El 27 de enero de 2010, en su casa de Cornish, New Hampshire, a los 91 años, murió el gran escritor norteamericano Jerome David Salinger. Había nacido en Nueva York y vivía recluido y sin publicar nada desde hacía casi medio siglo, más de la mitad de su vida, mientras su fama y sus fans no paraban de crecer en todo el mundo, signo irrefutable de que sus libros habían pasado varias veces la dura prueba de la relectura, quizá la más difícil para cualquier escritor.
Hijo de un comerciante polaco de origen judío y de una escocesa-irlandesa católica, pasó su infancia huyendo del departamento familiar de Park Avenue, probablemente para vivir o contemplar experiencias similares a las del narrador de su maravilloso cuento El hombre que ríe, y luego, ya adolescente, a las del hipersensible y problemático Holden Caulfield, protagonista de ese clásico del siglo pasado que es El cazador oculto (título muy superior al literal: El guardián entre el centeno).
Esta novela, celebrada por Faulkner, aparece en 1951 (aunque parece escrita ayer) y lo lanza al estrellato literario inmediatamente, sobre todo por su cuestionamiento de los códigos sociales con un lenguaje provocador y divertido que no deja títere con cabeza. Holden, con escasos 16 años, no tiene ningún problema para despachar sus opiniones sobre el sexo, las drogas o la prostitución, aunque lo que más lo obsesiona es la hipocresía social; tal vez por eso no deja de repetir su palabra favorita: Phony (falso, artificial, snob). Esta apuesta por una naturalidad absoluta, utópica, no sólo coquetea con el existencialismo, tan en boga durante aquellos años, sino que quizá explica las búsquedas religiosas del mismo Salinger.
Cuenta la leyenda que cuando se enteró de que su familia era sólo “medio judía”, el joven Sonny (como lo llamaba su padre) padeció una terrible crisis religiosa; así, pasó del judaísmo al cristianismo, de ahí a las enseñanzas de Yogananda, a la dianética e incluso a la cienciología; su devoción, al final, parece haber recaído en el budismo zen. No es casual que con estos escasos elementos biográficos, incluido su trabajo de interrogar prisioneros nazis luego de desembarcar en Normandía el día D, y sin mencionar infundadas acusaciones satánicas, cierta prensa se ensañara con él, regodeándose con sus excentricidades antes que reparar en su literatura. Frente a esta situación, su alejamiento del mundo podría ser visto como un acto de salud mental.
Los otros libros
Con su segundo libro, Nueve cuentos (1953), y en especial con el texto que abre el volumen, “Un día perfecto para el pez banana”, Salinger inicia la saga de la familia Glass, una obsesión que atravesará su obra hasta el final, con especial énfasis en la figura del hermano mayor, Seymour, a quien los relatos elevan a dimensiones místicas. También ahí está presente la preocupación por los efectos traumáticos de la guerra, algo que el mismo autor sufrió en vida, y que reaparecerá estremecedoramente en ese cuento increíble que es “Para Esmé, con amor y sordidez”. En estas historias, por otro lado, confirmará su gran talento para retratar el mundo de la infancia, y el conflicto natural que lo enfrenta al de los adultos, quizá el tema central de toda su obra.
Por último, luego de Franny & Zooey (1961), Salinger publicará la insuperable Levantad, Carpinteros, la viga maestra… (1963). Algunos pocos consideramos que esta nouvelle es la obra maestra del autor. Una máquina narrativa perfecta que atrapa al lector con su inigualable prosa zumbona y el relato absurdo de un casamiento interrumpido durante la Segunda Guerra Mundial. Por si esto fuera poco, además, tiene uno de los mejores finales de toda la historia de la literatura universal.
Con ecos de Mark Twain y Scott Fitzgerald, con cuasi epígonos como Thomas Pynchon y Lorrie Moore, hoy en día son pocos los que no reconocen el valor de Salinger. Ese hombre que trató de exorcizar sus demonios a través de la escritura, y en el camino, literalmente encantó a varias generaciones de lectores. Su secreto para hacerlo, al que muchos sin dudarlo llamarían genio, tal vez esté en su autenticidad, ya que nunca cedió a las presiones externas, y básicamente hizo lo que le dictaba su sensibilidad y su intuición. Quizá ahí resida el carácter entrañable de sus personajes.
Un genio, un amigo
Incluso en su temprano retiro podría vislumbrarse un atisbo de esos genios a los que tanto le gustó retratar. El mundo, sin duda, es una contingencia molesta para ellos, y tranquilamente pueden vivir sin su estupidez infinita. Un verdadero genio, parece haber gritado en silencio durante sus últimos 50 años, todo lo que necesita es un poco soledad para vivir en paz. Esa misma paz que el autor encontraba, paradójicamente, en escribir para sí mismo y no publicar. Ahí están sus libros para los que aún tenemos ganas de escuchar su voz; una voz que parece la de un amigo de la infancia, un amigo de verdad. Tal vez hacernos escuchar esa voz fue su único propósito, y lo consiguió con creces. Un pequeño milagro por el que todos deberíamos estar agradecidos, ya que el resto, como bien intuía el espíritu afín de Hamlet, es puro silencio.
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Marcelo Damiani - Novelista y crítico. Premio Fondo Nacional de las Artes.