Michel Foucault dedicó el curso del ciclo lectivo 1974-1975, en el College de France, a “Los anormales”. Tal es el título del libro que reúne esas clases. El filósofo francés formuló entonces un aconsejamiento de hierro: “Las novelas de terror deben leerse como novelas políticas”. Pocas claves son tan oportunas ante el fallo contra José Alperovich por abuso sexual, y su inmediata detención. Hechos que estremecen a la política, a la sociedad tucumana y a la historia comarcanas.
Entre los clásicos occidentales, dos novelas arquetípicas de terror publicadas en el siglo XIX explican la guía dada por Foucault. Por orden de aparición, la primera es “Frankenstein o El Moderno Prometeo”, de Mary Shelley, publicada en 1818. El engendro creado por Víctor Frankenstein es el monstruo de la destrucción. Un monstruo que viene “de abajo”, hecho con pedazos de varias personas anónimas. Es la representación de la anarquía y de su violencia desatada, materializada en la “Masacre de Septiembre”, en el marco de la Revolución Francesa de 1789.
La segunda es “Drácula”, publicada en 1897. El de la novela de Bram Stoker es el monstruo “de arriba”. Príncipe y vampiro, no busca la destrucción, sino la dominación. Es el “señor” de los seres inferiores (al ser un noble, la mayoría de los seres humanos son “inferiores”). Y hay otro elemento que lo distingue de la abominación de Frankenstein: aunque violento y criminal, Drácula es lascivo. En decir, encarna la suma de los excesos del poder absoluto de las monarquías prerrevolucionarias.
En este punto es donde la sentencia contra el ex gobernador adquiere múltiples dimensiones. Por un lado está la sentencia contra el crimen perpetrado por un hombre en contra de una mujer, que el juez Juan María Ramos Padilla ha dado por probado. Por otro lado, el fallo representa una estaca clavada en el pecho de un proyecto político que tuvo, por norte, la búsqueda del poder absoluto.
El alperovichismo lo buscó de manera sistemática. Alteró la naturaleza de los DNU para que quedasen firmes si no tenían tratamiento parlamentario. Con lo cual, el gobernador, cabeza del Poder Ejecutivo, pasó a detentar facultades legislativas casi irrestrictas. Después de conseguir que se gobernase con las normas que a él se le antojasen dictar, reformó la Constitución para que su decisionismo fuera absoluto. Se reservó para sí el diseño del órgano que propondría a los jueces; y le dio mayoría política total al órgano que removería a los magistrados, sin siquiera garantizar una minoría opositora. Le dio rango constitucional a la Junta Electoral Provincial, pero por primera vez desde 1983 determinó que de los tres miembros, dos serían del Poder Ejecutivo. Dispuso que los funcionarios que fuesen candidatos no podían ser obligados a pedir licencia durante la campaña. Y hasta soñó con la eternidad que prometía Drácula: habilitó la reelección, y para él se habilitó un tercer mandato consecutivo. Y reservó una carta más: si después de 12 años quería más mandatos, podía habilitarlos por la vía de una inédita “enmienda legislativa”. Un verdadero rosario de excesos.
Salvo el privilegio de la “re-reelección”, los otros atropellos fueron fulminados por la Justicia. Así que el alperovichismo (la versión del PJ en las dos primeras décadas de este siglo) decidió que si no podía gobernar con sus propias normas, tampoco respetaría las otras. Nunca se dictó la Ley del Voto Electrónico, así que jamás se aplicó; ni la Ley de Régimen Electoral y los Partidos políticos, con la que pudieron haberse limitado los acoples; ni la ley reglamentaria de la autonomía municipal, para garantizar el federalismo provincial. Ni siquiera actualizaron Ley de Acefalía.
Prometió el 82% móvil a los jubilados, pero lo incumplió. Eliminó la obligación estatal de publicitar los llamados a licitación en los medios. En materia de obras públicas, permitió que las grandes constructoras pudieran subcontratar obras en beneficio de empresas recién creadas que no reunían los requisitos para que el Estado les adjudicara esos trabajos. Otorgó las 5.000 viviendas de Lomas de Tafí por adjudicación directa. Obturó la sanción de una Ley de Acceso a la Información Pública. Mantuvo intervenidos los organismos autárquicos, y en uno de ellos, la Caja Popular de Ahorros, persiguió y cesanteó trabajadores, lo cual detonó paros nacionales de la Asociación Bancaria.
Y a no olvidar el epítome de la impunidad encarnado por el asesinato de Paulina Lebbos. Fueron condenados por encubrimiento desde el fiscal que instruyó la causa hasta la cúpula del área de Seguridad Ciudadana del alperovichismo. Eso sí: no hay imputados de ese crimen.
Toda esta sistemática construcción de un poder absoluto, por cierto, no fue ajena a la sociedad tucumana, en sus diversos estratos. Ni tampoco al gobierno nacional. Por ello es tan profunda y masivamente estremecedor el fallo contra una de las facetas de sus inconmensurables excesos.
En primer lugar, porque Alperovich está privado de la libertad, pero el alperovichismo cultural pervive. Quienes fueron estrechos colaboradores del ahora condenado ex gobernante se encuentran desempeñando gravitantes cargos en los más diversos niveles y poderes provinciales y municipales.
En segunda instancia, el fallo actualiza sin escalas no sólo la faz del kirchnerismo en su versión tucumana, sino el relativismo moral “K”. No hay dudas que muchos adhirieron a ese proyecto político con genuina convicción, pero el “Caso Alperovich” deja al desnudo que muchos otros sólo fueron oportunistas: ilustres arrendatarios de discursos de derechos humanos. Y en las más altas esferas. Salvo la senadora mendocina Anabel Fernández Sagasti, el peronismo de la Cámara Alta se dedicó a proteger a Alperovich. Hasta el punto que tras la denuncia, le dieron una augusta “licencia”. Léase, lo atroz del crimen de Alperovich no le costó la banca a él, sino a los tucumanos, que estuvieron dos años con su representación senatorial menguada. El, en tanto, siguió con fueros.
En tercer término, la sentencia también cuestiona a mucho del periodismo tucumano. En estas horas germinarán numerosos “héroes retroactivos”, que estrenarán vestiduras rasgadas, después de 12 años de complacencia hacia el alperovichismo. Hay periodistas a los que les gustó mucho ser amigos del mandamás. Al régimen había que investigarlo y exponerlo en tiempo real, tal y como se avisaba semana a semana en LA GACETA. Hacerlo recién ahora es para las cátedras de Historia.
Ultraje constitucional
Finalmente, la decisión judicial interpela a la mayoría de los tucumanos. El alperovichismo concretó el ultraje constitucional mediante la reforma de 2006. Al año siguiente consiguió la reelección con más del 70% de los votos emitidos. La democracia pavimentadora descubrió entonces que podía canjear institucionalidad por cordones cuneta. Una monstruosidad republicana que, inclusive, expone que el vampiro de Transilvania era más generoso: a cambio de la sangre, ofrecía vida eterna.
Diez años después de la Revolución Francesa, el pintor español Francisco de Goya presentó un aguafuertes de nombre premonitorio: “El sueño de la razón engendra monstruos”. Alude a que cuando la razón se duerme, toda clase de males llegan volando. La conciencia ciudadana adormecida engendra la monstruosidad del poder absoluto.