El sentimiento más democrático

El sentimiento más democrático
14 Febrero 2024

Manuel Martínez Novillo

Escritor y docente universitario

Su último libro es el poemario “Un invierno fuera de casa” (2023)

Hay una forma, digamos, académica de escribir poesía. Es la de aquellos que escriben pensando en qué academia los leerá y los comentará. Imaginan qué se dirá de ellos en aulas universitarias o en actas honoríficas o en Wikipedia. Y, como sugirió Fogwill una vez, quien escribe sólo preocupado en obtener becas y honores, termina escribiendo para los jurados y no para los lectores.

Esos “jurados” son, a menudo, un tipo distinto de lectores. Son lectores, digamos, académicos que leen buscando que la poesía logre algo distinto que aquello que hace la literatura, que es, en principio, tratar con profundidad las sentimientos y pensamientos que conciernen a los seres humanos. Esperan, en cambio, que la poesía realice actos académicamente relevantes como explicar las modas de una época, revivir a los clásicos, hacer justicia social o ilustrar una teoría.

Algunos poetas buscan contentar a esos lectores y escriben sobre esos temas. Esa poesía no suele estar interesada en el amor, o, para el caso, en ningún sentimiento (o contenido mental) que cruza la vida de las personas, como la felicidad, la frustración o la miseria. Estos asuntos no parecieran ser de interés cuando uno está ocupado en empresas tales como versionar las tres etapas del viaje de Dante Alighieri, explicar la teoría física de las cuerdas en verso o exponer la naturaleza prejuiciosa de la sociedad actual.

Por suerte, a la mayor parte de la gente que lee le gusta leer sobre las cosas que les pasan a las personas, y no están interesados en formar parte de la ambición curricular de un académico. Prefieran leer sobre cómo otros sienten y piensan cuando, por ejemplo, les ocurre la alegría o el dolor. Es por eso que hay todavía poetas que escriben sobre la pena, la esperanza y la pérdida. Y, por supuesto, sobre el amor, que es, quizás, el sentimiento más democrático de todos, el que todos vivimos o esperamos vivir; el que todos perdemos, alguna vez, y esperamos recuperar, y que a nadie le pasa desapercibido.

Así todavía tenemos a poetas contemporáneas como la norteamericana Ada Limón que cuenta que su mascota actual vivió con la mujer anterior de su marido y revela que “nunca le conté que algunas noches / cuando la toco me pregunto / si la gata está sintiéndome a mí / o sólo recordando el tacto / de su última dueña” (2022, traducción mía). Esa precisa y potente mirada es acaso continuadora de la de otra norteamericana, Adrianne Rich, que escribió casi cincuenta años antes con similares intereses humanos. Rich confiesa que en la adultez su felicidad es más firme que en la juventud y le dice a su pareja: “A los veinte, sí: pensábamos que íbamos a vivir para siempre. / A los cuarenta y cinco, quiero conocer incluso nuestros límites. / Te toco sabiendo que no nacimos ayer; / y de algún modo, cada una va a ayudar a la otra a vivir; / y en algún lugar, cada una va a ayudar a la otra a morir.” (1976, traducción de Sandra Toro).

Un tercer poeta, a diferencia de Rich, añora el amor y el deseo de sus años juveniles. Abre una carta que recibió de alguien a quien no nombra: la lee y la relee. Al cabo cierra el poema diciendo: “Y melancólicamente salí al balcón. / Salí para distraer mis pensamientos mirando / a la ciudad que amo, un poco / del movimiento en las calles y en las tiendas.” (traducción de Lázaro Santana). Quien escribe con tan profunda simpleza es el griego Konstantinos Kavafis, que compuso el poema en 1917. Podría haber sido escrito ayer, y leído, sin dudas, con placer y asombro hoy.

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