Rafael Nofal: “Mi último día me encontrará haciendo teatro, como siempre”

El docente, director y dramaturgo nacido en Santiago del Estero es uno de los principales hacedores del arte escénico tucumano. Una obra que fue traducida al inglés, portugués y japonés.

UN REFERENTE NACIONAL DE LAS ARTES ESCÉNICAS. Rafael Nofal es un director teatral y dramaturgo de extensa y galardonada trayectoria. UN REFERENTE NACIONAL DE LAS ARTES ESCÉNICAS. Rafael Nofal es un director teatral y dramaturgo de extensa y galardonada trayectoria.

El rumor del monte santiagueño parpadea tal vez en sus insomnios. La pachorra se entretiene en su barba cuidada. Personajes deambulan por sus pensamientos: Bajo la luna en la taza, El organito acaricia con una melodía la mollera de Galileo Galilei, mientras Sacco y Vanzetti aguardan La visita de la anciana dama. Una doble “nacionalidad” riega sus gestos. Los nutre. El teatro es su mejor camarada. Amasa textos en su interior y los echa a volar sobre el escenario. “Nací en algún sanatorio de Santiago del Estero y viví toda mi primera infancia en El Mojón, un pueblito del departamento Pellegrini, en el límite entre Santiago, Salta y Tucumán. Mi madre era maestra y mi viejo, el ‘turco’, almacenero del pueblo. Conservo algunas imágenes de ese lugar que para mí era una especie de paraíso a orillas del río Horcones. Recuerdo, por ejemplo, cuando mis compañeros tomados de la mano cruzaban ese río para volver a sus casas o la balanza que pesaba los camiones con quebracho cuando salían del monte. Luego vinimos a Macomitas en el departamento Burruyacu, en Tucumán. Vivía frente a un cargadero, donde me pasaba horas mirando descargar y pesar las carradas de caña. A los 11 años, ya estaba en Villa 9 de Julio, en la ciudad de Tucumán para terminar la escuela primaria”, evoca Rafael Nofal, dramaturgo, docente, director teatral, de larga y galardonada trayectoria, nacido en 1950.

- ¿Eras un changuito lector? ¿Cuándo te despabilaron por primera vez las dos carátulas?

- Vi teatro por primera vez a los cuatro o cinco años en El Mojón, en el salón de actos de la escuela donde enseñaba mi madre (y yo aprendía mis primeras letras). Por las imágenes que me quedaron, creo que era “El rosal de las ruinas”, de Belisario Roldán. El director de la escuela hacía el protagónico. Leer, leí siempre. Mi madre tenía un baúl con libros que trasladaba amorosamente en cada mudanza, allí convivían Balzac y Zola con D’ Annunzio y Estanislao del Campo o Miguel Cané y alimentaron desde los ocho años mis fantasías.

-¿En qué momento de tu vida se produce el acercamiento al teatro?

- El acercamiento real al teatro se da en el secundario. Éramos compañeros con Roque Sergio Clúa que vivía por la calle Maipú, detrás del teatro San Martín. Cuando iba a su casa a estudiar, nos escapábamos al teatro para ver cómo armaban las escenografías y uno que otro ensayo. De tanto andar por allí, nos llamaban a hacer de figurantes en algunas obras en las que terminábamos haciendo de pueblo o de soldados, lo que en nuestro oficio se llama “tener la lanza”, lo que nosotros hacíamos con mucho orgullo. Cuando se abrió el Conservatorio de Arte Dramático, nos inscribimos. Tiempo después, Clúa abandonó y siguió estudiando música y yo me quedé para siempre en el teatro.

- ¿A quiénes considerás tus maestros?

- Mis primeros maestros fueron de ese conservatorio: primero Salvador Santangelo y María Esther Fernández, que venían del mejor teatro independiente porteño y luego Bernardo Roitman que fue fundamental en mi primera etapa de formación.

- No sobresale en tu trayectoria la labor como actor, parece que fue desplazada por la dirección.

- En realidad, actué muy poco, al salir del conservatorio, como suele suceder, formé un grupo con los otros cinco egresados y cuando empezamos a montar una obra para niños, todos dijeron: “Bueno, dirigí vos”, no porque me vieran mayor capacidad, sino porque era el que organizaba los horarios de ensayo. Yo quería escribir teatro y lo más cercano a la dramaturgia era la dirección, por lo que pronto me sentí muy cómodo en esa función. Tiempo después, tomé en Buenos Aires un seminario con Ricard Salvat, un maravilloso director catalán. El último día me acerqué a él y le dije: “Quiero ser su discípulo”, a lo que me contestó: “Venga a Barcelona y será bien recibido”. Meses después, me encontré aterrizando en el aeropuerto de El Prat, era domingo y me alojé en un hotelito a la vuelta de la casa natal de Serrat. Al otro día comenzó una vorágine de ensayos, entrenamientos y clases, entre las que se incluían clases de catalán. Yo revistaba en la AIET (Asociació d’ investigació i experimentació teatral) como uno de sus asistentes, junto a otro joven director argelino formado en Moscú. Terminé ese año como director adjunto de Salvat en el montaje de “En la ardiente oscuridad”, de Buero Vallejo, y al año siguiente dirigí “Marathon”, de Monti, con elenco catalán y más tarde “No hay que llorar”, de Cossa. Todo iba muy bien pero la nostalgia, mis hijos y un cargo que había ganado por concurso en la Facultad de Artes de la UNT, me hicieron regresar.

- Nunca perdiste la conexión con Santiago, es más, allí tuviste varios logros.

- También había concursado en la Universidad Nacional de Santiago del Estero para hacerme cargo del Teatro Universitario de la provincia vecina. Durante 25 años viajé todas las semanas a trabajar allí. Con ese elenco hicimos largas giras por México, Ecuador, Colombia y España, Italia, Suiza en Europa, más giras por todo el país. Ese Teatro Universitario fue el único semillero de la actividad teatral de Santiago durante muchos años. Mi actividad docente se desarrolló en las universidades de Tucumán y Santiago, pero también di seminarios en las Universidades de Valencia, Barcelona, Las Palmas de la Gran Canaria y varias otras. Ahora estoy dando clases en la Diplomatura en Dramaturgia en la Universidad Nacional de Formosa.

- ¿Qué puestas recordás con cariño?

- Recuerdo el “Homenaje a los 450 años de Santiago del Estero” con una puesta que comenzaba en el río Dulce para avanzar en procesión hacia la plaza central con detenciones en lugares emblemáticos de la ciudad, hasta culminar en la catedral, frente a la plaza Libertad. Trabajaron unos 200 actores y en el momento culminante se calculó un público de unas 50 mil personas. También La Cantata Calchaquí, en Amaicha del Valle, ahí fui responsable del texto y el montaje y la música fue de Federico Falcón. Trabajaron alrededor de 100 actores, músicos y técnicos, en un cerro donde está ubicada la bodega de Amaicha. No puedo dejar de mencionar “Sacco y Vanzetti”, de Kartún, o “Galileo Galilei”, de Brecht, con el Teatro Estable de la provincia… uf, son más de 70 montajes. Me pasé la vida en salas de ensayo y escenarios desde el 73, cuando egresé del conservatorio y calculo que mi último día me encontrará haciendo teatro, como siempre.

- La escritura parece haber ido a la par de la dirección.

- Escribir estuvo siempre en mis planes desde que comencé a hacer teatro, lo hacía mientras daba clases o dirigía, pero era mi actividad más silenciosa. Gané algunos premios, las obras empezaron a publicarse y de a poco fueron llamando la atención de algunos directores y se estrenaban en varias ciudades del país. Con “El tiempo de las mandarinas” sucedió algo extraño: a partir de publicarse en una página web, comenzaron a pedirme los derechos de toda Latinoamérica. Se hicieron docenas de versiones en muchos países y terminó traducida al inglés al portugués y al japonés. A partir de allí, obras como “Mariposas después de la lluvia”, “La tailandesa” y otras comenzaron a circular por el continente, incluidos montajes en Miami, Estados Unidos.

- ¿Sobre qué temas escribís?

- Hay temas que me movilizan como el poder y su ejercicio obsceno en cualquier ámbito, desde el social hasta el íntimo de la pareja, también me preocupa la naturalización de la violencia que se instaló en nuestra cotidianidad, todo esto puede verse en mis textos o en las obras que elijo para dirigir.

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