Hiroshima y la fisión del núcleo humano

Hiroshima y la fisión del núcleo humano

“Como aquel rebelde dios griego, Prometeo, que robó a Zeus el fuego y se lo entregó a la humanidad, Oppenheimer nos dio el fuego atómico. Pero cuando quiso controlarlo, cuando quiso hacernos conscientes de los peligros que entrañaba, los poderes fácticos, como Zeus, reaccionaron con furia y lo castigaron”, afirman Kai Bird y Martin J. Sherwin en el prefacio de Prometeo americano, la biografía en la que se basa Oppenheimer, la película de Cristopher Nolan.

Un 6 de agosto como hoy, hace 78 años, se inició la era atómica cuya amenaza de destrucción perdura hasta hoy. Un relato estremecedor de lo que ocurrió ese día fue recogido por Héctor D’Amico, en 1988, en la entrevista que hizo a Paul Tibbets, el piloto del avión desde el que se arrojó la bomba sobre Hiroshima (puede leerse aquí: https://www.lanacion.com.ar/sociedad/paul-tibbets-nunca-perdi-una-noche-de-sueno-por-hiroshima-nid1629019/). Tibbets describe, con una frialdad asombrosa, su visión del hongo atómico elevándose a 30.000 metros sobre la ciudad devastada.  “Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima”, dice, después de apelar al argumento de que, de haber continuado la guerra, hubiera muerto un número mucho más alto de norteamericanos y japoneses que los que efectivamente murieron en Hiroshima y Nagasaki.

Veinte años después de la entrevista, conversé con D’Amico, su autor, sobre los entretelones del reportaje. A través de Tibbets, D´Amico pudo entrar al hangar donde estaba, desarmado, el Enola Gay, el avión desde el que se lanzó la bomba (hoy está en el museo Smithsonian del Aire y del Espacio, en las afueras de Washington). En una esquina del hangar descubrió una carcasa de una bomba que le llamó la atención por su parecido con Fat boy, la bomba de Nagasaki. Allí le explicaron que era la carcasa de Rufus, la “tercera bomba” reservada para ser tirada nuevamente en Japón -tal vez en Tokio- si los japoneses no se rendían, o eventualmente en Rusia. Todo indica que los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki constituían un mensaje para los japoneses y también para los rusos, en los albores de la Guerra Fría.

Quizás la mejor narración sobre Hiroshima es la crónica homónima que publicó John Hersey, en 1946 en The New Yorker, anticipando el nuevo periodismo. A través de los testimonios de seis sobrevivientes narra el horror que impregna a toda una ciudad y que interpela a la humanidad entera. En una línea similar, Tomás Eloy Martínez escribiría Los sobrevivientes de la bomba atómica, uno de sus mejores textos de periodismo narrativo. “Todos los sobrevivientes de la bomba -dice allí Tomás Eloy- saben que alguna oscura partícula de su condición humana les fue arrebatada aquel día de verano”.

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