Si mis pies fueran discos de arado, ya habría marcado dos grandes surcos por donde habitualmente camino. Podemos tomar esa referencia de dos maneras, la cómica y la irónica. Pero las licuemos juntas y analicemos el resultado.
Me dirán caballo de senda, que solo veo hacia adelante, pero yo siempre tomo la misma ruta hacia la estación del metro. Podría salir por otra equina, cruzarme en otra cuadra o avanzar un tanto más. No. Las costumbres son costumbres. Y quizás eso pasa cuando te sentís parte del entorno, conectado con el barrio. Creo que el sentido de pertenencia se adopta, no se compra, y eso es lo que he comenzado a sentir después de ir y venir, de saludar a la gente de la zona, de compartir con ellos instantes, minutos de charlas; de pedirles permiso para conocer algo más de sus propias vidas fuera del logo que los presenta como empleados dé. Porque al final de cuentas, ellos son igual de extranjeros que yo en este desierto ahora dominado por el concreto y obras de arquitectura inigualables. La diferencia es el tiempo, el único bien perecedero que en Qatar aún no saben cómo comprar.
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Le robo a Rodrigo De Paul una frase. “La vida son momentos, yo me llevo varios”, precisamente eso es lo que quiero conocer de mis tres amigos de Naimi Café, los culpables de hacerme probar el único elixir que no llegaré a disfrutar como acá en Tucumán, el té kerak.
Esta sucursal se parece mucho a los pequeños bares de la zona de El Bajó de nuestra Capital. Pequeña pero con mucho pedido para llevar; con pocas mesas y sillas en su mobiliario, y con la clientela que ya cae solita defecto. Quizás lo que me acerca aún más al Jardín es la mugre de su vereda. Esta debe ser la única pasarela percudida de toda la ciudad. Hasta algún papel en el piso podés encontrar.
Café Naimi tiene una historia con inicio de apertura por el año ‘96. Su especialidad es el té kerak y los jugos frescos. Probé el de naranja, 10 Leotas; probé el de melón, 10 Leotas; probé el de frutilla, 10 Leotas; y probé el Lemon Jumbo, que sería jugo de limón con granada.
A Naimi caigo un día harto ya del desayuno del bar debajo del hotel. Sus mozos son unos genios pero sentía que el “desayuno de campeones” -huevos, salchichas y croquetas de papa- era demasiado generoso con las calorías.
De tanto ir por la retaguardia del Museo Nacional vi tres locales gastronómicos cuyas salas no superan los 9 metros cuadrados, como la pieza de mi cuarto. Le apunto al primero, al de los chicos, y lo descarto. No había café. Paso al siguiente, que tenía café pero nada para acompañar. Y el último era medio bardo, de shawarmas.
Hago la salomónica: pido café y me siento en el otro. “No hay problema, señor, bienvenido”, entiéndase por la recepción una silla de felpa roja, posiblemente jubilada de un salón de fiestas, esperando por mí en la vereda. Ni mesa, ni nada, solo la silla.
Probemos, somos del barrio.
Al principio, mis encuentros con los chicos fueron de “hola y chau”, básicamente. Repetía la fórmula, café al lado y sánguche de huevo donde ellos laburan. Punto.
Hasta que todo cambió en una noche sin luna.
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Ahora no recuerdo volviendo de qué partido fue, solo sé que era uno que terminaba pasada la medianoche y que los restaurantes de la zona del zoco ya habían bajado las persianas. Volviendo por la calle de adoquines del Museo me acerco a los chicos de Naimi y les pregunto si había algo rico para comer. Me dicen, su fuerte son los jugos naturales, el café que toman ellos y algo de un té que yo no cazaba muy bien que digamos.
Pido una hamburguesa de carne (supongamos) especial con queso y un jugo de frutillas. Paso la primera, quiero 1.000 de la segunda. El jugo me había atrapado como cliente. Y como ya me sentía del lugar, me tomé el derecho de pedirle permiso a los chicos y que me dijeran qué iba a buscar la gente de pasa en sus autos (a toda hora). “Es el té karak, nosotros hacemos el mejor. ¿Quiere probar?”, mmmm.
Dudé al principio, luego acepté. No sabría cómo describir su sabor. Les doy la receta: toque de leche condensada, té y de dos saleros que no salan, pero salpican un poco de café y cardamomo molidos. ESPECTACULARES.
No soy del té ni a ganchos, pero el kerak fue como invitarme a una nueva dimensión. Es alucinante, en sus dos versiones. El que se prepara en el momento, que es el que tomo yo, y el rápido, que se mantiene constantemente hervido en una champa de cardamomo.
Ahora ya no voy más al bar de al lado, los chicos me atraparon.
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El viento no se lleva volando a Mohamed Nifras porque estimo que debe ponerle un poco de pegamento a las zapatillas. Es flaco, alto, de tez café y con barba desprolija. Mohamed nació en Sri Lanka, un paraíso corrompido por la corrupción de sus gobernantes, según me cuenta. La pobreza es cuestión de estado, aunque el estado hace vista gorda, se queja. “Algo parecido a lo suyo, no”, qué decirle.
Pisó Doha hace 6 años. Era un pibito todavía. Su sueño era casarse y poder darle un futuro mejor a su familia. Por suerte, él sí tiene un celular y puede hablar con su esposa Sasna y su hijo Ahmad, 5 años. Resulta curioso remarcar lo de “tiene celular” cuando estamos probablemente en uno de los países más ricos del mundo (más ahora que cerró trato con europa para enviarle gas), pero la riqueza nunca se reparte en partes iguales y Mohamed viene a ubicarse quizás en el último o penúltimo escalón de la cadena de ingresos económicos de Doha. Su sueldo equivale a 400 dólares estadounidenses. “Mi salario es pobre, ojalá pueda conseguir otro trabajo en el futuro. Igual estoy contento donde estoy, el dueño es muy bueno con nosotros. No ayuda dándonos trabajo.
Lo que Mohamed no me dijo aún es que su esposa e hijo viven en Sri Lanka. “Una vez al año voy tres meses de vacaciones. Me pagan el pasaje de avión pero no los días que no estoy acá”, peor es nada.
Mohamed vio una sola vez al dueño de esta cadena de cafeterías. “Es un hombre muy importante. Como el Emir, Dios lo bendiga, es muy adinerado”.
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Noufal y Junaid, los dos bordeando los 42, comparten lugar de residencia en la India, ambos nacieron en Kerala, el pueblo que venera a Leo Messi y que previo al mundial en una de sus aldeas colgó una gigantografía del 10 sobre un río.
“Los hombres de Kerala son muy inteligentes, tienen cargos altos acá en Doha”, me dice Noufal, cuyo rol es el de encargado. Está un peldaño por arriba de Mohamed, en casi todo. Menos en el desarraigo y donde vive.
Casado con Rishana y padre de una nena de 5 años, Noufal vino sponsoreado por el bar hace 15 años, y hace 15 años que espera los tres meses de licencia para volver a ver a su familia. “Es difícil estar lejos, los extraño mucho”, a Noufal le hago la misma pregunta de si traería a su familia acá y me responde que no. Que él trabaja acá y su familia está allá.
La vida de estos hombres está basada en el trabajo. No saben lo que es salir a comer con amigos, no saben ir de compras, no saben lo que es caminar por la playa. “Trabajo y duermo, es todo lo que hago”, me dice Noufal al que vi a las 5 de la mañana y son las 12 del mediodía y todavia sigue acá.
“Bueno, vivo acá”, ¿Cómo? Entre los beneficios que disponen, el empleador les ofrece casa, techo y comida. El sueldo va limpio a sus bolsillos. A la vuelta del café cuya recepción es de 3 x 3, hay un edificio de 7 pisos exclusivo para los empleados de los diferentes locales de la cafetería. “Cada uno tiene su pieza, no compratirmos con nadie el cuarto”, comenta Noufal. Bueno, algo es algo.
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Junaid se presenta ante mí y me explica que él llegó el mismo día que el Tsunami arrasó las costas índicas de Sri Lanka, India y Tailandia, entre otras, aquel 26 de diciembre de 2004. Su posición en este negocio a cuyo dueño jamás vio en persona, lo ubica un paso más arriba de Noufal. Es mánager general del local y tiene seis empleados a su cargo.
Junaid es el más callado de los tres, habla como yo, con una papa en la boca, y me reconoce que en sus planes a futuro está poder trasladar a la familia de Kerala a Doha. “El alquiler de una casa, no de un lugar del Estado, cuesta alrededor de 1.800 riales”, algo así como 600 dólares. Su sueldo es de 2.300 riales. No le da todavía para hacer la mudanza.
Entonces le digo que si su familia viene a Doha su esposa podría trabajar para sumar dinero al plan. “Las mujeres no deben trabajar”, me tira el padre de un varón y mellizas. ¿Cómo? “Ellas están para criar a los hijos”, llamémosle cultural, lo que sea, pero no suena bien como lo dice.
Menos después cuando indago sobre sus hijos. Y que le gustaría que sean. Solo me nombró al varón. “Le pediré que sea ingeniero”.
Y cómo para ir cerrando, Junaid tiene seis meses al año libres para volver a casa. Todo lo que gana acá lo lleva luego para gastar allá. “Y para relajarme, porque a eso voy a mi casa, a descansar”, bueno, difícil que podamos juntar a toda la familia así, amigo.
Se nos va la noche y el té kerak se enfría. Nos vemos en la próxima.