Es curioso cómo una anécdota  (“conmigo no, Barone”) se tornó insoslayable en las reseñas que acompañaron el fallecimiento de Beatriz Sarlo. A ese instante, un episodio menor a fin de cuentas, el clima de época lo amplificó hasta la masividad. A la vez la mostró en el ring televisivo como lo que era: una formidable y temida polemista. Pero, sobre todo, ratificó la certeza de Sarlo acerca del rol que le cabe a un intelectual, en las antípodas del pensador refugiado en los libros y en la academia. Ella demostró que los debates y las ideas deben circular por la arena de lo público, por más barro que salpique la discusión política. Y allí se mantuvo durante toda su vida, apagada en Buenos Aires a los 82 años.

Una entrevista inolvidable de LA GACETA Literaria a Beatriz Sarlo realizada en 2015

Fue un doble golpe el sufrido por el campo del pensamiento nacional en el cierre de 2024. Hace un puñado de semanas había muerto Juan José Sebreli, otro intelectual inquieto y punzante. Con la partida de Sarlo va cerrándose el ciclo de esa generación que alteró la escena con la disrupción como bandera, dispuesta a mirar el mundo desde nuevos prismas. Sarlo eligió la sociología de la cultura como plataforma y desde allí se lanzó en múltiples direcciones. En el caso de las letras argentinas, sus análisis -a la par de los de Josefina Ludmer- resultan trascendentes; la teoría crítica de Sarlo, capaz de navegar entre el canon y los márgenes -de la “alta literatura” a lo “popular”- es ineludible materia de estudio. Mejor dicho: para quien pretenda profundizar en ese conocimiento, obviar a Sarlo sería un pecado imperdonable.

A esos aportes Sarlo los cristalizó desde numerosos púlpitos, empezando por la cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires. También desde el periodismo, colaborando en distintos medios, pero especialmente a partir de la dirección de Punto de Vista, revista clave para la difusión de ideas y de pensadores -del país y del exterior- que mantuvo su vigencia durante tres décadas.

Punto de Vista nació en plena dictadura, casi desde la clandestinidad, una patriada de Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia que fue ganando prestigio, peso intelectual y relevancia con el correr de los números. Páginas que pusieron en discusión las máximas de algunas “vacas sagradas” de los estudios literarios, como los legados por la revista Sur, mientras introducía nuevas miradas sobre el quehacer cultural. La impronta de Sarlo, siempre abierta al debate a la hora de las decisiones, marcó el pulso de Punto de Vista hasta el cierre definitivo, sellado en 2008. Implicó, simbólicamente, el fin de una época.

En la revista Sarlo convivió con un grupo de figuras de las que se fue acercando o alejando, según los vientos políticos e ideológicos que corrían. De hecho, la historia de Punto de Vista constituye en sí misma una cartografía del pensamiento nacional de la segunda mitad del siglo XX. Con Altamirano, por caso, habían escrito -entre otros ensayos- el fundamental “Literatura-Sociedad”. La dupla introdujo a Raymond Williams y a Pierre Bourdieu al canon de autores, dos favoritos de Sarlo, al igual que Roland Barthes, Susan Sontag y, sobre todo, Walter Benjamin, a quien le dedicó una serie de siete ensayos.

La obra de Sarlo es vasta y variada. Desmenuzó en sus libros al “Martín Fierro”, a Roberto Arlt y a Juan José Saer, pasando -por supuesto- por Jorge Luis Borges. Se ocupó del fenómeno de la posmodernidad (“modernidad periférica”, desde su mirada latinoamericana), del discurso de los medios masivos de comunicación, de la mercantilización de la cultura, del rol de las vanguardias, de la “novela sentimental”... Cada nuevo libro de los 26 que firmó, sola o en colaboración, implicó un nuevo descubrimiento, una nueva hipótesis.

Como Noé Jitrik y David Viñas, Sarlo, maestra y gran formadora de recursos humanos sobrecalificados, nunca dejó de explorar las infinitas aristas del lenguaje, del que siempre resaltó dos condiciones: su capacidad para mutar y su anclaje en un campo de permanente disputa. Quedó claro en uno de sus últimos trabajos, referido al lenguaje inclusivo.

Y hablando de pasiones, sobresale -claro está- la política. “Las cuestiones que me interesan a veces son culturales, a veces son sociales o interpersonales, a veces son políticas. Siempre están atravesadas por alguna veta política”, sostuvo en “La lengua en disputa”. Muy joven, en los 60, saltó de la militancia en el peronismo al PCR (Partido Comunista Revolucionario), filiación que la puso en la mira del aparato represor, más allá de que Sarlo renegó siempre de la opción armada.

Del menemismo a esta parte, las posiciones de Sarlo oscilaron por distintos grados de la crítica, en algunas etapas moderada, en otros decididamente enfática. Muchos colegas a los que quería y admiraba adscribieron al kirchnerismo y de hecho integraron el grupo Carta Abierta. Sarlo confrontó públicamente con ellos, lo que la dejó en el centro de la escena. No era la primera vez que libraba una batalla cultural, pero en este caso derivó en un juego mediático del que no pudo escapar.

"Conmigo no, Barone", la célebre frase de Sarlo en "6-7-8"

Y hubo más: tras sus objeciones al kirchnerismo se aguardaba un respaldo al Gobierno de Mauricio Macri, y sucedió todo lo contrario. De repente, medios que la tenían como referente dejaron de consultarla con asiduidad. Y volvió a hacer ruido en plena pandemia, cuando denunció que le habían ofrecido vacunarse “por izquierda”. Sarlo fue consecuente hasta el epílogo y por eso se marchó criticando, incisiva como de costumbre, al “populismo con base autoritaria” de Javier Milei.

Más allá de los estiletazos dialécticos, ideales para titular los múltiples reportajes que concedió, Sarlo siempre fue más allá. Se tomó el tiempo para profundizar los temas, ponerlos en contexto y proponer los debates adecuados. En el campo de la cultura o el de la política. Eso se llama lucidez, de allí que una pérdida de esta magnitud contribuya a dejarnos (un poco más) desamparados.