Nadie persuadió a Belgrano de dar batalla en Tucumán; siempre estuvo convencido
Así lo explicó Manuel Lizondo Borda, figura clave en la historiografía de la región. Esto se relaciona con las numerosas teorías formuladas a lo largo del tiempo para restarle méritos al General: desde las langostas y la intervención divina a las gestiones de los “tucumanos caracterizados”, todo apuntó a esmerilar la figura de quien fue el verdadero responsable de la victoria.
EL ÓLEO DE FORTUNY. Hay numerosos estudios y relatos sobre la batalla de 1812. Los de Leoni Pinto y Lizondo Borda siguen siendo determinantes.
El calor golpeaba con fuerza sobre la polvorienta y pequeña aldea de San Miguel de Tucumán en el amanecer del 24 de septiembre de 1812, mientras el viento cálido amenazaba con arrasar todo a su paso. Un vendaval que rugía de manera constante, mientras cargaba el aire de tensión y ansiedad, parecía advertir sobre la sanguinaria tormenta que se desataría. En las calles sólo estaban los hombres dispuestos para la batalla. El tórrido fulgor del sol reflejaba en los rostros miedo y determinación, como si fuera la amalgama perfecta que desencadenaría en ellos la inexorable violencia sobrenatural con la que se enfrentarían al poderoso y adiestrado enemigo. Los realistas avanzaban con la implacable decisión de aniquilar los intentos de rechazar la autoridad del rey Fernando VII en estas tierras.
Durante la vigilia de la noche previa el General se mostraba imperturbable. Impávido e inexpresivo, Manuel Belgrano, sin bajarse de su caballo, cabalgaba junto a su Estado Mayor por las desparejas calles de tierra, entre casas de una sola planta y ranchos techados con paja, controlando que las órdenes dadas sobre los preparativos se cumplieran.
Tras varios días de intensos preparativos para el combate había otorgado descanso a sus hombres. Belgrano y su oficialidad, dejando grandes diferencias de lado, habían conseguido entenderse. Bajo sus órdenes se estableció el cuartel en la actual plaza Independencia, en cuyas esquinas habían cavado trincheras y dispuesto algunos elementos de artillería. La batalla sería en las afueras de la ciudad para proteger a la población civil, pero si el ejército comandado por Pío Tristán lograba vencer, la fuerza revolucionaria se replegaría hasta la plaza y resistiría ahí.
Pura templanza
Habrá sentido cargar sobre su espalda el lastre de las decisiones y los intereses que se disputaban en Buenos Aires. La causa revolucionaria atravesaba su momento más frágil, el Alto Perú estaba perdido y las fuerzas contrarrevolucionarias avanzaban despiadadas por el norte del ex virreinato.
La falta de apoyo lo obligó a emitir un bando rotundo y tajante: el pueblo de Jujuy en su totalidad debía unirse al Ejército y marchar hacia Tucumán, levantando cosechas, arriando ganado e incendiando los campos, dejando tierra arrasada a los realistas. Cualquiera que desobedeciera esa orden sería fusilado. El general Belgrano fue el último en salir del pueblo abandonado.
Al acercarse a Tucumán durante la retirada, Belgrano dejó el camino de la posta que venía por Trancas y tomó la vieja ruta de las carretas por Burruyacu, hacia la izquierda. Por allí se podía seguir a Santiago del Estero y a Córdoba, sin entrar a esta ciudad. Este desvío engañó a quienes lo perseguían, haciéndolos pensar que efectivamente los revolucionarios no se detendrían en Tucumán.
El arte de convencer
El historiador Ramón Leoni Pinto, miembro correspondiente de la Academia Nacional de Historia y doctorado con su tesis “Tucumán y el norte argentino durante las guerras de independencia (1810-1825)”, sostenía que Belgrano estaba decidido a no abandonar un centímetro más.
La idea de presentar batalla en nuestra ciudad fue previa a su arribo y a las súplicas de la comisión de ciudadanos enviados a persuadirlo para que se quede a luchar, porque ya estaba convencido. El desvío en el camino fue consecuencia de la cautela con la que debía actuar, no sólo para confundir al adversario sino también para evitar la reacción de aquellos tucumanos que no eran adictos a la causa.
No se oponían por adhesión al régimen antiguo, sino para mantener sus privilegios, dentro de un nuevo Estado cuyas políticas no habían logrado aún una cabal definición. La prueba de ello es la actitud de los capitulares, que previo a la llegada de Belgrano hicieron liquidar sus sueldos adeudados y abandonaron la ciudad.
Manuel Lizondo Borda, considerado el fundador de la historiografía de Tucumán, detalló en su escrito sobre la Batalla -editado por la Universidad Nacional de Tucumán- la táctica que revelaba a Belgrano como un experto estratega militar y no un simple “licenciado a caballo”.
Al desviar el camino comenzó engañando a Tristán, haciéndole creer que abandonaba Tucumán a la vez que lo perdían de vista. Luego fingió ante los tucumanos que seguiría las órdenes del Gobierno sólo para sondear su patriotismo y decisión, poniéndose en condición de exigir los mayores sacrificios en refuerzos para su ejército. Acampó en La Encrucijada y destinó a Juan Ramón Balcarce a la ciudad, encomendándolo a reunir armas y entusiasmar al vecindario, que respondió fervoroso enviando en comisión a los principales hombres: Bernabé Aráoz, Diego Aráoz y al cura Pedro Miguel Aráoz.
Lizondo Borda relata que, como era lógico, Belgrano se hizo de rogar, siendo el primer convencido en hacer pie en Tucumán. No fue sino hasta prometiéndole todo lo que él quería, dinero y una cantidad apreciable de gente, que aceptó quedarse. Hasta le ofrecieron, y le dieron, el doble. “Con esto, el rogado Belgrano, tanto o más decidido que sus rogadores, siguió con su tropa a nuestra ciudad”.
Heroica desobediencia
Al despuntar el alba del día de la Virgen de La Merced, el General, sereno, marchó hacia al norte. Las tropas enemigas habían sido vistas en la cañada de Los Nogales. Destinó al oficial de dragones, el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid que, con soldados a su cargo, observara los movimientos y lo informara.
La Madrid desvió el avance realista incendiando los pajonales del lugar, obligándolos a marchar hacia el poniente. Al tomar conocimiento de esto, Belgrano, montando un caballo moro de paso, junto a sus fuerzas atravesó la ciudad por la que hoy conocemos como calle 25 de Mayo, dobló por la Mendoza hasta tomar calle Alberdi y ocupó posición en el Campo de las Carreras (actual plaza Belgrano). Con diáfana firmeza organizó y estableció como sería la embestida.
Totalmente lúcido, sabedor de lo que arriesgaba con sus acciones y con entereza para enfrentar las consecuencias, ante sus hombres Belgrano no manifestaba ni evidenciaba las desdichas y divergencias atravesadas con las autoridades del Triunvirato.
Fueron numerosas las que pretendieron dificultar su campaña siendo jefe del estropeado y casi deshecho Ejército Auxiliar del Perú. Expedición a la que probablemente fuese enviado para apartarlo de las directrices sobre el rumbo de la nueva forma de gobierno nacional.
Lo evidencia en la carta que escribía al poder central al poco tiempo de asumir. Se sentía indignado al saber que las remesas de equipos estuvieran retenidas en Tucumán: “me hierve la sangre al observar tanto obstáculo, tantas dificultades que se vencerían rápidamente si las manos intermedias tuvieran un poco de interés por la Patria”.
La más férrea oposición que tuvo que resistir quizás fue la que encarnaba Bernardino Rivadavia, ministro de Guerra. Ya le había ordenado que ocultara disimuladamente la bandera que había creado en Rosario. “La bandera la he recogido y la desharé para que no haya ni memoria de ella”, respondió furibundo Belgrano.
Rivadavia, no quería que los ingleses y sus nuevos aliados, los españoles, se molestaran. Esto pondría en peligro la ayuda de Gran Bretaña para expulsar a los portugueses de la Banda Oriental. Pero había una orden que Belgrano estaba decidido a no obedecer del ministro: la de retroceder hasta Córdoba para resguardar de los peligros a Buenos Aires, abandonando y dejando el control del norte a los realistas. La primera gran batalla campal por el naciente Estado era inminente.
La batalla criolla
El ejército imperial doblegaba en cantidad de hombres y de armamentos al ejército y a las milicias revolucionarias. Pero la sorpresiva arremetida gaucha en el Campo de las Carreras por el ala derecha los desbandó. Desorientados, parecía ultrajarlos el pánico. Otra embestida, por la izquierda y por el centro, terminó generando confusión. Con el correr de las horas el triunfo criollo fue innegable.
Las palabras de Bartolomé Mitre sobre este triunfo son más que elocuentes: “en los campos de Tucumán se salvó no sólo la revolución argentina, sino que se aceleró, si es que no se salvó en ellos, la independencia de la América del Sur”.
“Los hijos de Jujuy y Salta que nos han acompañado, los de Santiago del Estero y los tucumanos que desde mi llegada a esta ciudad me dieron las demostraciones más positivas de sus esfuerzo y empeños de libertad por la patria, comprometiéndose a que Tucumán fuese el sepulcro de la tiranía, han merecido mucho y no hallo como elogiarlos”, escribía Belgrano en el parte de batalla.
Según Leoni Pinto, aquel día: “se enfrentaron dos destinos y dos voluntades, en una guerra cuyo resultado de muerte, odio y violencia se conjugaba (tal vez como una característica de la acción del hombre en la historia) con ideales libertarios, de autonomía y de independencia. Lo doloroso de este episodio en particular fue que la nueva realidad se gestó, como lo dijo el propio Belgrano, con tanto americano como se había sacrificado”.
La batalla de Tucumán y el ideal revolucionario, Ramón Leoni Pinto (LA GACETA)
Sobre la Batalla de Tucumán, Manuel Lizondo Borda (UNT)
Un reclamo de Belgrano, Carlos Páez de la Torre (LA GACETA)
Hojas de laurel del escudo de Tucumán, Julio Ávila (Revista Tucumán)


























