Por Santiago Sylvester
PARA LA GACETA - SALTA
Aunque el microrrelato no es mi fuerte, siempre me ha sorprendido la aceptación que tiene esa expresión intensa, breve por definición, entre los escritores de nuestro Norte argentino. Tal vez sea por el parentesco remoto con la copla, que suele tener también una incursión rápida, o más probablemente por la labor pionera, reconocida por todos, que hizo David Lagmanovich en Tucumán. La continuidad que le dieron a esta tarea muchos escritores y críticos de la región ha producido estudios, normativas, decálogos y tipificaciones sobre esta modalidad, como lo escuché exponer a Rogelio Ramos Signes en la Feria del Libro de Buenos Aires hace ya un par de años, en los tiempos en que la gente conversaba ante la mesa de un café y todavía no se había hecho cargo de nosotros el mundo virtual.
Podemos dar por cierto que el microrrelato más famoso del mundo, o al menos de Occidente, es El dinosaurio, de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Su fama se debe, por supuesto, a su propia eficacia, pero además a la sorpresa que causó ese fogonazo en 1959 al ser incluido en el libro Obras Completas (y otros cuentos), cuando no estaba tan asentada la noción de microrrelato, y aún no existía este nombre propio para designarlo (he leído alguna vez que fue José Emilio Pacheco quien lo usó por primera vez en 1977: no estoy en condiciones de probarlo).
Su llegada a la narrativa fue tan contundente como un cuento de Borges que quiero recordar ahora porque advierto entre ambos una especie de proximidad. Borges incluyó Pierre Menard autor del Quijote en el libro El jardín de los senderos que se bifurcan, de 1941. Fue recibido con polémica, entre el rechazo y la admiración; y hubo un comentario negativo que, intentando una ironía, preguntó: “¿dónde está el cuento?” La pregunta quería ser demoledora para lo que no tenía las características clásicas del género (planteo, desarrollo y desenlace), pero la paradoja fue que la propia pregunta proclamaba la novedad, resaltaba involuntariamente su originalidad formal. Aquella pregunta emparenta a Borges con Monterroso, porque podría haber sido hecha también para su microrrelato, y la respuesta sería la misma: que precisamente la omisión de hechos sucesivos, el escamoteo de lo que se espera en un cuento tradicional, es lo que traía mayor novedad en ambos casos, en el cuento y en el microrrelato; pero no porque no estuvieran, como sugería aquella pregunta censora, sino precisamente porque estaban plantados ahí, novedosos, inquietantes y sabios, con el añadido de estar proponiendo una revisión del género. En ambos casos, la propuesta extrema fue explicada por el tiempo, que más o menos siempre termina poniendo las cosas en su sitio.
El mexicano Juan José Arreola, jugando con la fama del relato de Monterroso, concibió una pequeña historia, casi una anécdota, que lamento no haber leído (aunque la he buscado), sino que conozco sólo de oídas: la cito, con esta importante limitación, como evidencia de la difusión de ese relato. Un hombre pregunta a una señora si conoce El dinosaurio de Monterroso, y la señora le responde: “¡Me encanta, estoy leyéndolo!”
Esta broma es parte de la acogida que necesita algo para desarrollarse. Valéry, con la agudeza de siempre, lo vio de este modo: “El valor de las obras de los hombres no reside en ellas mismas sino en su posterior desarrollo por otros, en otras circunstancias”. Tiene razón, de modo que también el dinosaurio de Monterroso necesita de esos saludos para durar, para seguir durando; y la fe que se ha gestado alrededor de este género hace pensar que le espera un largo porvenir entre nosotros.
Pero este microrrelato no tiene sólo porvenir, tiene pasado. Ese pasado en literatura se llama precedente; y el hecho es que existió, sea casual o no; lo haya conocido Monterroso, o no. Las coincidencias tienen la tozudez de insistir hasta que alguien las cae en cuenta. Hay un texto de Catulle Mendès, de 1865, titulado Una noche con Baudelaire en el que, desde el título con su apariencia inocente, podemos saber que algo denso ocurrió, porque una noche con Baudelaire no podía ser apacible en ningún caso: el propio Baudelaire se encargaría, hasta por amor propio, de que no fuera así.
Cuenta Catulle Mendès que Baudelaire estaba visiblemente afectado por la muerte y el recuerdo de Gérard de Nerval: negaba y aceptaba alternativamente su suicidio, rechazaba que Nerval haya estado loco, gritaba y se confundía en un estado de trastorno que tenía aterrado a Mendès. Este desquiciamiento terminó en sollozos, Baudelaire comenzó a sollozar, “estalló un sollozo, sordo, contenido, como un corazón que revienta bajo un gran peso”; y es ese momento en el que Mendès, inmovilizado por el miedo, suspende la narración. El renglón siguiente, con el que termina esta historia, informa: “Cuando desperté, Baudelaire ya no estaba allí”.
Una noche con Baudelaire podía dar para eso y para mucho más, pero si dio para una coincidencia tan palpable, además del recuerdo desesperado de Gérard de Neval, ya fue una noche ganada. Una noche que posibilitó un precedente a uno de los textos más célebres del siglo XX, con el que Catulle Mendès se anticipa un siglo a Monterroso.
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Santiago Sylvester - Poeta y ensayista. Miembro de número de la Academia Argentina de Letras.