El hombre que mató a sus hijos para esquivar la verdad
Jean-Claude Romand acaba de obtener la libertad condicional. Entró a la cárcel hace 26 años, después de asesinar a sus hijos, su esposa y sus padres. Los habitantes del idílico pueblo francés en el que vivía Romand en 1993 no sospecharon que detrás del destacado médico e investigador de la OMS (Organización Mundial de la Salud), y padre de familia ejemplar, podía esconderse un impostor y un homicida en potencia. Algunos días después de los crímenes descubrieron que Romand nunca se había recibido, que no trabajaba donde decía -ni en ningún lado- y que el derrumbe de un esquema de estafas lo llevaron al desenlace fatal.
Por Daniel Dessein
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
La historia de Jean-Claude Romand obsesionó al escritor Emmanuel Carrère, quien creyó que las claves de la trama solo podría proporcionarlas su protagonista. “Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un criminal ordinario, ni tampoco la de un loco, sino la de un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que lo superan, y son esas fuerzas terribles las que yo desearía mostrar en acción”, le decía Carrère en una carta que Romand no contestó.
La historia inspiró Una semana en la nieve, novela de Carrère protagonizada por un padre asesino. La novela llegó a manos de Romand y, dos años después de recibir la carta del autor, decidió contestar, invitándolo a una visita en la cárcel. A partir allí empezó a escribirse El adversario, una de las mejores novelas de no ficción de nuestro tiempo.
Carrère encuentra un momento decisivo en la vida de Romand en 1975, casi 18 años antes de los crímenes. Está en segundo año de medicina en Lyon. Tiene un examen final y no se presenta. Sus padres le preguntan cómo le fue y responde que le fue bien. Es la primera mentira sobre la que se apoyarán muchas más.
Poco tiempo después se casó, luego comunicó que se había recibido, y el matrimonio se mudó a Prévessin, un pueblo francés en la frontera suiza, cercano a Ginebra, donde supuestamente el falso médico trabajaría para la OMS.
Su círculo estaba compuesto por sus padres, sus suegros y un grupo de amigos del barrio. ¿Cómo era un día en la vida de Romand? Por la mañana llevaba a sus hijos al colegio, luego manejaba varios kilómetros hasta Ginebra y dejaba su auto en el estacionamiento de la OMS. Desde allí caminaba hasta un kiosco y compraba diarios y revistas que leía en un café. Cada tanto tenía un viaje por algún “congreso” o “seminario”. Iba hacia el aeropuerto y se quedaba en el cuarto de un hotel cercano viendo televisión durante cuatro o cinco días. Volvía a su casa con relatos nutridos por alguna guía turística de Sao Paulo o Tokio, y con regalos para los chicos comprados en el aeropuerto.
Opciones
Durante los años en que decía estudiar en la universidad, vivía de fondos de sus padres. Cuando “ingresó a la OMS”, transmitió a varios de sus parientes que por su pertenencia a la institución tenía acceso a tasas de interés particularmente altas para los depósitos que hicieran a través suyo en su cuenta. Así empezó a construir un sistema Ponzi que funcionó, con pocas dudas y con aportantes sucesivos, durante 15 años. Primero sus padres, luego un tío, sus suegros, algunos amigos.
No todo fue monótono y gris en su vida. Cuando volvía de su “trabajo” dedicaba tiempo a su familia, veía amigos, participaba de actividades de su comunidad. Durante varios años tuvo una relación paralela con una amante en París, adonde llegó a viajar semanalmente. Quien sería su última víctima financiera le confió los fondos derivados de la venta de un departamento. El pedido de devolución de esos fondos, que se habían evaporado parcialmente, precipitó la tragedia.
¿Qué alternativas tenía? “¿Contarle a Corinne -su amante- que lo habían agredido y robado el maletín de billetes?”, se pregunta Carrère. Y sigue: “¿Confesarle la verdad? ¿Una parte de la verdad: que estaba en una situación económica insoluble y que la había arrastrado a ella? ¿Toda la verdad: 17 años de mentiras? ¿O tomar lo que quedaba y tomar un avión hacia la otra punta del mundo? No volver nunca, desaparecer. El escándalo estallaría al cabo de pocas horas, pero él no estaría allí para presenciar el hundimiento de su familia y afrontar sus miradas. Tal vez pudiera hacerse pasar por muerto, hacer creer que se había suicidado. No habría cadáver, pero si abandonaba el auto , con una nota de adiós, cerca de un precipicio de montaña... Declarado muerto, estaría realmente fuera de alcance. El problema era que seguiría vivo y que solo, aún con el dinero, no sabría qué hacer con su vida. Despojarse de la piel del doctor Romand equivaldría a encontrarse sin piel, más que desnudo: desollado.”
¿Existe la verdad?
Romand vuelve a su casa, conversa con su mujer, la incita a tomar alcohol, espera a que se duerma y le aplasta el cráneo con un palo de amasar. Luego busca su carabina, cubre con una almohada la cabeza de su hija de siete años y le dispara. Después hace lo mismo con su hijo, de cinco años. Minutos más tarde maneja hasta la casa de sus padres, come con ellos y los mata. A continuación busca a su amante e intenta asfixiarla con sus manos pero ella logra escapar. Finalmente vuelve a su casa, toma una dosis de somníferos que cree que lo matarán y prende fuego al lugar después de rociarlo con nafta.
Romand es rescatado del incendio y recupera el conocimiento días más tarde. Es juzgado y va a la cárcel por un cuarto de siglo. Hasta este 2019 cuando, con 65 años, sale en libertad condicional.
Cuando iba al secundario, un Romand adolescente eligió para un breve ensayo escolar el tema “¿Existe la verdad?” Si existe, pudo plantearse Romand, esta puede ser la adecuación con la realidad o, quizás, solamente la coherencia de un enunciado con otro, una construcción en la que una pieza encaje bien con la siguiente en una sucesión lógica, independientemente de la autenticidad de la pieza original. Probablemente Romand se aferró a esta segunda acepción y cuando su construcción empezó a derrumbarse decidió eliminar las vidas de las víctimas principales de su engaño. Incluyendo la suya y también aquellas vidas que había contribuido a crear.
© LA GACETA