Por José María Posse
Abogado, escritor, historiador
Vicente Brusa era un joven encantador. Decía ser “químico” y demostraba conocimientos profundos en distintas áreas. En poco tiempo se granjeó la amistad de todos. Como no podía ser de otra manera, pronto tuvo admiradoras entre las niñas casaderas de la ciudad. Una de las primeras en caer bajo el hechizo del recién llegado fue la jovencita Lelia Posse, hija del industrial Wenceslao Posse, que comenzaba por esos años la etapa de modernización de su ingenio azucarero, El Esperanza.
Con esas conexiones, se presentó ante el por entonces gobernador José Posse (primo hermano de Wenceslao), con el proyecto de colocar un pararrayos en la ciudad, invento del norteamericano Benjamín Franklin. Lo convenció con el argumento de que la ciudad estaba desamparada frente a los rayos durante las tormentas eléctricas, que de cuando en vez caían en las cercanías y habían matado a algunas personas en el campo.
Se autorizó a colocar uno en la torre más alta del Cabildo y dos en la Catedral, ubicados al tope de la cúpula y en una de las torres. El gobernador, en su mensaje ante la Legislatura, dedicó un párrafo al adelanto. Dijo que “los pararrayos, trabajados y colocados con arreglo a la ciencia, han dado los buenos resultados que debían esperarse”. Descontaba que “ahora, el hecho servirá de estímulo, que ha sido mi propósito, para que los particulares usen de este recurso de la ciencia, contra las tormentas, tan frecuentes en nuestro país tropical”.
Escribe el doctor Carlos Páez de la Torre: es imaginable que, desde entonces, Brusa empezó a ser mirado con gran respeto, como uno de esos hombres que realmente, “saben de todo”. Por eso a nadie extrañó que encontrara, sin esfuerzo, gente dispuesta a invertir capital en la empresa novedosa que muy poco después se le ocurrió iniciar. Era cierto que, desde 40 años atrás, nadie discutía a la azucarera su rol de industria principal de Tucumán. Pero había quienes insistían en las posibilidades del añil. Era una planta que crecía silvestre en los campos de la provincia desde tiempo inmemorial, y se la usaba para fabricar tinturas, pero no siempre era de buena calidad.
Arsenio Granillo nos relata que en la década de 1840, el ingeniero Pedro Dalgare Etcheverry, autor del plano de la Catedral, se había trasladado a Guatemala para buscar buenas semillas de añil. Las trajo y se metió de lleno en la aventura. Compró a José Manuel Silva tierras en Cruz Alta y quedó muy satisfecho con el ensayo. Su “tinta de añil” fue enviada a Londres por medio del ministro Mandeville y los británicos la consideraron “de primera calidad”. Pero después, en la práctica, las cosas no anduvieron bien. Dalgare Etcheverry carecía de capital para dotar a su fábrica como correspondía. Debió hipotecar la plantación, “de cinco cuadras de frente y una de fondo”, y aunque la Legislatura le concedió por dos veces (1852 y 1858) un privilegio exclusivo de fabricación, el ingeniero terminó arruinado.
La quimera
Sin embargo el entusiasta Brusa opinaba que era posible hacerse rico con el añil, si se invertían en la empresa las sumas adecuadas. Contagió su entusiasmo al gobernador y a dos de sus acaudalados primos, los industriales Wenceslao y Manuel Posse.
Asociados los cuatro, la cosa empezó a marchar. Compraron un campo en la zona de Carbón Pozo, departamento de Cruz Alta. Allí levantaron rápidamente edificios, cercos y abrieron acequias. El gobernador Posse, encantado, escribía a su gran amigo Domingo Faustino Sarmiento en 1864, para informarle: “he entrado en una especulación en gran escala sobre el cultivo y beneficio del añil, que se produce espontáneamente en nuestros campo”. Pedía que le enviase semillas de Guatemala para “comparar la calidad”. Le prometía: “en cambio, te levantaré una estatua pintada de azul”.
Edificios, cercos, canales de irrigación, todo se improvisó en un momento y se cultivaron varias cuadras de la planta. La primera cosecha fue magnífica y el entusiasmo por la nueva industria se comunicó a toda la población: Tucumán entero estaba de parabienes, la prensa dedicó algunas salvas y de todas partes llovían felicitaciones a los empresarios y a la provincia. Se decía que esta industria sería la principal riqueza.
Nos relata Páez de la Torre: Pero luego una plaga imprevista (el gusano) arrebató la cosecha. Sin desalentarse por el primer fracaso hicieron una fuerte sementera y continuaron los trabajos del establecimiento con igual entusiasmo.
La tragedia
Todo empezó a derrumbarse el 27 de septiembre de 1865. Ese día, Vicente Brusa se suicidó. Don Pepe, desolado, escribió a Sarmiento deplorando la pérdida de este joven “lleno de ciencia y con una inteligencia superior”. Había dejado una carta donde daba como causa de su tremenda decisión, el hecho de haberse “equivocado en los cálculos de nivelación de una acequia” en la planta añilera, ya que no tenía coraje para “sufrir la crítica”. En otra carta José Posse narraría lo que ocurrió con Brusa, en carta del 2 de octubre de 1865, al gobernador de Santiago, Absalón Ibarra. Le contaba que “aquel joven inteligente y sabio, nuestro compañero en la empresa del añil, se ha suicidado el 27 de septiembre a las 4 de la tarde con una dosis de veneno. Los auxilios de la medicina llegaron tarde, porque solo en las convulsiones de la agonía se conoció el estado del malogrado Brusa”. Agregaba: “la causa impulsiva de la catástrofe la reveló él mismo, en una carta que dejó a la cabecera de la cama. Se había equivocado en la nivelación de una acequia que sacaba para Wenceslao Posse, y al concluir el trabajo recién conoció el error. Su amor propio, sin que nadie le tomara cuenta de ello, se sintió herido y temiendo el ridículo y la censura como hombre de ciencia, hizo punto de honor y tomó la resolución extrema de quitarse la vida, dejándonos en la mayor consternación”.
Sumado a esto, Brusa ya por entonces noviaba con Lelia (como vimos, hija de uno de los socios en la empresa añilera), cosa que gravitó en la extrema decisión del muchacho. Apresurada por lo demás ya que a poco andar, llegó el agua a la acequia. Toda la familia quedó afectada por la pena, ya que era un muchacho querido y que auguraba un gran futuro, más allá del resultado de la especulación comercial.
Los Posse no perdieron las esperanzas. La semilla que habían plantado era la indígena, y pensaban que sustituyéndola por la de Guatemala o por la de Bengala, podrían encarrilarlo todo.
Cartas a Sarmiento
Sarmiento, por entonces de viaje por Estados Unidos se comprometió a enviar muestras de semillas que allí existían y que habían demostrado gran rendimiento. Pero el tiempo pasaba y el encargo no llegaba. Don Pepe ansioso preguntaba con insistencia a su amigo ¿Por qué no le enviaba esa semilla, ya que “la necesito como al agua el sediento”, clamó. Le agregaba que sin duda, “los yanquis han de tener publicada alguna obra sobre ese ramo de la industria: si la hay, mándamela”. Le parecía que los malos resultados venían de “la falta de inteligencia” en Tucumán, para el cultivo y la industrialización.
Así lo decía en una carta de despedida, pero la opinión pública decía que la única causa era el desastroso resultado que preveía a la empresa que había originado. La trágica muerte de Brusa pareció oscurecer el negocio. La plantación solo brotó en escasos manchones; al año siguiente, se repitió el cuadro, agravado, porque con la cosecha volvió el gusano, dejando a los socios el desaliento y la convicción de abandonar la empresa.
El 20 de julio de 1868, don Pepe Posse escribía desolado a Sarmiento: “Sin la revolución de junio habría ido este año al senado, ese asilo de inválidos y no pocas veces de idiotas, pero aquel acontecimiento me cortó las alas... fuí habilitado como abogado hace muchos años y tuve el recurso de vivir de la profesión cuando me alejé de la vida pública, pero estos bárbaros en un acto brutal me han despojado de aquel derecho adquirido y ejercido con honor. Me arruiné con la especulación del añil, y me tienes ahora sin oriente encerrado en mi casa para evitar persecuciones e injurias con mi familia de cinco hijos cuyo porvenir agrava las congojas de mi espíritu”.
El ingenio San Vicente
Sobre la base de la estructura añilera, don Manuel junto a su hermano Wenceslao, fundaron el ingenio San Vicente (en honor a su padre, don Vicente Posse Tejerina), en Ranchillos. En 1866, al encargar don Wenceslao la maquinaria para el ingenio Esperanza, realiza también un importante encargo a la casa Fawcet y Preston de Liverpool para el ingenio de Ranchillos, los que indica que San Vicente fue una de las primeras fábricas en modernizarse.
En 1870, la fábrica pasó íntegramente a don Manuel quien luego la refundaría en 1882, a unos kilómetros de distancia; poniéndolo a la vanguardia de los ingenios de la provincia, en los años duros de la carrera por la modernización azucarera. Ese mismo año, Granillo lo anotaba como uno de los más adelantados de la época. Según noticias de la “Memoria Histórica” de ese año: “Las maquinarias del ingenio San Vicente tendrán para esta zafra un poder más o menos igual al del ingenio de los Sres. Wenceslao Posse e hijo”. Eran de la casa Cail y C.A. de París.
En 1887, durante los graves sucesos acaecidos por la revolución juarista que derrocó a su hermano don Juan Posse de la gobernación, don Manuel -quien debía unos créditos al Banco Nacional por la compra de maquinarias para su fábrica- se vio cercado por las imposiciones del gerente de esta entidad, que tenía la orden de ahorcar financieramente a los enemigos políticos de Juárez Celman. Resultado de ello, San Vicente será rematada al año siguiente. Luego pasó a don Abraham Medina hasta 1897 en que quebró víctima de la gran crisis azucarera de esos años. La mayor zafra de este ingenio fue en 1895, año en que produjo 1.628 toneladas.
Hasta hoy, la gente de la zona sigue llamando “El Añil” al lugar donde se llevó a cabo la catastrófica experiencia. Lo único que queda de esa fábrica, en medio de una maraña de arbustos espinosos, es la llamada “chimenea mota”, porque tiene rota la parte superior de sus antiguos 30 metros de altura.
Nota final: Lelia Posse se casó años más tarde con don Pedro Alurralde, formando una familia sólida. Tuvieron varios hijos y ella llegó a conocer a sus bisnietos, pero el nombre de Vicente Brusa nunca se esfumó en la familia, como homenaje a su memoria o como el eco de un amor que no fue…
Fuentes: Arsenio Granillo: Provincia de Tucumán, serie de artículos descriptivos y noticiosos, mandados a publicar por SE el sr. gobernador Federico Helguera. Año 1870, para la Exposición de Córdoba, editado en Tucumán en prensas de La Razón. Epistolario entre Sarmiento y Posse, Museo Histórico Sarmiento, Buenos Aires, 1946.- Carlos Páez de la Torre, “Suicidio por el Añil”, La Gaceta, 30 de Diciembre de 2017- Carlos Páez de la Torre, “El Italiano del Pararrayos y el Añil”, Domingo 18 de septiembre de 2011. “Los Posse, el Espíritu de Un Clan”, José María Posse, Editorial Sudamericana, 1993.