Este no fue un crimen más. Se trató de un hecho que no sólo dejó al descubierto otra vez el tráfico de drogas en el penal de Villa Urquiza, sino que la vida de un recluso vale poco.

A Fernando Medina lo sacaron ilegalmente del lugar donde estaba detenido. En el camino a la cárcel lo golpearon salvajemente. Él logró comunicarse con su familia para contarles lo que había sucedido y que su vida corría serio peligro. Sabía que, por su denuncia, lo podían matar.

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Su esposa y su cuñada, espantadas, se presentaron dos veces en el juzgado que conduce Roberto Guyot, implorando por protección. Nunca las escucharon. La única respuesta que recibieron de los empleados fue que el magistrado y su secretaria estaban realizando un curso. Se enteraron de la muerte de Medina mientras esperaban ser atendidas por el juez, cuando un policía del Hospital Avellaneda llamó al juzgado para informar que un preso había fallecido. Ellas sabían que era él. El reconocimiento del cuerpo fue un mero trámite, porque tuvo una muerte anunciada

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