16 Junio 2013
UNIDOS. Eligieron desarrollar su profesión en la actividad hospitalaria. Según Lorenzo, es lo que más disfruta. LA GACETA / FOTO DE ANALíA JARAMILLO
Cuando era chico vivía con catarros. Entonces, su madre llamaba angustiada al pediatra a cada rato. Se acuerda de que el médico llegaba, con un gran estetoscopio que parecía un yo-yo, pedía una cuchara para usar de bajalengua y luego recetaba lo necesario. Todo muy ceremonioso. "Era la época en la que los médicos iban a la casa y sugerían reposo", cuenta Lorenzo Marcos, de 61 años, pediatra y jefe de la Terapia Intensiva del hospital de Niños.
Otra escena de su niñez que también le quedó grabada: cuando lo llevaban a la estación de trenes a recibir a su tío, Isidro Perianes, que era cirujano y pediatra y vivía en Buenos Aires. Significaba un gran acontecimiento familiar porque todos lo respetaban mucho. Estos dos acontecimientos, que se reiteraron en su niñez, son para Lorenzo Marcos, las posibles causas de su vocación. Aunque después de 36 años de profesión todavía no está seguro de por qué eligió la Medicina. Claudia, su hija de 35 años, también es pediatra del hospital y sabe que su padre tuvo mucho que ver en la elección de su carrera: "ver lo incondicional que es con los pacientes, su dedicación, y cómo me tranquiliza cuando le consulto algo es lo que más admiro", dice mientras unas lágrimas emocionadas quiebran su voz.
En el piso de terapia tiene una sencilla oficina que sólo está adornada con dos cuadros con postales en blanco y negro. Sobre la mesa, un retrato de su hijo Santiago, que falleció en 2010. Entre las salas y esa oficina pasó gran parte de su vida. "A mi hija el único consejo que le di es que no hiciera guardias los fines de semana. Yo me perdí gran parte del crecimiento de mis hijos", comenta.
Influido por esa confianza ciega que su madre depositaba en el pediatra, reflexiona: "los pediatras tenemos la obligación de contener a las madres y uno siente que no le puede fallar porque sería como fallarle a la suya propia". Lorenzo, quien entre 2000 y 2003 fue director del hospital, está casado con María Dolores Soto. También es padre de Silvia, que es farmacéutica, y es abuelo de cuatro nietos.
Lorenzo define lo que para él son las diferencias que separan su generación de médicos de la actual. "Nuestra medicina era más bohemia y había más Quijotes. Ahora la veo más deshumanizada", opina. Pero también reconoce que los nuevos profesionales se están enfrentado con el siglo de las enfermedades tumorales, de las virales, de las autoinmunes, de las adicciones y de los pacientes crónicos (los que se someten a tratamientos prolongados). Propiciadas no sólo por el estilo de vida y la alimentación, sino por el alto nivel de contaminación ambiental. A medida que la tecnología en medios de diagnóstico avanza -compara- la relación médico-paciente comenzó a debilitarse. Eso de indagar más, preguntar e interesarse por lo que vive el niño es algo en lo que muchos no quieren perder tiempo. "La sonrisa de un chico dice mucho. Si no se ríe es porque algo le pasa", explica. Después aprovecha para bromear sobre las madres. "Cuando ya las veo que aparecen por el consultorio maquilladas es porque todo ha pasado", se ríe.
Reniega de los que pretenden negociar con el conocimiento, sobre todo esos que repiten: "no hay que avivar giles".
Solo le quedan cuatro años para jubilarse, y es cuando planea escribir un libro. Si bien hay enfermedades que desde hace décadas se tratan igual, como la bronquiolitis con oxígeno y líquido, comenta, existen muchas otras raras. "Esas son las que me gustan, me apasiona investigar", concluye.
Otra escena de su niñez que también le quedó grabada: cuando lo llevaban a la estación de trenes a recibir a su tío, Isidro Perianes, que era cirujano y pediatra y vivía en Buenos Aires. Significaba un gran acontecimiento familiar porque todos lo respetaban mucho. Estos dos acontecimientos, que se reiteraron en su niñez, son para Lorenzo Marcos, las posibles causas de su vocación. Aunque después de 36 años de profesión todavía no está seguro de por qué eligió la Medicina. Claudia, su hija de 35 años, también es pediatra del hospital y sabe que su padre tuvo mucho que ver en la elección de su carrera: "ver lo incondicional que es con los pacientes, su dedicación, y cómo me tranquiliza cuando le consulto algo es lo que más admiro", dice mientras unas lágrimas emocionadas quiebran su voz.
En el piso de terapia tiene una sencilla oficina que sólo está adornada con dos cuadros con postales en blanco y negro. Sobre la mesa, un retrato de su hijo Santiago, que falleció en 2010. Entre las salas y esa oficina pasó gran parte de su vida. "A mi hija el único consejo que le di es que no hiciera guardias los fines de semana. Yo me perdí gran parte del crecimiento de mis hijos", comenta.
Influido por esa confianza ciega que su madre depositaba en el pediatra, reflexiona: "los pediatras tenemos la obligación de contener a las madres y uno siente que no le puede fallar porque sería como fallarle a la suya propia". Lorenzo, quien entre 2000 y 2003 fue director del hospital, está casado con María Dolores Soto. También es padre de Silvia, que es farmacéutica, y es abuelo de cuatro nietos.
Lorenzo define lo que para él son las diferencias que separan su generación de médicos de la actual. "Nuestra medicina era más bohemia y había más Quijotes. Ahora la veo más deshumanizada", opina. Pero también reconoce que los nuevos profesionales se están enfrentado con el siglo de las enfermedades tumorales, de las virales, de las autoinmunes, de las adicciones y de los pacientes crónicos (los que se someten a tratamientos prolongados). Propiciadas no sólo por el estilo de vida y la alimentación, sino por el alto nivel de contaminación ambiental. A medida que la tecnología en medios de diagnóstico avanza -compara- la relación médico-paciente comenzó a debilitarse. Eso de indagar más, preguntar e interesarse por lo que vive el niño es algo en lo que muchos no quieren perder tiempo. "La sonrisa de un chico dice mucho. Si no se ríe es porque algo le pasa", explica. Después aprovecha para bromear sobre las madres. "Cuando ya las veo que aparecen por el consultorio maquilladas es porque todo ha pasado", se ríe.
Reniega de los que pretenden negociar con el conocimiento, sobre todo esos que repiten: "no hay que avivar giles".
Solo le quedan cuatro años para jubilarse, y es cuando planea escribir un libro. Si bien hay enfermedades que desde hace décadas se tratan igual, como la bronquiolitis con oxígeno y líquido, comenta, existen muchas otras raras. "Esas son las que me gustan, me apasiona investigar", concluye.
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