Los jóvenes privados de libertad

27 Julio 2013

Daniel Clérici

Capellán de los Hogares e Institutos de Menores de la Provincia


Nunca voy a olvidar el primer día que entré a la cárcel de Villa Urquiza. Tenía 22 años. Dentro de la formación sacerdotal me habían pedido que ese año me uniese a la Pastoral Penitenciaria en su tarea de acompañar al privado de libertad.

Como muchos cristianos, tenía prejuicios hacia el preso. Desde de una estructura moralista -sostenida mucho tiempo por la Iglesia- el mundo se dividía en "buenos" y "malos". Por supuesto, "adentro" estaban los malos y "afuera", los buenos.

Los voluntarios de la Pastoral Penitenciaria despertaron en mí la mirada misericordiosa del Padre Dios que más allá de excluir, apartar o negar a los malos, amaba a todos los hombres por el simple hecho de ser sus hijos.

El contacto directo con los reclusos me puso rostros concretos de personas con riquezas y pobrezas, alegrías y esperanzas, aciertos y desaciertos.

La Pastoral de la Iglesia sostiene que el privado de la libertad es el pobre entre los pobres: le falta de todo (un lugar digno dónde residir, abrigo, comida, etc.) y también afecto, paz, comprensión y, por supuesto, libertad. Por eso se le lleva el mensaje liberador del Evangelio y el amor misericordioso de Dios. Muchos años después, siendo ya sacerdote, el Obispo me pidió que sea capellán de los Institutos Roca y Santa María Goretti, que alojan a adolescentes en conflicto con la ley penal. Al igual que en el Penal de Villa Urquiza, encontré voluntarios de la Pastoral que visitaban desde hacía años a los adolescentes. Eran jóvenes voluntarios del Movimiento Palestra que habían asumido el desafío de que el joven evangelice al joven. En consonancia con lo que pide nuestro papa Francisco, éstos jóvenes habían salido del encierro y habían entrado en un mundo con gran sed de Dios y de amor, desconocido o negado por muchos.

El Papa Francisco, en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud, se encontró con jóvenes privados de la libertad, testimonio de la actitud que tenemos que tener como sociedad y como Iglesia. Lejos de excluir a estos jóvenes tenemos que preguntarnos con sinceridad qué es lo que les estamos ofreciendo para que sus vidas sean distintas.

Coindicimos con nuestro Papa en que el hombre de hoy busca llenar su vida con cosas materiales, pero tiene vacío su corazón: perdió el interés en el otro, en su persona, y lo tiene puesto en el bien material.

Los jóvenes privados de libertad son el signo más elocuente de una realidad que como sociedad no queremos ver: la falta de sentido de la vida y la sensación de desamor y desamparo que genera el materialismo. Si a esto se suma que el joven proyecta su vida únicamente en el bien material, vemos como resultado la frustración, el fracaso, la desesperanza. Estos son los jóvenes que hoy encontramos privados de libertad. El delito no es el problema estructural en sus vidas, sino la falta de un proyecto de vida que los llene de esperanzas y les dé un sentido pleno marcándoles un rumbo. Por eso, en los institutos más que "delincuentes" encontramos adictos. Con el uso de sustancias psicoactivas buscan inhibir el dolor, modificar el estado anímico o alterar las percepciones de la realidad circundante. De ahí que la Pastoral de la Iglesia trata de generar en ellos un encuentro personal con Jesucristo que les dé paso a un cambio de vida. A través del Evangelio se les propone un camino de liberación y que se sientan amados con la misericordia de Dios.

Muchas cosas condicionan nuestra Pastoral: el escaso número de voluntarios, su falta de perseverancia y de creatividad para anunciar el Evangelio en la realidad en la que vivien los privados de libertad. Además, falta un trabajo ecuménico con los otros credos que visitan las instituciones. En vez de ser verdaderos hogares que contengan y reinserten al adolescente en la sociedad, suelen ser "lugares de paso" que generan mayores vicios y frustraciones. El Estado, que a veces quiere dejar a Dios afuera de la sociedad, traba iniciativas que tratan de acercar al joven a una verdadera experiencia de Dios.

El desafío es tener la mirada que el Señor nos da en el Evangelio de Mateo (25, 36): el preso no es un enemigo sino un hermano al que amar y ayudar. Debemos imitar el ejemplo que el papa Francisco dio en Río de Janeiro.

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