Las peores listas están de regreso

Las peores listas están de regreso

“Este trono de reyes, esta isla sometida a su cetro, esta tierra de majestad, esta sede de Marte, este otro Edén, este semiparaíso, esta fortaleza que la naturaleza ha construido para defenderse contra la invasión y el brazo armado de la guerra, este florido plantel de hombres, este pequeño universo, esta gema engastada en mar de plata que le sirve de muralla defensora o de foso protector de un castillo contra la envidia de naciones menos venturosas (…), ahora está encadenada al oprobio, con borrones de tinta y lazos de corruptos pergaminos”. Ricardo II, de William Shakespeare. Acto II, escena I.

En 2009, el Museo del Louvre le encargó a Umberto Eco (1932-2016) organizar una serie de conferencias y exposiciones sobre el tema que él escogiera. El autor de “El nombre la rosa” no dudó: las listas. O, también, el elenco. O como él mismo admite, los catálogos o, sencillamente, las enumeraciones. De esa experiencia nació un libro: “El vértigo de las listas”.

La historia de la humanidad (desde la escritura hasta hoy) está atravesado por las listas. Las hay en los libros de Eco y, también, en la “Ilíada” y la “Odisea”, de Homero. Las hay en el ticket del restaurante y también en el inventario de una biblioteca. Están en el Evangelio de Mateo, respecto de la genealogía de Cristo, y en el teatro de Shakespeare. En “El vértigo de las listas” hay listas de listas. Y en el capítulo 13 hay una distinción esclarecedora. Explica Eco que “hay dos modos de conocer y definir las cosas”. Una consiste en la “definición por propiedades”. La otra, en la “definición por esencias”. Las primeras, anota el semiólogo italiano, son las comunes. Las otras, en cambio, encarnan “el sueño de toda filosofía y toda ciencia, desde los orígenes griegos”.

La Argentina, por supuesto, desafía esa lógica. El martes, cuando el Gobierno nacional conoció la derrota en Diputados, la Oficina de la Presidencia de la Nación difundió una lista. Contenía un elenco. Enumeraba miembros de la Cámara Baja, pero no los definía por sus propiedades políticas. Todos son representantes del pueblo y, según cómo se comportan en el recinto, pueden ser identificados como “oficialistas”, “opositores” o “dialoguistas”. En cualquier caso, son categorías que corresponden a lo que “hacen”. Por caso, los miembros del bloque Unión por la Patria, hasta el 9 de diciembre, eran del mismo signo que la Casa Rosada, y al día siguiente pasaron a ser adversarios.

Pero la nómina que difundió el Poder Ejecutivo Nacional fue de otra índole. Calificó (o más bien descalificó) a los diputados según dos “esencias” propuestas por el propio Javier Milei. “Esencias” que, esencialmente, son la esencia de la antidemocracia. “Aquí la lista de los leales y los traidores que usaron el discurso del cambio para poder rapiñar una banca… Pesen y vean a los enemigos de una mejor argentina”, escribió el jefe de Estado en su cuenta de “X” (ex Twitter) para presentar el detalle de quienes habían votado, durante el tratamiento en particular, en favor de cada uno de los artículos del proyecto de “Ley Ómnibus”; y a quienes habían objetado su contenido.

La reacción presidencial contra el fracaso de su megaproyecto, que originalmente contaba con 664 artículos, enciende las más diversas alarmas acerca de los estándares de calidad institucional del oficialismo, que mañana cumplirá, apenas, dos meses en el ejercicio del poder.

La primera sirena suena respecto de la lista en sí misma. Cuando Milei cataloga de “leales” y “traidores” a los diputados, toma el nombre del pueblo en vano. Los diputados sólo plantearon reparos contra determinados contenidos de un proyecto de ley que, la semana pasada, había sido aprobado en general. Entonces, son “leales” y “traidores” respecto de lo que el mandatario quiere. O sea, el Presidente asume que él, y sólo él, es el único intérprete de lo que el pueblo quiere y necesita. Ese es primer perfil requerido para el identikit de un populista.

Los que eligieron Presidente a Milei son exactamente los mismos argentinos que eligieron a los diputados. Esos ciudadanos votaron por un cambio. Quisieron un cambio en la Casa Rosada y descartaron la propuesta del peronismo. Y también quisieron un cambio en el Congreso: no hay ninguna mayoría parlamentaria allí. El PJ, de hecho, perdió su histórico control del Senado. En la Cámara Baja sólo hay bancadas minoritarias. Consecuentemente, todo cuanto quiera aprobarse demandará consensos. Es decir, el cambio que se votó es la opción por el diálogo.

En el proceder del oficialismo, sin embargo, la única lectura admisible parece ser que, en noviembre, el pueblo votó que se haga todo cuando Milei quiere. Y sólo de la manera en que él lo quiera.

Esto deriva en la segunda alarma. En la fila de los “traidores” aparecen diputados que sólo votaron contra un inciso del proyecto de “Ley Ómnibus”. Ello lleva a pensar que Milei no quiere “leales” a sus propuestas, sino incondicionales. Y pocas palabras son tan antidemocráticas como esa. La única incondicionalidad admisible en la república es con respecto a la Constitución y el imperio de la ley.

Dicho de otro modo, ¿para qué sería diputado un ciudadano si ni siquiera puede oponer reparos a un solo inciso, de un solo proyecto de ley, de 664 artículos? La opción maniquea del “por sí o por no” era la chicana discursiva de Sergio Massa en el debate previo al balotaje. La sociedad, en noviembre, votó en contra de esa concepción meramente binaria de la realidad. ¿Los libertarios no tomaron nota de que eso también es parte del cambio expresado en las urnas?

La tercera alarma que se enciende, precisamente, tiene que ver con la lectura de los resultados de los comicios. Y, sobre todo, respecto de su interpretación. En las PASO de agosto, Milei obtuvo el 30% de los votos y fue el candidato más votado. En la primera vuelta, en octubre, repitió el mismo porcentaje y terminó segundo. Sólo en la segunda vuelta se consagró con el 56%, cuando sumó los votos de quienes estaban dispuestos a votar cualquier opción contraria a lo que ofrecía el cuarto gobierno kirchnerista. De modo que Milei ganó con una mayoría tan contundente como volátil.

La prueba de ello es la representación parlamentaria de los libertarios. Sólo 38 de 257 diputados y apenas 8 de 72 senadores. ¿Exactamente cuál parte de su condición minoritaria en el Congreso no entiende Milei? ¿O su concepción de la democracia es que los otros bloques no tienen derecho a plantear condiciones en una negociación, sino que su única salida es el sometimiento? Por caso, Milei cuenta con el acompañamiento de los diputados del PRO, pero a cambio debió aceptar los condicionamientos de ese partido: Patricia Bullrich, presidenta del PRO, y Luis Petri, el radical que fue su compañero de fórmula, son los ministros de Seguridad y de Defensa. Y Luis Caputo, ministro de Finanzas en la presidencia de Mauricio Macri, es ahora el ministro de Economía de la Nación.

¿Las condiciones de unos son admisibles y las de otros son extorsivas? La pregunta gotea sobre la última incertidumbre oficialista: la posibilidad de que sean echados los funcionarios del partido Hacemos Juntos por Córdoba. ¿Dos meses es todo lo que duran las alianzas de este gobierno de minorías parlamentarias? ¿Con quién va a gobernar en seis meses?

Una cuarta sirena que ulula en la institucionalidad argentina es la frontera que separa el discurso de la campaña y la realidad de la gestión. Milei, en su exitoso proselitismo, se presentó desde diversas facetas: desde el fundador de un nuevo país hasta el prototipo de un nuevo dirigente, pasando por ser el representante de las fuerzas del cielo. Pero, a los efectos institucionales, fue elegido Presidente de los argentinos. Nada menos. Pero nada más. La Argentina ya ha tenido experiencias de mandatarios que olvidaron, precisamente, este mandato. “Yo dejo de ser el jefe de la Revolución para pasar a ser el Presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios”, aseveró Juan Domingo Perón en julio de 1955, apostando por la pacificación de un país convulsionado. Era, por desgracia, demasiado tarde. Poco después llegaría otro infame golpe de estado: la “Revolución Fusiladora”.

Con independencia de sus metas, el pueblo votó a Milei para que gobierne la Argentina. Para que baje la inflación. Y para que “la casta” pague el ajuste. Los índices del Indec y la designación de Daniel Scioli en el Gabinete no se ajustan, por lo pronto, a ninguna de esas expectativas.

Una quinta bocina de advertencia suena en torno de que las reacciones del oficialismo tras su derrota en el Congreso riñen con la naturaleza ideológica del Gobierno. O al menos, con la que Milei dijo que su gobierno encarnaría. Concretamente, el ideario del liberalismo no es otro más que el del constitucionalismo. La “Era de las Constituciones” es, sin más, la “Era del Liberalismo”. La Argentina es un ejemplo acabado de ello: la Constitución Nacional histórica es una obra liberal. La inspiró Juan Bautista Alberdi, que sufrió tanto la anarquía de una nación que libraba la guerra civil al mismo tiempo que la guerra de la independencia; y la tiranía de Juan Manuel de Rosas. Para no caer en un extremo ni en otro, diseño un presidencialismo fuerte, pero ceñido por el control político del Congreso. Aquí, el Estado de Derecho manda a gobernar a través del Congreso, no al margen de él.

Ese diseño constitucional plantea que la democracia es la materia y que la república es la forma. Sin embargo, frente a la derrota en Diputados, producto de la incapacidad del Gobierno de minoría parlamentaria para encontrar consensos, el Gobierno vuelve a amenazar con una consulta popular. Una consulta que, de darse, sería no vinculante, porque no sería convocada por el Congreso; y que sería dudosamente constitucional, porque pretende suplir funciones del Congreso. Ahí, en Diputados y en Senadores, es donde deben debatirse las leyes. Lo contrario es pretender reemplazar la democracia republicana por una democracia plebiscitaria, es decir, reemplazar una democracia sustancial por una meramente formal. Eso no figura en los manuales de liberalismo. Aparece, en cambio, en todos los recetarios populistas. Por cierto: ¿664 preguntas tendrá la consulta popular?

En la Torá se da cuenta que los hombres no pudieron construir la Torre de Babel por la confusión de lenguas. El proyecto de “Ley Ómnibus”, como se avisó aquí, era una Babel: unos avalaban las declaraciones de emergencias, pero no la transferencia de facultades parlamentarias. O apoyaban la reforma del Estado, pero no el paquete fiscal. Los que convalidaron la norma, en general, tenían desacuerdos en particular. Coherentemente, esa Babel legislativa tampoco pudo ser concretada.

Si el Gobierno insiste en su diatriba, imposible de traducir en términos democracia, de república y de constitucionalismo, difícilmente pueda construirse algo más que borrones de tinta muerta. Y jirones de proyectos de ley. Y una cadena de oprobios. Entre otras listas malditas.

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