Alberto Vaccarezza, Florencio Sánchez, Gregorio de Laferrere, Roberto Payró… A la lista de grandes autores de sainetes de la Argentina habrá que agregar a una verdadera innovadora en el género: Cristina Fernández de Kirchner. Su puesta en escena de la previa al traspaso de mando tuvo todos los ingredientes de este género: gracia, picardía criolla y un sabor a tragedia amarga de fondo. Es cierto que no se esperaba una actitud generosa de la casi expresidenta hacia su sucesor, pero la sumatoria de elementos es un exceso hasta para las mentes más imaginativas: desde varias hojas del Boletín Oficial con nuevos nombramientos cada día y el apuro de leyes para aprovechar los últimos días de mayoría automática en el Congreso hasta la extensión de una decisión de la Corte Suprema que abarcaba sólo tres provincias a todo el territorio nacional para incrementar el agujero financiero de Mauricio Macri, pasando por la insólita amenaza a Pallarols, el orfebre encargado de confeccionar el bastón de mando, respecto de dónde debía dejar flamante el atributo presidencial.

Hasta Zamba participó de esta comedia de enredos, por partida doble: en su faceta oficialista, como el responsable de haber desplazado al cipayo Pato Donald de los gustos infantiles y en su rol opositor, explicando en uno de sus episodios que en el Salón Blanco de la Casa Rosada es donde el mandatario saliente entrega el bastón y la banda al que le sigue. Así, Aníbal Fernández, que había chicaneado con lo contrario durante buena parte de la semana previa, batió su propio récord y ya fue desmentido hasta por un dibujo animado.

Cristina busca con estos esfuerzos posicionarse como la líder opositora sosteniendo su forma de entender la política: radical, dura, confrontativa. Reúne detrás a los sectores kirchneristas más fanatizados, pero al mismo tiempo se nota un ánimo diferente entre los gobernadores, funcionarios y legisladores peronistas tradicionales, que tienden a distanciarse a paso lento pero seguro y que se manifiestan a favor de acordar políticas puntuales para favorecer una transición que ya reconocen compleja. Florencio Randazzo, por ejemplo, parece estar sacándose la espina de su no-participación como contrincante de Daniel Scioli en las PASO del Frente para la Victoria abriendo sus brazos colaborativos con cada nuevo ministro de Cambiemos cuya función está relacionada con su área. Juan Manuel Urtubey, gobernador de Salta y otrora ladero de Scioli durante la campaña presidencial, consideró incomprensible todo lo que ocurre alrededor de la transición, la calificó de “mal gusto” y enfatizó en que los continuos palos en la rueda puestos por Cristina constituyen “un problema institucional severo”.

Pero Cristina siempre vivió el poder de ese modo: una interpretación singular de la democracia populista y autoritaria, al mismo nivel de lo que se vio en estos mismos años en Venezuela, Ecuador, Nicaragua y, ahora con los decibeles un poco por debajo, Bolivia. Nuestro país quedó en un eje de naciones que abandonaron los consensos y la participación de los diferentes partidos, políticos, en los que el opositor no es un adversario, sino un enemigo. CFK se posicionó no como la presidente, sino como la nación y la patria en sí mismas, por lo que cualquiera que la contradecía se convertía automáticamente en un traidor. Esa forma de liderazgo es a todas luces anticonstitucional.

Las cartas que juega CFK chocan, en principio, contra la historia reciente: desde 1983 hasta la fecha ningún expresidente logró recuperar la centralidad que tenía cuando ocupaba el sillón de Rivadavia. Ni siquiera Raúl Alfonsín, que como senador alcanzó participó de algunos acuerdos importantes y fue pieza clave en el llamado Pacto de Olivos, que habilitó la reforma constitucional de 1994 y, como consecuencia, la reelección de Carlos Menem, que tampoco logró reposicionarse sin la institución presidencial detrás. Fernando de la Rúa desapareció de la política, Adolfo Rodríguez Sáa continuó jugando un papel menor y desarrollando su fortaleza principalmente en su provincia, Eduardo Duhalde quedó en una posición marginal y Néstor Kirchner murió. Este panorama no favorecería las aspiraciones cristinistas. Para peor, si se realiza una excavación más profunda hasta el pasado de los argentinos, sólo tres presidentes volvieron al poder luego de abandonarlo: Juan Domingo Perón, que murió poco tiempo después, Hipólito Yrigoyen, que fue derrocado por el golpe de Estado de 1930, y Julio Argentino Roca, que tiene además una marca personal: es el único que logró completar el nuevo mandato.

Si la historia no es generosa con la búsqueda de Cristina, el presente tampoco acompaña. En las últimas elecciones se visualizó la vocación de cambio de la sociedad argentina. Los tres candidatos principales la expresaban, con sus matices. Macri está actuando en consecuencia. Parece haber aprendido de los problemas de la Alianza y apostó a un equipo plural, donde caben tanto miembros de la UCR como su antiguo rival en CABA Martín Lousteau, el massista Adrián Pérez y hasta Lino Barañao, que sostendrá el cargo que ostentó durante la administración kirchnerista. Así, el presidente electo demuestra la vocación de entender que la sociedad está representada por todos los espacios y que un gobierno que busca cambiar tiene que ser generoso. Venimos de una larga etapa en la que el gobierno anuló el debate y se votaban leyes sin que hubiera ningún tipo de discusión, algo que resultaba frustrante hasta para muchos de los Diputados y Senadores que nada podían hacer contra todas esas manos que se levantaban como autómatas ante cada propuesta que bajaba del Ejecutivo, sin que se le pudiese cambiar ni una coma a ninguna de ellas. Viene para la Argentina una nueva democracia, que recupera el disenso y la tensión, conflictos que no sólo no son negativos en un contexto de pluralismo, sino que hasta deben ser fomentados.

Por eso, más allá del resultado ajustado del balotaje, la inclinación popular hacia el cambio hace pensar que CFK quedará liderando un grupo cada vez más acotado, en una esquina de la política argentina. La todavía primera mandataria olvidó, en este apuro de ganar poder marginal para su retiro, una de las reglas básicas de cualquier país normal: el respeto a la investidura presidencial. Al degradar a su sucesor, también se degradó a sí misma.

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