María y Fermín, la novela en la que el amor es eterno

Ellos se enamoraron hace 70 años, cuando él macheteaba en el surco, en el ingenio Fronterita, y ella era poco más que una niña que se atrevió a jugarse por lo que le cantaba el corazón. Setenta años después, con 10 hijos, 40 nietos y otros tantos bisnietos, ellos siguen dando testimonio de que el amor eterno no siempre es puro cuento. Una historia que emociona, en esta víspera del Día de los Enamorados.

AMOR ETERNO. Se unieron hace 70 años y nada los separó. LA GACETA / FOTO DE OSVALDO RIPOLL AMOR ETERNO. Se unieron hace 70 años y nada los separó. LA GACETA / FOTO DE OSVALDO RIPOLL
Todos gritan: “beso, beso”. Él, suave, la toma por la espalda y busca su boca. Aunque está ciego, ya conoce el camino, porque lo ha transitado más de 70 años. Algunos aplauden y a otros les brotan las lágrimas. Fermín Paz, vitoreado por su familia numerosa, besa a María Faustina Leiva. Ella lo reconoce a pesar de la demencia senil que padece. El amor no se olvida.

¿Quieren conocer una historia apasionada como las de antes? De esas que superan la ficción, tan verdadera como los callos en las manos de Fermín, que surgieron de tanto trabajar en el surco; de esos relatos en donde las personas se enamoran con una mirada, las diferencias avivan las pasiones y la extrema pobreza no impide que una pareja de tucumanos pueda tener 14 hijos -hoy casi todos profesionales-, 41 nietos y 46 bisnietos.

La fuga

No hace falta reconstruir la historia por terceros: Fermín, a sus 94 años, recuerda hasta los mínimos detalles, como ese día en que el sol pegaba fuerte en el cañaveral cercano a la colonia 7 del ingenio La Fronterita, en Famaillá, y vio por primera vez a su futura esposa. De entre la tierra seca que levantaban los machetes, Fermín, de 23 años, y María, de 13, se devolvieron las miradas. Recién llegada de Cruz Alta, a ella le atrajo la nobleza que reflejaban esos ojos negros profundos y la manera de trabajar en el arado. Él quedó deslumbrado con la belleza sutil y tímida de la joven, aunque le asustaba un poco la diferencia de edad.

“Papá la robó -comenta una de sus hijas-, pero no duró más de 24 horas la aventura, pues mi abuelo lo hizo meter preso en la comisaría de Famaillá. Pero ahí llegó mamá para dar su testimonio. Y ese 20 de octubre de 1944 salieron casados de la comisaría: los testigos fueron esos mismos policías que prestaban servicios en la comisaría”, describe Nelly. Pero Fermín añade que en realidad fue María quien se acercó a su casa para decirle que quería vivir con él para siempre. Entonces, Fermín habló con su madre, ya que era el único sostén de la familia, y le dijo que había llegado su hora: la de dejar de ser hijo para ser hombre de esa mujer que había elegido.

Una vez casados, partieron juntos a caballo durante unos 40 kilómetros hasta el hogar que vio nacer a la mayoría de sus hijos: tuvieron 14 niños y cuatro de ellos se murieron. “Estaba mucho tiempo sola, porque Fermín viajaba: trabajaba en las cosechas de otras provincias, como la de Santa Fe. La llegada de los hijos eran la alegría del hogar, la bendición”, relata María, y va recitando algunos de los nombres de sus pequeños muertos. Es que según sus hijos la pobreza extrema no los ayudó cuando los bebés se enfermaron: tenían que caminar unos 10 kilómetros hasta encontrar un médico y muchas de esas veces llegaron tarde.

Remendar, cocinar

“Mi compañera de todo”, dice Fermín y sostiene la mano arrugada y tibia de su “Maru”. Hoy viven juntos en el barrio Casa Rosada de Famaillá, rodeados de cañaverales y de hijos que se instalaron en las viviendas vecinas. Con el olor del pan caliente, a algunos de ellos se les vienen a la mente las madrugadas de la infancia. “Mamá sacaba el bollo del horno a leña para darnos de desayuno; en ese mismo horno había secado nuestros delantales que había lavado a la noche y que luego los había planchado con carbón. Íbamos de a seis o siete a la escuela, siempre bien vestidos y limpios”, se acuerda Elsa. Ángel destaca que nunca ha visto trabajar a un hombre como a su padre: “será que no tenía margen para ser holgazán. Tenía una familia numerosa que alimentar. En ellos tenemos dónde realmente mirarnos y afirmarnos. Nos enseñaron que así se hace una familia, con valores que viven para siempre”.

Al alba María ya no cocina pan caliente. Ahora llega con pasos cortos al jardín, tomada de la mano quizás por Mimí (una de sus hijas), que va todas las mañanas a acompañarlos y ayudarlos con las tareas de la casa. La jardinería se transformó con los años en la pasión de María, por ello el patio está verde, florecido y perfumado. En la galería, siempre cerca suyo, la espera Fermín que recita en voz alta: “no teníamos nada, pero ella tuvo la capacidad de tener a mis hijos bien limpios, remendados, pero impecables. Estaba siempre en la casa y lo que más me gustó fue su decencia. No puedo mentir: teníamos discusiones, pero nunca le reproché algo. El sufrimiento no nos doblegó. Lo único que le pido a Dios es morir de la mano con ella”.

Con la caída del sol, María se acerca, lo abraza y le pregunta: “¿todavía me querés?”. Fermín contesta: “claaaaro Maru”.

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