El blanco opaco de los huesos;
ni la mirada quieta de los muertos;
ni el marrón sin esperanzas
de toda sangre
ya vencida y humillada;
ni el ruido de los fierros artilleros;
ni el silbido insolente de las balas;
ni el discurso de los vencedores;
ni los ayes persistentes de los otros;
ni los trapos erigidos en banderas
de una blanca y doliente rendición;
ni la firma ostentosa de los que firman como dioses
las actas de capitulación de los que pierden,
pierden siempre;
ni las páginas de los diarios que se esmeran
en títulos de vanas pleitesías
a los que ganan
mientras arrinconan, impudicia del oficio,
a los que pierden, siempre pierden;
ni las medallas de oro o plata
o de bronce o de burda orfebrería
que prenden en los pechos heroicos de batallas;
ni los nuevos grados que se suman y se suman
muerte a muerte;
ni las plegarias que ningún dios atiende
ocupados como están por ser tan dioses;
ni siquiera el arrepentimiento,
ni los traumas de conciencia
del veterano de tanta muerte,
de tanda trinchera sórdida y humeante,
de tanta carne corrompida de metralla.
Nada de todo eso, nada,
absolutamente nada,
servirá a la hora en que preguntes
la razón de toda guerra.
© LA GACETA