Franco Colapinto: el playboy moderno que reavivó la pasión por la F-1

Lo de Copilanto fue un boom. Durante meses se habló muchísimo de lo que hacía en la pista y fuera de ella. Lo de Copilanto fue un boom. Durante meses se habló muchísimo de lo que hacía en la pista y fuera de ella.

Hay una curva en la memoria que los argentinos toman con nostalgia: los días de Juan Manuel Fangio domando Europa con su temple inquebrantable, o los domingos en los que Carlos Reutemann hacía vibrar cada rincón del país al ritmo de la aceleración. La Fórmula 1 había sido, para muchos, una pasión que se mantenía dormida... Hasta que llegó Franco Colapinto.

Su irrupción en la categoría reina fue un chasquido que reavivó algo que parecía olvidado. En poco tiempo, el joven nacido en Pilar no sólo se ganó un asiento en la grilla principal; también encendió un fervor que parecía reservado para otros deportes. “Es nuestro nuevo ídolo”, dejaron en claro algunos usuarios en las redes sociales que hierven cada vez que aparece su nombre. En un país en el que el fútbol es indiscutido número uno, Colapinto logró lo impensado: que la velocidad de un monoplaza volviera a ser parte de las conversaciones cotidianas.

El piloto tiene esa mezcla de destreza y desparpajo que define a las estrellas. No es el hombre parco y reservado de Balcarce (Fangio); tampoco el ingeniero calculador que supo brillar (Reutemann). Franco es un chico del siglo XXI, disruptivo y magnético. Su talento es innegable, y sus logros iniciales (aunque fueron impresionantes) no son el único combustible de su popularidad. Está también su carisma, ese halo de irreverencia que lo convierte en una figura tan fascinante tanto dentro como fuera de la pista.

En Austin, durante el Gran Premio en el Circuito de las Américas, logró algo que pocos esperaban: sumar puntos con un Williams que muchos consideraban inestable. “El auto no estaba para pelear adelante, pero sé sacarle lo mejor”, declaró con una sonrisa que mezcla confianza y descaro. Esa actuación no sólo le ganó el respeto de compañeros y rivales; también lo consolidó como una de las promesas más emocionantes de la Fórmula 1.

En los boxes de Williams, su equipo, reconocen que Colapinto es más que un piloto talentoso: es un comunicador nato. En un deporte en el que cada palabra está medida, Franco no teme ser sincero. Habla de sus sueños, de los sacrificios que lo trajeron hasta aquí y del amor por las carreras que alimenta cada día. “Cuando estoy en el auto todo desaparece. Sólo existo yo, el motor y la pista”, afirmó tiempo atrás. Esa pasión es contagiosa y ha hecho que miles de argentinos vuelvan a vibrar con la Fórmula 1, una categoría que había quedado relegada en el imaginario colectivo.

Pero el éxito en la pista es sólo una parte de su historia. Al igual que Fangio y que Reutemann, lleva consigo el peso de representar a la Argentina en un escenario global. Sin embargo, a diferencia de sus predecesores, lo hace en una época en la que las redes sociales amplifican cada movimiento, cada palabra, cada gesto. Franco entiende ese juego y lo disfruta con maestría. Las publicaciones en Instagram, las interacciones con fanáticos y su actitud relajada lo han convertido en una figura mediática de gran impacto.

En una rueda de prensa en Monza le lanzó un piropo a una periodista que lo dejó en las primeras planas, más por galán que por piloto. Los titulares no tardaron en catalogarlo como el nuevo playboy de la Fórmula 1, calificación que él parece llevar con orgullo. Días después se lo vio charlando con Eugenia “China” Suárez durante un evento en París, alimentando rumores que, como sus giros rápidos en la pista, dieron la vuelta al mundo.

Días más tarde aparecieron videos en los que ambos parecían intercambiar besos y hasta se hizo viral uno en el que una fanática los filmaban mientras el piloto y la modelo intentaban escabullirse por las calles de Madrid.

“No soy un modelo de perfección, soy un piloto que también disfruta de la vida”, dijo en una entrevista reciente. Y es esa dualidad la que lo hace tan intrigante. Por un lado, está el piloto decidido, capaz de soportar las fuerzas G que desgarran el cuello en cada curva; el joven que pasa horas en simuladores y entrenamientos físicos para alcanzar la excelencia. Por el otro, está el chico de 20 años que se divierte, que sonríe y que no teme al escrutinio público.

Su familia también juega un papel crucial en su historia. Los Colapinto recuerdan los primeros días en los karts, los viajes eternos para competir en campeonatos locales, los desafíos para hacer un buen papel en la Fórmula 2 y los sacrificios económicos que implicaron apostar por el sueño de Franco. “Siempre supimos que tenía algo especial”, comentó su padre, que lo acompaña en los Grandes Premios. Esa cercanía familiar es parte de lo que mantiene a Franco con los pies sobre la tierra, incluso cuando el mundo de la Fórmula 1 está lleno de distracciones y de presiones.

La comparación con Fangio y con Reutemann es inevitable. Fangio, con su dominio absoluto de las pistas europeas, y Reutemann, con su mezcla de talento y hermetismo, dejaron una marca imborrable en la historia del automovilismo argentino. Colapinto, aunque todavía es joven y transcurre el inicio de su carrera, parece estar escribiendo su propio camino. Su estilo es menos clásico y más contemporáneo, menos contenido y más explosivo. Pero su impacto en el deporte y en la cultura popular resultan innegables.

En las calles de Buenos Aires, los murales con su rostro empiezan a aparecer. En las tiendas de merchandising, las camisetas con su nombre se agotan rápido. En las redes sociales, los debates sobre su futuro son tan apasionados como los que se generan en torno a Lionel Messi, a Diego Maradona o cualquier figura de la Scaloneta. Y no sólo en Argentina: en Europa, los fanáticos también empiezan a ver en Colapinto a una figura que puede desafiar los grandes nombres de la categoría.

El impacto de Franco va más allá de los resultados en la pista. Ha revitalizado el interés por la Fórmula 1 en Argentina, un país que había perdido la conexión con el automovilismo internacional después de los años dorados. Hoy, las transmisiones de los Grandes Premios vuelven a ser un evento, y las comunidades de fanáticos crecen día a día. Incluso los niños, que antes sólo querían ser Messi, ahora también sueñan con ser Colapinto.

“Lo que me importa es correr”, declaró alguna vez, minimizando su impacto fuera de la pista. Pero es difícil no notar cómo su figura trasciende el asfalto. Es un piloto excepcional, sí, pero también es un fenómeno cultural, una chispa que ha encendido una pasión dormida en el corazón de los argentinos.

En el paddock, sus colegas lo miran con curiosidad y respeto. En las tribunas, las banderas celestes y blancas vuelven a ondear con orgullo. En la pista, Colapinto acelera, sabiendo que el sueño de un país entero está montado en su monoplaza. La Fórmula 1, con su velocidad y su glamour, ha encontrado en él un nuevo protagonista. Y Argentina, una vez más, tiene un héroe que la hace vibrar.

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