercedes Romano, actual propietaria de la casa de Buenos Aires 2151, la chimenea “del fondo” es un riesgo (”cae polvillo y tememos que se desmorone”), para muchos vecinos ese es el último vestigio de una época en la que alrededor de 600 familias (entre mensualizados y jornalizados) vivían de la producción de la caña de azúcar. “Hubieran debido mantenerlo como patrimonio, como un obelisco, en lugar de haber gastado en el de la Mate de Luna”, le dice a LA GACETA Omar Roldán, un policía jubilado que hace unos años se instaló en un predio fiscal.
En el 50 aniversario del cierre de ingenios, la conmemoración de la efeméride está revolviendo la historia y la memoria colectiva en los pueblos “del azúcar”. Y si bien al Amalia no lo mató el decreto ley 16.926 de agosto de 1966, ese ingenio dejó de moler apenas un año después, en noviembre de 1967. Fuentes de la familia Griet indican que el Amalia cayó víctima de disputas familiares, en un contexto de ahogo financiero de la entonces Compañía Azucarera Amalia SA. La firma continuaría con sus líneas de producción de alcohol, hasta que llegó la quiebra, en 1986.
Como para todos los tucumanos, para la comunidad del Amalia hubo un antes y un después de la segunda mitad de los años 60 del siglo pasado. Subjetiva, la memoria no es unívoca. Rafael Otarola (77) guarda una visión casi bucólica de su niñez y adolescencia en el ingenio. “Yo he nacido en una casa rodeada por pencas; se nacía en la casa, con la partera del ingenio”, recuerda. La charla transcurre en el fondo de la vivienda en la que cacarean las gallinas y se pavonean los gansos; esa casa que le quedó como parte de pago por los años de su padre en el ingenio, al que él ingresó a los 14. La misma edad que la que tenía Juan Jerónimo Longo (72 años) cuya mirada retrospectiva revela luces y sombras. Recuerda los tiempos duros en los que el ingenio sumaba quincenas de deuda con los obreros. “En algunos momentos pagaban semanalmente con fichas para canjear mercadería en un supermercado”, apunta. Pero advierte que esa casa bien puesta en la que vive con su familia era del ingenio.
“Posterior al cierre se viene la venta de las casas; daban preferencia a quienes las estaban habitando. Los Longo éramos cinco en el ingenio, yo quedé hasta que cerró, en noviembre del 67. Y esa plata que se acumuló, más vacaciones, más aguinaldo y el dinero que le debía el ingenio a mi hermano fue a cuenta de la casa”, recuerda.
De todos modos, y aunque lejos del dramatismo que tuvieron las puebladas en Bella Vista o en Villa Quinteros, también la comunidad del Amalia protagonizó protestas entre 1968 y los primeros años 70, reclamando resarcimientos, fueran en tierras o en dinero. “Ibamos a la Casa de Gobierno a protestar. Y al ingenio no entrábamos, porque estaban los militares adentro y el sindicato al frente. Han traído gente de Salta, gendarmes. A las 10 de la noche ya no podíamos salir”, ilustra Otarola. Ya bajo el gobierno de Amado Juri, en 1973, muchos de ellos pudieron jubilarse con fondos del Estado, según consigna la crónica de la época.
Idas y vueltas
Hurgando en la charla con Longo aparece la historia social detrás de las historias singulares: el exilio obligado, el desarraigo, la falta de trabajo para los menos calificados y la precariedad del “Operativo Tucumán”. Longo se fue a Córdoba, a un taller metalúrgico. “No me hallaba, volví. Luego ingresé a Suavegom, que se había radicado por un programa de exención impositiva. Estaba encargado de mantenimiento y de mecánica. Estuve 20 años, pero se terminaron los años de gracia, empezó la falta de pago, nos tuvimos que dar por despedidos y... afuera”, recuerda don Jerónimo, que finalmente pudo jubilarse en la empresa Gálvez.
Longo pudo reconvertirse gracias a su oficio de electricista. “Pero resultó difícil para aquellos que estaban en las secciones que comprendían los trapiches, las centrífugas, los tachos, los salones de azúcar… Todo lo que comprendía el proceso de la molienda hasta el azúcar. Si no había otro ingenio, no se podían desempeñar en otra cosa”, memora.
La memoria de Longo se detiene en el Operativo Tucumán. “Cuando cierra el ingenio, se crea el Operativo Tucumán. Les pregunté: ¿y yo qué voy a hacer.? ‘Mirá. Va a haber un vehículo en la esquina todos los días y después se los va a llevar a distintos lugares , para que limpien acequias, para que macheteen’. Y yo les dije: ‘no es por nada, pero yo tengo un oficio’. Pero hubo gente que lo tuvo que hacer”.
Como tantos compañeros de ruta, Otarola también vivió el desarraigo. “Vamos a San Martín del Tabacal, en Salta, y con alegría me he encontrado con cinco compañeros. Y me han dicho que también estaban en Ledesma. ¡Y otros en Bolivia. Y otros en Buenos Aires !” Y a Buenos Aires también partió Rafael. Recuerda que estuvo nueve meses, trabajando en un taller metalúrgico. “Pero qué pasa... A mí me gusta conversar, hacer amistades -gesticula, mientras espanta a los perros que lo hociquean. - Allá, nada”.