Por Juan Manuel Asis
15 Mayo 2014
El Gobierno nacional trató de imponer en estos años un nuevo método de medición para invalidar otros que afectaban índices supuestamente beneficiosos para la gestión. No estamos hablando precisamente del Indec y de sus métodos para contrarrestar los trabajos de las consultoras privadas sobre cualquier variable social. Hablamos de un concepto valorativo nuevo, absolutamente inconmensurable, que sirve para sugerir que lo que se afirma no es tan así, o que lo que se mide no vale tanto como lo que se dice, sino -siempre- mucho menos. En ese marco no existe la inseguridad, sino que hay una sensación de inseguridad. O sea la inseguridad es un invento o una mentira reiterada por los medios que generan una sensación social o un clima adverso al poder central. Inmedible, claro. Obviamente lo que se pretende es desacreditar las afirmaciones sobre que la seguridad se ha vuelto un valor en caída libre en el país y que el temor se acrecienta en cualquier hijo de vecino que escucha cerca el frenado de una moto.
¿Cuál es el sentido de negar la existencia de hechos de inseguridad? Peor aún, ¿cuál es la intención de hablar de sensación y no aceptar que la gente cree que hay algo más en el ambiente que esa medida inmedible? Cuando comenzó la gestión de Néstor Kirchner en 2003, una pelea política fue por imponer la agenda en los medios; como sucede siempre con cualquier dirigente que llega al Gobierno: intenta que los medios anden detrás de los pasos de la gestión para que no le marquen una agenda distinta. La disputa, si se quiere razonable, se mantuvo en carriles aceptables. Qué presidente no intentó sacudir un sábado las redacciones para obligar a un título dominical impactante. Eso era imponer agenda pública. Veamos en Tucumán, con un caso sencillo: Alperovich, todos los días, mantiene una charla matutina acotada con la prensa, con lo que a su manera trata de imponer la agenda a los medios. A veces da primicias o elude respuestas, pero sus dichos se tratan de dispersar por las redes sociales y los medios públicos. Un clásico, aunque elemental.
En fin, lo que en un comienzo de la democracia fue una velada disputa por lograr que los medios de prensa fueran detrás de las noticias políticas -o diseñar la agenda- o bien que los medios impusieran sus producciones propias a la gestión oficial; hoy se transformó en una disputa por el relato. Es un paso más, desde el Gobierno se trata de escribir la historia en el presente. Imponer el relato. Por eso no hay nada peor para la gestión que le impongan una lista de noticias que le incomode. O bien que le impongan la realidad, tan cruda como suele ser. Por eso, algunos diarios mienten, según se llegó a decir. Lo último que crispó al oficialismo fue el documento de la Conferencia Episcopal Argentina que aludió a una Argentina enferma de violencia. El texto puso en guardia a kirchnerismo, que salió a hablar de la violencia de los 70. La popular diría esa sí fue un época de violencia. Un obispo contestó a los camporistas: “hablamos del país de hoy”. En suma, en el marco de esa medición rara que quiere imponer el Gobierno nacional para gestionar su propio relato histórico no habría violencia sino sólo sensación de violencia.
Y podríamos seguir: no hay corrupción sino sensación de corrupción, no hay miedo sino sensación de miedo, no hay demagogia sino sensación de demagogia, no hay inflación sino una sensación de que los precios suben, no hay falta de gas sino sensación de ausencia de combustible fundamental para pasar el invierno, no hay verdaderos políticos sino sensación de falta de políticos, no hay ocultamiento de nombramientos sino una sensación de encumbrimiento de designaciones impopulares, no hay concursos públicos sino una sensación de carencia de licitaciones y de nombramientos ajustados a la ley. En fin, no hay pelea territorial entre amayistas y alperovichistas en la capital, sino una sensación de disputa por espacios de poder.
¿Cuál es el sentido de negar la existencia de hechos de inseguridad? Peor aún, ¿cuál es la intención de hablar de sensación y no aceptar que la gente cree que hay algo más en el ambiente que esa medida inmedible? Cuando comenzó la gestión de Néstor Kirchner en 2003, una pelea política fue por imponer la agenda en los medios; como sucede siempre con cualquier dirigente que llega al Gobierno: intenta que los medios anden detrás de los pasos de la gestión para que no le marquen una agenda distinta. La disputa, si se quiere razonable, se mantuvo en carriles aceptables. Qué presidente no intentó sacudir un sábado las redacciones para obligar a un título dominical impactante. Eso era imponer agenda pública. Veamos en Tucumán, con un caso sencillo: Alperovich, todos los días, mantiene una charla matutina acotada con la prensa, con lo que a su manera trata de imponer la agenda a los medios. A veces da primicias o elude respuestas, pero sus dichos se tratan de dispersar por las redes sociales y los medios públicos. Un clásico, aunque elemental.
En fin, lo que en un comienzo de la democracia fue una velada disputa por lograr que los medios de prensa fueran detrás de las noticias políticas -o diseñar la agenda- o bien que los medios impusieran sus producciones propias a la gestión oficial; hoy se transformó en una disputa por el relato. Es un paso más, desde el Gobierno se trata de escribir la historia en el presente. Imponer el relato. Por eso no hay nada peor para la gestión que le impongan una lista de noticias que le incomode. O bien que le impongan la realidad, tan cruda como suele ser. Por eso, algunos diarios mienten, según se llegó a decir. Lo último que crispó al oficialismo fue el documento de la Conferencia Episcopal Argentina que aludió a una Argentina enferma de violencia. El texto puso en guardia a kirchnerismo, que salió a hablar de la violencia de los 70. La popular diría esa sí fue un época de violencia. Un obispo contestó a los camporistas: “hablamos del país de hoy”. En suma, en el marco de esa medición rara que quiere imponer el Gobierno nacional para gestionar su propio relato histórico no habría violencia sino sólo sensación de violencia.
Y podríamos seguir: no hay corrupción sino sensación de corrupción, no hay miedo sino sensación de miedo, no hay demagogia sino sensación de demagogia, no hay inflación sino una sensación de que los precios suben, no hay falta de gas sino sensación de ausencia de combustible fundamental para pasar el invierno, no hay verdaderos políticos sino sensación de falta de políticos, no hay ocultamiento de nombramientos sino una sensación de encumbrimiento de designaciones impopulares, no hay concursos públicos sino una sensación de carencia de licitaciones y de nombramientos ajustados a la ley. En fin, no hay pelea territorial entre amayistas y alperovichistas en la capital, sino una sensación de disputa por espacios de poder.