
Hay un Tucumán que no se va
La aparición de un hombre durmiendo en la basura sacudió a la comunidad y abrió interrogantes sobre la acción de los distintos poderes del Estado. La aceleración de los tiempos disimuló la gravedad del hecho y las debilidades de los líderes responsables de una transformación.

“Hay un Tucumán que no se va”. Perseverante se las arregla para dar vueltas e irremediablemente volver.
No hace mucho tiempo gobernaba Julio Miranda y una niñita a la que llamaban Barbarita lloró ante la televisión y Tucumán fue la imagen de la desnutrición. Fuimos el emblema de la pobreza. En ese gobierno, el ministro de Economía era José Alperovich, quien después gobernaría 12 años ininterrumpidos.
“Hay un Tucumán que no se va”. En 2005 volvió. Por aquel año Rosarito Rodríguez ya había cumplido siete años. Dos años antes había ingresado al Hospital de Niños con un grave estado de desnutrición. La Justicia tomó cartas en el asunto. Le exigió al Gobierno de la provincia que se ocupara de darle medicamentos y asistencia médica. Logró recuperarse pero después de que se cumpliera el lapso ordenado por los jueces Salvador Ruiz y Horacio Castellanos dejó de darle esa asistencia. Por aquel entonces gobernaba José Alperovich y el ministro de Salud era Juan Manzur.
“Hay un Tucumán que no se va”. En épocas donde el Estado era amo y señor de la vida y de la muerte, Antonio Bussi decidió que Tucumán debía estar distinto, más limpio. Pareciera que lo que importa es que Tucumán se vea mejor, no que se transforme como algunos vecinos. Aún hoy hay gobernantes que se enojan cuando se critica la imagen de la provincia. Es que da la sensación de que hay un Tucumán que porfía por quedarse. Por aquellos tiempos Antonio Bussi se ocupó de tirar en provincias vecinas a los mendigos. No se le ocurrió ninguna solución. Sólo sacárselos de encima. Magistralmente Guillermo Monti recuerda aquellos sucesos en su columna de ayer (https://www.lagaceta.com.ar/nota/1077849/opinion/basuras-humanas.html).
“Hay un Tucumán que no se va”. Esta semana que ¿nunca más volverá? un trabajador de la basura hacía su tarea como siempre. Acomodaba bolsas y separaba los desperdicios para favorecer el trabajo de la máquina compactadora. Era lo de siempre, lo de todos los días, con los malos olores y los desperdicios de los tucumanos. Pero de repente, la sorpresa. Lo increíble: en medio de los desperdicios, un ser humano. Nada más inhumano que ese hallazgo.
Ese hombre le salvó la vida. ¿Vida? Diego Exequiel Lobo vivía ¿vivía? en el barrio Villa Urquiza. Tal vez en ese contenedor encontraba más calor y más comida. Nació en 1999, cuando el caso de Barbarita era el emblema de la desnutrición y de la pobreza. Hoy tiene 26 años y su historia confirma que “hay un Tucumán que no se va”. A Diego, este viernes, le hicieron una tomografía de urgencia ante la sospecha de que sufriera una hemorragia interna, pero felizmente, eso no ocurrió.
Contraste
El despertador sonó justo cuando el país y Tucumán se acostaban a dormir la siesta de la disminución de los índices de pobreza. La Argentina ha logrado empezar a controlar la inflación. También ha disminuido los rocambolescos usos de los dineros públicos, pero nada más. Las autoridades no deberían exagerar.
En los años de dictadura, Bussi tenía una intencionalidad muy clara. El Estado tenía claro que quería hacer desaparecer a la gente que -según ellos- afeaba el Jardín de la República. En estos tiempos el Estado necesita un oculista. No logran ver algunos episodios de pobreza. En la Legislatura no pasaron cosas. No hubieron reacciones como sí las hubo cuando el primer mandatario fue amenazado. El ministro de Desarrollo Social de la provincia, cuando se le consultó sobre la aparición de Diego durmiendo entre la basura, señaló que es “consecuencia de la pobreza estructural en Tucumán”. De esa estructura son responsables muchas personas que forman parte del gobierno. Incluye también al “mejor gobernador de la historia de Tucumán”. Federico Masso, quien compartió el gobierno de aquel, confirma que “hay un Tucumán que no se va”, pero también que hay responsables que no lo dejan ir.
El viernes en Monte Bello, el bucólico escenario del congreso del Partido Justicialista, el Gobernador de la provincia y vicepresidente del PJ, hizo un largo panegírico para resaltar su esforzada trayectoria para llegar hasta donde llegó. Pero la aparición de Diego usando la basura de colchón abre un signo de pregunta con un para qué en su interior. Y la respuesta obligada sería que para conseguir transformaciones que ayuden a que el pasado de pobreza y desnutrición no siga ensañado en quedarse en Tucumán.
El caso de Rosarito tuvo un protagonismo responsable y serio de la Justicia, que en el episodio de Diego Exequiel Lobo no ocurrió. Por Rosarito también se involucraron la Universidad Nacional de Tucumán y la Facultad de Derecho. En la empresa recolectora de residuos comentaron que no es la primera vez que detectan a seres humanos encontrando calor, alimento y cobijo en la basura. Pero ante situaciones como ésta la actuación de oficio de la Justicia no figura en ninguna biblioteca.
En estos días la historia de Diego no mereció ni una conferencia de prensa ni tampoco castigos ya que el ministro del área tiene más vidas que Gokú. Está claro que se trata de un problema de Estado en tiempos donde se aplaude y promueve que el Estado se comprima lo más posible. Pero también pasó inadvertido para muchos actores principales del poder porque había cosas más importantes. En el Congreso de la Nación había que ponerle fin a la historia de Ariel Lijo que tuvo el desenlace que se preveía. Lo lamentable fue la pérdida de tiempo. También arrastró al vocal de la Corte Manuel García-Mansilla, quien corre el riesgo de hacer papelones si se aferra a la silla que ya le sacaron. El Presidente de la Nación se fue lejos a sacarse una foto y volvió sin la imagen que esperaba. Viajó hasta la casa de Donald Trump en los Estados Unidos y no logró ni cruzarse con el anfitrión. Cuando regresó el riesgo país trepaba advirtiendo que las cosas no están tan bien como se declama. Lo curioso es que el peronismo, que podría aprovechar todos estos yerros para empezar a levantarse de la lona, no lo puede hacer porque Cristina Kirchner y Axel Kicillof se pelean y no se multiplican ni por casualidad.
Y como si esto fuera poco: habló Marianela Mirra. Es que “hay un Tucumán que no se va”. Se podría escribir una historia de amor. Se podría describir la desvergüenza de los poderosos. Se podría contar que abusar del poder tiene sus consecuencias. Se podría relatar cómo cuando se pierde el poder ni los que se enriquecieron dicen gracias. Se podría novelar sobre un relato en el que la sociedad es capaz de entregar todo a cambio de que no le devuelvan nada. Barbarita, Rosarito y Diego dan testimonio de que los líderes muchas veces se olvidan de sus obligaciones y se pierden en sus ambiciones.
Viajes difíciles
El ciudadano de a pie no necesita dormir en la basura para constatar que no se ocupan de él. El conflicto desatado con el sistema para viajar en ómnibus es una prueba de cómo otros intereses están por encima de los hombres y mujeres a los que después les piden el voto. A diferencia de lo que ocurre en muchos lugares del mundo más desarrollado que el nuestro, en Tucumán hay cuatro tarjetas para un transporte. En cambio, en aquellos lugares con una tarjeta que se adquiere con facilidad en cualquier lado, se puede subir y transitar en más un transporte público.
En la provincia, viajar en ómnibus se ha convertido en un conflicto eterno. Pasan los intendentes, se suceden los gobernadores, siguen los mismos empresarios, pero no logran sentarse todos alrededor de una misma mesa y encontrar una solución para el futuro. Curiosamente, tienen mucha capacidad para hablar y quejarse del pasado y hasta de señalar los errores cometidos, pero no encuentran la salida para que algún día viajar en ómnibus sea algo grato. Mientras tanto, el ciudadano baja aplicaciones en el celular para trasladarse o levanta la mano para pagar un taxi. Da la sensación que “hay un Tucumán que no se va”.
La frase que se repite a lo largo de este texto pertenece a un hombre de la política que no se enriqueció y que ve cómo a su alrededor muchos han incrementado su patrimonio. Es alguien trabaja en política con la ilusión de que es la solución de todo y hoy sufre el desengaño de tanto tiempo -y liderazgos- transcurrido como si la transformación se hubiera quedado dormida en un tacho de basura.