Año I de la ex República Argentina

26 Diciembre 2022

Alvaro José Aurane

Para La Gaceta

“Fiat iustitia, et pereat mundus”. Ese antiguo adagio latino, que puede traducirse como “Que se haga justicia, aunque se pierda el mundo”, es rescatado por Hannah Arendt en su obra “Verdad y política”. La cita es atribuida a Fernando I (sucesor de Carlos V) y la pensadora alemana lo aborda para plantear una cuestión que encendía debates ya en el siglo XVII: hasta dónde debía prevalecer la Justicia.

“El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del asunto fue Immanuel Kant, quien audazmente explicó que ‘ese proverbio (…) significa en lenguaje llano, que la Justicia prevalecerá incluso si, como resultado, deben morir todos los pícaros del mundo’”. No menos cierto, dirá la pensadora de origen alemán, es que habrá quienes renieguen de la idea de que haya principios, no importa cuán valiosos sean, que adquieran el grado de lo absoluto. Pero también anota, evocando a Kant: “Dado que los hombres creen que no valdría la pena vivir en un mundo privado por completo de justicia, ese ‘derecho humano debe considerarse sagrado, sin tener en cuenta los sacrificios que ello exija a los poderes establecidos... con independencia de las posibles consecuencias físicas’”. Es decir, la Justicia es un derecho de la civilización. La búsqueda de justicia y la evolución de la humanidad son inescindibles.

Lamentará Arendt, sin embargo, que “la verdad” no tenga la misma categoría que “la justicia”. “Resulta sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la supervivencia del mundo se considera más fútil que el sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras, inclusive, podemos negarnos a plantear la pregunta acerca de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de ideas como Justicia y Libertad, curiosamente no es posible hacer lo mismo con respecto a la idea de Verdad, al parecer mucho menos política”. Hay revoluciones que proclaman “patria o muerte”, “libertad o muerte” o “justicia o muerte”, pero “verdad o muerte” no es pasión de multitudes. A despecho de Heródoto, padre de la Historia. Él fue el primero en asumir, dirá Arendt, que “no puede concebirse ninguna permanencia, ninguna perseverancia en la existencia, sin hombres dispuestos a dar testimonio de lo que existe”.

Este mes, durante el cual se han cumplido 47 años del fallecimiento de la autora de “Los orígenes del totalitarismo”, la Argentina actualiza de manera brutal sus dilemas planteados. Y los responde. El Presidente de la Nación, y los gobernadores afines al cuarto gobierno kirchnerista, no sólo reivindican que es posible un mundo sin verdad: decidieron sacrificar la verdad para proponer una Argentina donde la Justicia sea perfectamente sacrificable. Sus acciones y sus declaraciones buscan derogar la idea de “Que se haga Justicia, aunque se pierda el mundo”. En su reemplazo ofrecen: “Que no se haga Justicia, así prevalecemos nosotros”.

Verdades

Que los poderes políticos no sean más importantes que la Justicia no es, para la Argentina, un asunto a debatir. Es, por el contrario, una cuestión de identidad. Está en el ADN de esta nación. En ese genoma incontrastable que es la Constitución. No importan las banderas políticas ni las ideologías: en todo gobierno legítimo de este país, el Poder Judicial tendrá igual jerarquía que el Ejecutivo y el Legislativo. O de lo contrario habrá un gobierno al margen de la ley.

“La Nación argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal, según lo establece la presente Constitución”, manda el artículo 1° de la Carta Magna. No habla de “la materia”, porque la soberanía del pueblo no está puesta en duda. Habla de “la forma”. Esa “forma” consiste en que el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes (artículo 22), en el marco de un Estado Constitucional de Derecho, donde nadie tiene más poder que aquel que la Ley le confiere. El Gobierno se organiza como una república, en la cual cada poder del Estado tiene atribuciones y funciones establecidas por la Ley Fundamental: un poder legisla y dicta las leyes, otro las ejecuta y un tercero las interpreta. Finalmente, ese gobierno respeta la autonomía de las provincias siempre y cuando estas se organicen de una manera representativa republicana que “asegure la administración de Justicia” (artículo 5). El federalismo rige también para el reparto de recursos que el Gobierno central obtiene del cobro de impuestos (artículo 75).

Contra todo esto se alzaron la Presidencia de la Nación y las gobernaciones peronistas durante esta semana. La Corte Suprema de Justicia de la Nación dispuso, mediante una medida cautelar, que la Casa Rosada restituya a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) parte de los dineros que le quitó (indebidamente, a la luz de lo indicado por esta decisión judicial unánime) en 2020. Y el Presidente y los gobernadores se reunieron y manifestaron que no acatarían el fallo. Después confirmaron su fama de “guapos de comunicado” y, “lo actuado” consistió en seguir dentro del expediente, decir que el fallo es de “cumplimiento imposible”, ensayar un recurso de revocatoria de la sentencia y recusar a los jueces supremos, a los que no se objetó al inicio del proceso. Sin embargo, “lo dicho” fue que el fallo no debía ser respetado. En los hechos, desde el jueves debían restituirse los fondos a la CABA y ello no ocurrió.

Justicias

Para entender la dimensión de lo ocurrido hay que reconstruir la historia reciente. La del regreso del régimen institucional a la Argentina. La última ley de Coparticipación Federal de Impuestos se dictó durante el gobierno de Raúl Alfonsín, en 1988. Esta Ley 23.548 determinó dos niveles. Por un lado, la “Coparticipación primaria”, por la cual la Nación se queda con el 43,34% de las contribuciones y reparte el 54,66% en las provincias. Luego, la “Coparticipación secundaria” fija los porcentajes con los que se repartirá, en cada provincia, el 54,66% anterior.

El artículo 8 de la Ley 23.548 determina que “La Nación, de la parte que le corresponde conforme a esta Ley, entregará a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y al Territorio Nacional de Tierra del Fuego una participación compatible con los niveles históricos, la que no podrá ser inferior en términos constantes a la suma transferida en 1987”. Esto se debe a que sólo en 1994, la reforma constitucional convertirá a Tierra del Fuego en provincia y a la Capital Federal en ciudad autónoma. Entonces, la plata que la Nación le da a la CABA nunca significó pérdida alguna de recursos para las provincias (coparticipación secundaria): siempre fue dinero de la tajada que el Gobierno central se reservó para sí (coparticipación primaria).

Así siguió siendo cuando en enero de 2016 Mauricio Macri, como Presidente, dictó el decreto 194. La Nación transfirió una parte de los agentes de la Policía Federal Argentina a la órbita porteña para que la Ciudad se hiciera cargo de la seguridad en el distrito. Junto con ello aumentó la partida de recursos coparticipables para la CABA. Hasta 2015 era del 1,4% y Macri los elevó a 3,75% en un primer momento, sacando dineros de la Nación, no de las provincias. Luego, bajó esa cifra. ¿Cuándo? Cuando debió firmar un Pacto Fiscal con las provincias, dado que en diciembre de 2015, a días de que Cristina Kirchner completara su segunda presidencia, la Corte Suprema ordenó al Estado argentino restituir el 15% de la Coparticipación Federal que retenía indebidamente a las provincias desde 2006. Es decir, el superior tribunal mandó al macrismo a restituir dineros que el kirchnerismo les quitaba a las provincias. El Gobierno de Cambiemos no cuestionó el fallo: lo acató. Para eso acordó con los gobernadores y en ese contexto bajó a 3,5% el aumento de fondos para la CABA.

En 2020, ya durante el cuarto gobierno “K”, el Ministerio del Interior de la Nación elaboró un informe según el cual las transferencias de la Nación a la CABA excedían los costos del traspaso de la Policía Federal. Según ese estudio, el porcentaje para ese distrito debía ser del 2,32%. En septiembre de ese año vino el primer tijeretazo: por decreto, Alberto Fernández redujo a ese porcentaje el índice de la Ciudad. El dinero que le quitó a la CABA no lo repartió en el interior: se lo entregó a la Provincia de Buenos Aires, en la forma de un fondo para seguridad.

A finales de ese mismo 2020, el Congreso de la Nación, con mayoría “K”, aprobó el convenio de transferencia de funciones de seguridad a la CABA, bajó aún más el índice coparticipable de la Ciudad (lo dejó en el 1,4% de 1988) y pautó una transferencia de dinero de la Nación a la Ciudad por un monto fijo, actualizable trimestralmente.

Frente a esa embestida, el Gobierno de la CABA acudió a la Corte mediante un recurso de amparo, para reclamar la restitución del coeficiente de 3,5%. El máximo tribunal nacional se tomó dos años para estudiar la causa. Luego, dictó la cautelar de esta semana. Esa disposición dice que, hasta tanto se dicte el fallo “de fondo”, se restituyan parte de los dineros quitados a la Ciudad. No le devuelve el 3,5% que pidió Horacio Rodríguez Larreta, ni el 2,32% que evaluó la Presidencia de la Nación ni el 1,4% del Congreso, sino que se ubicó a medio camino: 2,95%.

En el pronunciamiento de la Corte, por cierto, hay mucho más que porcentajes. Hay una defensa cabal del federalismo. No puede un Gobierno esquilmar recursos de una jurisdicción, y con ello conculcar materialmente sus derechos. Para el caso, en la última medición de pobreza del Indec, el ránking fue liderado por los conglomerados de Resistencia (Chaco) y Concordia (Corrientes). ¿Puede la Nación sacarle recursos a Tucumán, que tiene menores tasas de pobreza, y transferirlos a esos distritos que tienen necesidades más acuciantes?

Memorias

Los gobernantes eligen cómo ser recordados. Con cada decisión van dándole un perfil al rostro de sus gestiones. En la Argentina, los rasgos económicos dan resultados en las urnas, pero no en la historia. El alfonsinismo fue un desastre económico y sin embargo la figura de Alfonsín es reivindicada como la del padre de la democracia. El menemismo significó el fin de la inflación después de la hiperinflación, y sin embargo la mácula de la corrupción se mantiene perenne. Menem murió siendo senador, pero también siendo un condenado de la Justicia.

En el caso del cuarto kirchnerismo, la inflación de tres dígitos de este año, la condena a la Vicepresidenta de la Nación por administración fraudulenta, y el levantamiento presidencial contra la Justicia y la Constitución, lo encaminan a redimir las experiencias de los 80 y los 90.

Los gobernadores peronistas pasarán a la posteridad como los representantes del interior argentino que se levantaron contra las instituciones para exigir más dinero, pero no para ellos sino para la Provincia de Buenos Aires. Ni Juan Manuel de Rosas logró tanto. Al final, y en contra de lo que sostiene la Historia y proclama Heródoto, perdimos la batalla de Caseros.

Los “K” habrán abandonado su condición de kirchnerismo para convertirse en kirchnerato: ya no son una corriente política dentro de la democracia, sino un régimen que quiere un gobierno al margen de la Constitución. Uno donde no hay imperio de la ley, sino todo lo contrario.

Alberto, cuanto menos, exhibirá haber sido puntual. Decidió, en horario con las fiestas de Fin de Año, conducir el Gobierno que inaugura el Año I de la ex República Argentina.

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