06 Abril 2012
TIBURÓN EN FORMOL. Por esta obra se pagó más de 12 millones de dólares.
El arte oficial británico se ha decidido por fin a institucionalizar los tiburones y vacas en formol, o las calaveras de diamantes que rinden culto al dinero. Damien Hirst, el artista vivo más cotizado del planeta, es objeto de una gran retrospectiva en la Tate Modern, que se inauguró esta semana y coincidirá con los Juegos Olímpicos de Londres.
La olimpíada cultural que acompañará la gran cita deportiva del verano europeo incluye exposiciones de nombres británicos en mayúsculas como David Hockney o Lucien Freud, e incluso ha insertado una muestra del español Pablo Picasso en homenaje a su influencia en el arte moderno de las islas, según informó el periódico español La Vanguardia.
Pero nadie como el excéntrico, controvertido y en opinión de algunos sobrevalorado Hirst para arrastrar multitudes hacia el gran museo de arte contemporáneo de Londres, el más visitado del país y posiblemente del mundo entero. Al autor de Bristol (1965) se lo adora o se lo critica en partes iguales, aunque nadie puede negar que a lo largo de dos décadas como pintor, instalacionista y escultor ha creado algunos de los trabajos más icónicos de nuestros tiempos.
La pieza que todavía permanece en la retina del público desde su presentación a principios de los 90 es el escualo encerrado en una pecera por el que el millonario estadounidense Steve Cohen llegó a pagar más de 12 millones de dólares. Con el célebre tiburón que se exhibe en la Tate Modern como gran estrella, Hirst empezó a reescribir las reglas del mercado, decantándolo hacia las propuestas del arte conceptual como una inversión al alza. Él mismo se ha convertido en el principal exponente de este fabuloso negocio capaz de colocar a precios astronómicos su animalario en formol, las pinturas de mariposas en diversos formatos o las vitrinas rebosantes de fármacos que jalonan su singladura y la retrospectiva del museo compuesta de 70 de sus obras.
El gurú de la publicidad y coleccionista Charles Saatchi entendió como nadie el potencial comercial de los Young British Artist (Jóvenes Artistas Británicos), cuando hace 20 años propulsó las obras de este grupo rupturista desde la sede de su galería en la orilla sur del Támesis (hoy trasladada a Chelsea). Incomprensibles para el grueso de las audiencias, pero al tiempo fascinantes por su espíritu transgresor. Fueron los tiempos de la cama deshecha de Tracy Emin o de las pinturas ejecutadas con excrementos de animal por Steve MacQueen, pero ante todo los que marcaron el auge de Hirst.
El artista ha logrado superar con creces a su antiguo mecenas, revelando una capacidad innata para venderse a sí mismo y sin intermediarios, y para capear hasta el día de hoy tormentas financieras y los estragos de la recesión. Una de las salas de la Tate está dedicada al mundillo de las subastas, y especialmente a aquel fatídico 15 de septiembre de 2008 que anunciaba el colapso de la banca de inversiones Lehman Brothers y el peor augurio para la economía global, mientras una subasta masiva de las obras de Hirst recaudaban 140 millones de euros.
La olimpíada cultural que acompañará la gran cita deportiva del verano europeo incluye exposiciones de nombres británicos en mayúsculas como David Hockney o Lucien Freud, e incluso ha insertado una muestra del español Pablo Picasso en homenaje a su influencia en el arte moderno de las islas, según informó el periódico español La Vanguardia.
Pero nadie como el excéntrico, controvertido y en opinión de algunos sobrevalorado Hirst para arrastrar multitudes hacia el gran museo de arte contemporáneo de Londres, el más visitado del país y posiblemente del mundo entero. Al autor de Bristol (1965) se lo adora o se lo critica en partes iguales, aunque nadie puede negar que a lo largo de dos décadas como pintor, instalacionista y escultor ha creado algunos de los trabajos más icónicos de nuestros tiempos.
La pieza que todavía permanece en la retina del público desde su presentación a principios de los 90 es el escualo encerrado en una pecera por el que el millonario estadounidense Steve Cohen llegó a pagar más de 12 millones de dólares. Con el célebre tiburón que se exhibe en la Tate Modern como gran estrella, Hirst empezó a reescribir las reglas del mercado, decantándolo hacia las propuestas del arte conceptual como una inversión al alza. Él mismo se ha convertido en el principal exponente de este fabuloso negocio capaz de colocar a precios astronómicos su animalario en formol, las pinturas de mariposas en diversos formatos o las vitrinas rebosantes de fármacos que jalonan su singladura y la retrospectiva del museo compuesta de 70 de sus obras.
El gurú de la publicidad y coleccionista Charles Saatchi entendió como nadie el potencial comercial de los Young British Artist (Jóvenes Artistas Británicos), cuando hace 20 años propulsó las obras de este grupo rupturista desde la sede de su galería en la orilla sur del Támesis (hoy trasladada a Chelsea). Incomprensibles para el grueso de las audiencias, pero al tiempo fascinantes por su espíritu transgresor. Fueron los tiempos de la cama deshecha de Tracy Emin o de las pinturas ejecutadas con excrementos de animal por Steve MacQueen, pero ante todo los que marcaron el auge de Hirst.
El artista ha logrado superar con creces a su antiguo mecenas, revelando una capacidad innata para venderse a sí mismo y sin intermediarios, y para capear hasta el día de hoy tormentas financieras y los estragos de la recesión. Una de las salas de la Tate está dedicada al mundillo de las subastas, y especialmente a aquel fatídico 15 de septiembre de 2008 que anunciaba el colapso de la banca de inversiones Lehman Brothers y el peor augurio para la economía global, mientras una subasta masiva de las obras de Hirst recaudaban 140 millones de euros.



















