Por Hugo E.Grimaldi
La Argentina es una enfermedad de mil llagas: dónde se toque salta el pus. Es la consecuencia de años y años de haber vivido del facilismo que la sociedad no sólo toleró, sino que en su mayoría votó para entronizar el sistema de dolencia permanente, como un método casi mágico para ir siempre “para adelante”. Así, se hizo carne la cultura de la adicción al gasto público (y la tolerancia a todos los desvíos hacia el bolsillo gigante de la corrupción), el mal que ahora se intenta controlar. A casi nadie le parece extraño querer salir de ese pozo de una vez por todas.
Javier Milei es el natural producto de todo ese desvarío, el convocado para corregirlo y la divergencia no parece estar en el objetivo sino en la manera de reformular el cuadro económico que enmarca la decadencia argentina de casi un siglo. La idea del actual Presidente fue no repetir la experiencia de Mauricio Macri, a quien embalaron con el gradualismo meditado, proceso que lo fue cocinando poco a poco. Quizás para certificar que los terremotos pueden aparecer además de Nueva York en cualquier lugar, Milei está yendo por la otra vereda, la del shock, con un lastre objetivo a cuestas: él decidió caminar por el cordón haciendo equilibrio e ir siempre para adelante, aún a riesgo de tropezar y caer.
El problema número uno que el Presidente no consigue sintonizar es su natural propensión a meter un elefante en el bazar, cuando los procesos de ajuste parecen requerir precisión de cirujano. Quizás porque cree que ser disruptivo le da rédito frente a la sociedad, él suele combinar sus teorías de laboratorio con algunas decisiones o dichos explosivos que finalmente lo condicionan y le hacen gastar mucho más tiempo al proceso. Tan prolijo era Macri que lo timorato de su estrategia finalmente lo perdió; tan desprolijo es Milei que no tiene por debajo casi ninguna red que modere el eventual porrazo.
Guillermo Francos con los gobernadores y el Congreso, Diana Mondino en lo internacional y Luis Caputo en los temas económicos parecen ser los tres funcionarios con mayor tolerancia a poner la cara para reparar algunos desaguisados del Presidente. El ministro de Economía es quien tiene más clara la Hoja de Ruta de causas y de efectos que se ha ido construyendo en estos casi cuatro meses, aún con los zigzags presidenciales: ajuste fiscal, no emisión, superávits, crecimiento, baja de impuestos, acumulación de Reservas (“aún son negativas”, dijo), salida del cepo, recuperación económica, paritarias, etc. Probablemente, todo vaya más o menos bien, hasta que la verborragia de Milei meta la cola.
Si el ex presidente Macri era un remilgado, el actual se asemeja a un chapucero: está en su naturaleza. Y ése es otro de los problemas, ya que al equipo libertario el futuro se le viene encima y la carrera central es hoy contra el reloj para que la misma gente que puso toda su voluntad para acompañar la salida de la adicción no quiera recaer. Justamente, lo que resulta vidrioso todavía es conocer el grado de compromiso que tiene la sociedad para lograrlo: su aguante. ¿Cueste lo que cueste?, ése el gran interrogante que engloba el saber cuál es el umbral de tolerancia social para soportar la abstinencia que implica todo proceso de remisión, desde la droga más potente, al alcoholismo o el sobrepeso.
La corrección de cualquiera de estos excesos, tal como sucede con el control del gasto público desenfrenado, requiere siempre de profundos ajustes que pueden ser difíciles de implementar, pero que son necesarios para restaurar tanto la salud como la estabilidad. La pérdida de peso implica, por ejemplo, calibrar la dieta y el estilo de vida hacia modalidades que pueden ser desafiantes y dolorosas. Esto incluye reducir la ingesta de calorías, aumentar la actividad física y adoptar hábitos más saludables. A menudo, las personas enfrentan tentaciones, restricciones alimentarias y presiones sociales durante el proceso y quieren volver para atrás.
A su vez, la disciplina económica para controlar el gasto público conlleva ajustes en las políticas fiscales, presupuestos gubernamentales y programas sociales, con recortes en el gasto, no poder al inicio bajar impuestos para dinamizar la economía y una serie de reformas estructurales para restaurar la estabilidad financiera. Si bien son medidas necesarias para alcanzar objetivos de estabilidad económica a largo plazo, estos ajustes hoy son más que dolorosos para ciertos sectores de la sociedad y es probable que generen cada vez más resistencias y protestas. Así lo ha advertido más de una vez el Fondo Monetario cuando habla de “mejorar la calidad del ajuste fiscal” y de “generar apoyo social y político para ayudar a garantizar la durabilidad y eficacia de las reformas”.
Este es el tiempo que el Gobierno busca estirar a como dé lugar para no tener que lidiar con una restricción clave, la de las encuestas que habitualmente le nublan a la política la acción del día a día. En este punto, el dilema del Presidente se hará mucho más grande. En términos económicos, como seguramente le gusta a Milei, ¿sigue haciendo la de él y continúa ofertando un doloroso ajuste que probablemente tendrá menos costos hacia el futuro o se allana a la demanda de parar la pelota y empieza a gradualizarse al estilo Macri?
Es verdad que toda esta delicada cuestión de fondo tiene que convivir necesariamente con un día a día caótico, con la Ley de Bases, el DNU, la pretensión de sumar jueces a la Corte y el lastre de Ariel Lijo, la reducción del Estado, la acción gremial, la suba de precios y tarifas, la recesión, la pérdida de recaudación, el Fondo Monetario, el cepo, la compra de dólares, el blooper del aumento a funcionarios, el alineamiento con los Estados Unidos, la relación con Victoria Villarruel y hasta con el tema de los mosquitos y muchos etcéteras más. Son demasiados penales para un solo arquero, pero es evidente que en esa dimensión el Presidente está en su salsa. “Peor eran los tiempos de Alberto Fernández donde todo se dejaba para el día siguiente”, justifican en la Casa Rosada.