Beethoven en el laberinto de Borges

“Borges aborrecía a Beethoven. Y a Gardel”, según su viuda, María Kodama.

24 Enero 2021

En este tiempo de una imprevista pandemia se cumplieron 250 años del nacimiento de Ludwig van Beethoven. Los preparativos para el desarrollo de un programa celebratorio de uno de los más grandes creadores musicales de todos los tiempos no podían tener en cuenta -en su momento- la dispersión en todo el planeta de un virus mortal, tan contagioso, que modificó casi todos los comportamientos humanos. Y hasta el universo de las variadas programaciones de toda naturaleza en 200 países. Y, como nunca antes, se vio una preponderancia obligada de los gobiernos por dar respuesta a semejante amenaza y acción pandémica. Para Alemania, el 2020 era “el año beethoveniano” por excelencia. Se circunscribió, entonces, a modos virtuales de impecable factura para que el mundo pudiera conocer más sobre la vida, padecimientos y obra de quien -desde que irrumpe en el mundo musical europeo a finales del Siglo XVIII- es con justicia llamado “El genio de Bonn”.

Los dos “B”: el sordo y el ciego

Tuve la oportunidad de conocer en Bonn la casa natal de Beethoven, convertida en museo. La sordera que padeció con esfuerzo y dolor, si bien en un principio parcial (desde los 24 años) hasta que le era imposible oír nada (a partir de los 50) le obligaría a utilizar recursos casi heroicos para poder percibir sonidos. Guardo aún en mi memoria la impresión que me causaron las trompetas de cobre o de latón que Beethoven utilizaba para intentar oír, expuestas en una de las vitrinas del museo. Con un extremo de pequeño diámetro para el oído que se abría como un embudo de una boca de gran diámetro (20 a 25 cm.) y un largo de ¡hasta 40 cm! Confieso que me costó imaginar a Beethoven con una mano sosteniendo alguno de esos instrumentos y con la otra escribiendo la partitura de la música que estaba creando.

Sus biógrafos escriben que para la composición no utilizaba esos instrumentos sino sólo una varilla de madera entre los dientes para captar la vibración del piano. En todo tiempo se quejaba amargamente, y con razón, de su sordera. Se recluía en su domicilio porque era consciente de cuánto podía molestar a quienes se esforzaban por hacerse oír. Habilitó una pequeña libreta, que era su mejor manera de comunicarse donde le podían escribir lo que intentaban decirle las personas con las que se encontraba. Mejor, naturalmente, que un rudimentario lenguaje por señas individual que pocas veces utilizaba con pudor y que tantos inconvenientes y enojos le causaban cada vez. Mucho se escribió, por quienes se adentraron en detalles de su vida y circunstancias, que hasta imaginó el suicidio.

Borges, por su parte, que heredó la ceguera de su padre y de su abuela (ambos murieron ciegos) expresó en una conferencia en 1977 sobre esa limitación: “mi modesta ceguera personal”. Y luego en esa misma conferencia: “Tomé una decisión, me dije: ya que he perdido el querido mundo de las apariencias, debo crear otra cosa: debo crear el futuro, lo que sucede al mundo visible que, de hecho, he perdido”. Y como si le estuviera hablando al creador de la “Novena sinfonía”, cuya música es el himno oficial de la Unión Europea, Borges, en una parte de esa conferencia sobre su ceguera parafraseó a la sentencia socrática: “¿Quién puede conocerse más que un ciego? Lo que un músico siente (¿pensaría en Beethoven?) es que el extraño mundo de los sonidos –el mundo más extraño del arte- está siempre buscándolo, que hay melodías y disonancias que lo buscan. Para la tarea del artista la ceguera no es del todo una desdicha: puede ser un instrumento”. Conociendo cómo le complicó la existencia a Beethoven su sordera mal podría suponerse que esa desgraciada condición le significase, al decir del autor del Aleph, “un instrumento”. En Beethoven su carácter se veía influenciado por esas situaciones que lo desesperaban, a veces, intentando percibir algún sonido con esas trompetas que le resultaba un suplicio. O una bendición, cuando podía percibir la vibración de una nota, de un sonido cualquiera.

Ésa era la clave, la vibración

Lógico, para un músico experimentado y con semejante capacidad expresiva alterada a partir de los 30 años por la progresiva sordera. El recurso de la varilla de madera que mordía apoyándola en la caja sonora del piano le permitía percibir la clave, la vibración. Su memoria musical, su oído absoluto, le permitía escribir y leer partituras con ese casi sobrenatural recurso de la memoria musical exacta, impresionante.

Borges, por su parte, no disimulaba -sin embargo- su falta de visión. Casi naturalmente convivió como si no tuviese el impedimento de la luz en sus ojos. Beethoven, atrapado en ese laberinto borgeano (anticipándose) halló que la salida al mundo no podía ser otra que el fulgurante y majestuoso sonido de sus sinfonías o el armonioso ensamble de notas en sus sonatas o el tenue velo de luz, repitiéndose en sutiles variaciones de su “Claro de luna”.

“Dulce lengua de Alemania”

Borges se abrió en su afán de saber otras lenguas, aún aquellas distantes. Habiendo crecido en un hogar donde el inglés y el español convivían naturalmente, aprendió el francés y el latín, lengua obligada en su estancia en Ginebra donde cursó la educación primaria. Pero sentía un gran atractivo por el alemán, para poder leer a Shopenhauer en directo. Estuvo inmerso -como se supone podía estar Borges cuando le interesaba algo- en estudio solitario del alemán valiéndose de diccionarios. Y hasta escribió un poema: Al idioma alemán:

Mi destino es la lengua castellana / el bronce de Francisco de Quevedo… Pero a ti, dulce lengua de Alemania, / te he elegido y buscado, solitario.

Y nombra a Hölderlin, Angelus Silesius. Heine, Goethe, Kelle.

Fidelio, su única ópera

¿Alguien hubiera imaginado que una ópera, Fidelio, la única que compuso Beethoven, llevaría textos de Borges en una puesta hecha en Múnich hace diez años (22 de diciembre de 2010 y repuesta en 2016)? Pues sí, el director español Calixto Bieito lo imaginó.

Innovó en la puesta e introdujo poemas de Borges sobre el laberinto que sustituyen los textos declamados de la ópera. Y abre la escena con uno de esos poemas. Y hasta una modernísima escenografía de metacrilato (que se utiliza en ingeniería) que supone un laberinto vertical –ése era el propósito de Bieito- que ocupa la altura del escenario y donde se mueven los intérpretes sostenidos por arneses.

Si la ópera se hubiera representado con esa puesta en tiempos de vida del gran maestro de las letras, Borges hubiese agregado a la lista de los músicos alemanes que le agradaban, tales como Bach y Brahms, al mismísimo Beethoven sin dejar por ello de sentir gozo con los Beatles, los Rolling Stones y Pink Floyd, músicos “de gran energía”, según él enfatizaba.

Borges habría reaccionado por lo de Fidelio con el regocijo con el que los niños se expresan frente a un regalo importante. Pese a que había tenido innumerables halagos por su obra, desde muchos lugares del mundo. Al gran maestro de las letras y tejedor de historias sobre urdimbres singulares y poeta del asombro, enumerador como pocos, le hubiese caído como bendición desde lo arcano: sus poemas laberintos y parte de un cuento suyo y junto a textos de Kafka -que tanto tiempo ocupó en su vida de creador en una obra de Beethoven, recitados en alemán. la lengua que apreciaba, y con una escenografía laberíntica ocupando todo el escenario. ¿Qué más? Y hasta referencias a El Proceso, una realización de Orson Welles.

Singular experiencia

Entre el muy profuso programa elaborado con la meticulosidad de la que suelen hacer gala los alemanes, la sordera de Beethoven ocupa un espacio muy importante como lo fue en su propia vida y en su condición de músico, creador excepcional. Accediendo a Bibliothekskatalog-Beethoven-Haus Bonn en el casi inconmensurable sistema de internet se pueden llegar a escuchar fragmentos muy breves (dos a cinco minutos) de sus más celebradas creaciones. En el sitio mencionado “La oreja de Beethoven” se ofrece un listado de obras tales como la Sinfonía Pastoral, Para Elisa, Sonata Patética op. 13; Quinta Sinfonía, op. 67 y hasta la Novena, en su parte coral. Conmueve verdaderamente. Asombra y genera en el oyente una precisa idea de la sordera del genial músico y del sufrimiento que sobreviene al escuchar esas breves y comparativas grabaciones. A la vez, da cuenta de la extraordinaria capacidad de su memoria musical y de su oído absoluto que le permitía generar y percibir (mentalmente) cómo sonaba su obra. De ahí ese título en el gran catálogo preparado con exquisita disposición: Oído con el oído de Beethoven. Iguales el verbo y el sustantivo para un experimento valioso y de notabilísimas intenciones: conocer mejor y más al genio de Bonn a partir de una experiencia posibilitada por una avanzada e ingeniosa técnica de tratamiento de sonidos. Se puede apreciar en las breves grabaciones, nítidamente, cómo Beethoven no percibía los tonos altos y también, en gran medida, los medios. Para el no avisado, las primeras partes de esos breves trozos parecen mal grabados, torpemente grabados. Las segundas partes dejan oír la espléndida sonoridad beethoveniana con toda su fuerza.

Claro de luna

Suele ocurrir que un mismo hecho que existió hace un buen tiempo (en este caso tres siglos) genere distintas y hasta antojadizas referencias. Con los modernos recursos con los que se perfecciona la historiografía sí pueden precisarse hechos y sus motivaciones. Pero hay un punto de inflexión en que sus referencias se instalan (mito o leyenda) como “verdad histórica”, bien entrecomillada. Tal el caso de la Sonata para piano Nº 14 “Quasi una fantasía” (1802), denominada después de la muerte de Beethoven como “Claro de luna”. Elijo, entre tantas referencias una de las más difundidas y que calza con la propuesta de este análisis comparativo entre dos grandes: B y B.

Se cuenta que Beethoven, de 31 años, caminaba con un amigo y al pasar frente a una modesta vivienda de un barrio de Bonn pudo percibir la música de un piano. Entró a la casa y se dio con una joven, casi niña, frente a un piano. Le expresó lo bien que le parecía el modo de interpretar música. La joven, que era ciega y se informa de que quien le habla es Beethoven (alguna de sus creaciones pianísticas interpretaba) le manifiesta que ella ansía poder al menos saber cómo es un claro de luna, aunque le es negado verlo. Beethoven, impresionado, se sienta al piano y desgrana lo que sería una de sus composiciones para piano más difundidas. Tal vez Borges, ya con su ceguera avanzadísima, podría haber percibido, auditivamente, la luz diáfana y sutil de un claro de luna si no fuera que, al decir de la Kodama, aborrecía a Beethoven (y a Gardel).

© LA GACETA

Carlos Duguech – Escritor y periodista.

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