La tarde caía fría sobre Nizhni Nóvgorod, en Rusia, cuando el inspector Igor Vasiliev llegó a un edificio modesto de tres pisos en la calle Akademika Anokhina. Allí vivía Anatoly Moskvin, un profesor solitario y erudito conocido por su pasión por la historia y las lenguas antiguas. Nadie en el barrio podía imaginar que detrás de la puerta de ese departamento silencioso se escondía una de las historias más espeluznantes del país.
Apenas los agentes forzaron la entrada, un olor a descomposición los envolvió. En el interior, las paredes estaban cubiertas por libros apilados hasta el techo y el suelo ocupado por muñecas vestidas con ropa infantil. Pero ninguna de ellas era un juguete: eran los cuerpos momificados de 26 niñas, cuidadosamente dispuestos en sillas, sofás y la cama, repasó el portal Infobae.
El departamento del horror
Anatoly Moskvin, nacido en 1956, era un académico respetado, historiador y lingüista que dominaba trece idiomas. En apariencia, llevaba una vida tranquila y solitaria. Pero bajo esa fachada de intelectual obsesivo se ocultaba una mente perturbada.
Su fijación con la muerte había comenzado en la infancia. Según contó más tarde a los psiquiatras, cuando tenía doce años lo obligaron a asistir al funeral de una niña del pueblo vecino y a besar su cadáver como parte del rito de despedida. “Desde entonces”, confesaría, “la muerte dejó de darme miedo”.
Durante años, Moskvin publicó artículos sobre rituales funerarios y folklore eslavo. Sus investigaciones lo llevaban a recorrer cementerios antiguos, donde su obsesión se transformó en acción.
Las tumbas profanadas
Entre 2005 y 2011, las autoridades detectaron profanaciones en una docena de cementerios de Nizhni Nóvgorod. En muchos casos, los restos desaparecidos correspondían a niñas de entre tres y quince años. Las familias, al ser notificadas, creían que se trataba de actos vandálicos aislados.
Pero los hechos respondían a un patrón meticuloso. “Revisaba la prensa local en busca de fallecimientos recientes, visitaba los cementerios de día y regresaba de noche con sus herramientas”, explicó después el investigador Nikolai Smirnov.
El hallazgo del responsable ocurrió casi por casualidad: la policía detectó símbolos y mensajes extraños en lápidas profanadas, con referencias que solo un especialista en lenguas antiguas podía comprender.
La confesión
Durante el interrogatorio, Moskvin mantuvo la calma.
-¿Por qué desenterraste los cuerpos? —le preguntó el detective Smirnov.
-No quise hacerles daño —respondió con voz tranquila—. Solo quería que no estuvieran solas. Nadie las visitaba.
El detenido afirmó que “cuidaba” de las niñas porque no soportaba ver sus tumbas abandonadas. En su departamento, transformaba los cuerpos: los secaba con bicarbonato y vendas, rellenaba los torsos con telas, los vestía con ropa de fiesta y cubría los rostros con máscaras de yeso o goma.
Los vecinos recordaban escuchar, por las noches, música infantil o murmullos. Nadie sospechaba lo que ocurría dentro de aquel pequeño hogar.
Las cartas y los diarios
Entre los objetos incautados, la policía encontró decenas de cuadernos donde Moskvin relataba su “vida” junto a las niñas. “Mi pequeña, hoy te vi bajo la lluvia. Nadie te dejó flores. Te llevaré a casa”, escribió en una de las páginas. En otra carta dirigida a la familia de una de las víctimas, decía: “No teman, ella está segura ahora. La cuidaré mejor que nadie en el mundo”.
La revelación fue devastadora para las familias. “Pensé que el peor dolor era perder a mi hija —dijo Olga Shkavrova—. Pero saber que alguien la sacó de su tumba y la tuvo como un juguete, eso es indescriptible.”
Otro padre, entre lágrimas, expresó ante las cámaras: “No solo nos quitó a nuestras hijas, también nos robó la paz después de la muerte”.
El juicio y la inimputabilidad
Los forenses confirmaron que Moskvin había desenterrado 26 cuerpos de niñas y una adolescente entre 2003 y 2010. La fiscalía pidió prisión perpetua, pero los peritajes psiquiátricos determinaron que padecía esquizofrenia paranoide y un severo trastorno obsesivo derivado de traumas infantiles. Fue declarado inimputable y confinado de manera indefinida en un hospital psiquiátrico.
Las familias reclamaron que se lo enviara a una cárcel común, pero el tribunal mantuvo su decisión.
El museo del espanto
Cuando la policía permitió a la prensa ingresar al departamento, los periodistas describieron una escena perturbadora: cortinas infantiles, estantes con libros de folklore ruso y cuerpos vestidos con trajes de comunión o uniformes escolares. El periodista Vladislav Osipov, del Komsomolskaya Pravda, escribió que el lugar era “una mezcla de museo y mausoleo donde lo irreal se había vuelto cotidiano”.
Moskvin celebraba cumpleaños, hablaba con sus “muñecas” y les leía en voz alta. “No soportaba la idea de que se disolvieran bajo tierra”, explicó ante los médicos.
La herida que no cierra
Tres de las niñas habían sido alumnas de la escuela Número 52 de Nizhni Nóvgorod, donde hoy un mural recuerda sus nombres. Cada 26 de noviembre, sus madres dejan flores al pie de las pinturas.
“La herida no cerrará hasta que podamos volver a enterrar a nuestras hijas y estar seguras de que nadie las arrancará de nuestro recuerdo”, dijo Shkavrova, con una mezcla de dolor y dignidad.
El caso de Anatoly Moskvin sigue siendo uno de los episodios más perturbadores en la historia criminal rusa: la historia de un hombre que confundió el amor con la negación de la muerte y convirtió el duelo en una pesadilla eterna.






















