LAOCOONTE Y SUS HIJOS. Una de las esculturas restauradas que ya se lucen en el parque 9 de Julio. FOTO GENTILEZA MARÍA EUGENIA FAGALDE
Esta semana se inauguró en el parque 9 de Julio la primera etapa del “museo a cielo abierto”, cuyas estrellas son las esculturas clásicas que Juan B. Terán hizo importar desde Europa hace 100 años. Tras someterse a un proceso de restauración, a cargo de expertos tucumanos, las estatuas lucen espléndidas. La cuestión es cómo protegerlas del vandalismo, teniendo en cuenta que durante décadas fueron objeto de las más diversas agresiones, desde chicos que le saltan en la cabeza al Fauno Danzante -mientras los padres los aplauden- a no tan chicos que usan al Apolo de Belvedere como blanco para los hondazos. El mármol será un material noble, pero no puede soportarlo todo. Y ni hablar de los robos, como el padecido por Meditación, escultura que se llevaron en 2018 y, milagrosamente, fue recuperada. Pero se sabe que la suerte no dura para siempre. Entonces no queda otra que apelar a las rejas.
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Es así. Para las autoridades municipales -y no sólo de San Miguel de Tucumán- la salida al callejón del vandalismo es enrejar, enrejar y enrejar. Como en el Colegio Nacional. Enrejar estatuas, enrejar edificios, enrejar el espacio público. Colmarlo de cámaras de seguridad, asegurarse de que la presencia policial no se esfume. Y rezar, porque nada está garantizado. Todo muy lamentable; un escenario en el que los ciudadanos representan tal peligro que conviene mantenerlos alejados de lo que pueda ensuciarse, romperse o robarse. Para proteger el patrimonio hay que protegerse de muchísima gente que jamás fue educada en ese sentido y que tiene carta franca para hacer lo que quiera, porque rara vez paga por el daño que provoca.
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La depredación ejercida sobre los arreglos florales del Paseo de la Independencia genera mucha tristeza. Indignación, pero sobre todo tristeza, sentimiento peligrosamente asociado con la resignación. ¿En serio? ¿Ni siquiera esa tentación pueden evitar? ¿Tanto incomodan los colores, la frescura, la originalidad? El problema es que ante la pregunta básica (“¿por qué?”) la respuesta también es básica (“porque sí”).
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Como forma de violencia cultural el vandalismo actúa contra la memoria y, en especial, contra el sentido de pertenencia de los vecinos. Destruir o ensuciar implica desconectarse de la ciudad, del barrio, de la plaza, de lo simbólico que puede representar una estatua o, simplemente, de su hecho artístico. Hay demasiados tucumanos dedicados a sintonizar frecuencias disociadas de la vida en comunidad. Y como habitantes de esos mundos privados y particulares, carecen de una mínima empatía por el espacio urbano. Ignorarlo o romperlo les da lo mismo. Y cada vez son más.
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Varios especialistas coinciden en que el combate al vandalismo no se resuelve sólo con más controles o sanciones. “Si no trabajamos desde la infancia en la valoración del patrimonio seguiremos reparando daños sin freno”, sostiene la pedagoga Beatriz Diuk, investigadora del Conicet que disertó la semana pasada en Tucumán. Las experiencias refuerzan esta idea. En Salta, un programa municipal llevó a alumnos de escuelas primarias a participar en la restauración de plazas barriales. En Rosario, estudiantes secundarios colaboraron en campañas para limpiar murales y mobiliario vandalizado. “Cuando los chicos sienten que algo es suyo, lo cuidan. El vandalismo muchas veces surge de la percepción de que el espacio público es de nadie, y por lo tanto no importa lo que se haga con él”, advierte Diuk.
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¿Y qué pasa con las sanciones? Existen en los códigos contravencionales, pero rara vez se aplican. “Pero no se trata sólo de multar, sino de lograr que quienes dañan comprendan el impacto de su acción. Las tareas comunitarias de restauración, como parte de la sanción, pueden ser más efectivas que una multa económica”, propone el ex juez Ricardo Gil Lavedra, experto en Derecho Público. “El que rompe, paga”, seguro que sí, pero hay distintas formas de resarcimiento, subraya Gil Lavedra. El problema es la montaña de plata que deben destinar los municipios a reparar o a reponer lo vandalizado. Dinero que debería destinarse a lo nuevo.
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LA PLAZA CONVIVENCIA. En Mate de Luna al 3.000, remodelada con buen gusto y anfitriona de una gran pintura del “10”.
Dan ganas de cerrar los ojos al pasar por Mate de Luna al 3.000, temiendo que aparezcan señales de vandalismo en la flamante plaza Convivencia. La remodelación se hizo con buen gusto y la dejó en óptimas condiciones, reluciente en su combinación de paisajismo, arte, mobiliario, juegos infantiles, iluminación y hasta una huerta comunitaria. Claro que la principal atracción es la monumental pintura que el concepcionense Brian Véliz realizó en el piso: mide 20 metros y muestra a un Diego Maradona pletórico en su festejo del “gol del siglo” durante el Mundial de México 86. Lo que no hay en la plaza Convivencia son rejas, como sí tienen el parque El Provincial o la plaza Libertad, en Alberdi y Las Piedras. ¿Cuánto durará sin que aparezcan los vándalos? Es cuestión de cruzar los dedos. O de pensar en enrejarla.
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La batalla contra el vandalismo -batalla cultural, a fin de cuentas- se libra en cuatro frentes: prevención, educación, sanción y participación comunitaria. Es un combo complejo y extenso, demandante de muchos esfuerzos y cuyos resultados, por lo general, se aprecian en el mediano o el largo plazo. No son los tiempos de la política. Pero sin construcción de ciudadanía -y para eso, entre muchas otras cosas, sirve la cultura-, ¿de qué país estamos hablando?





















