Como si un huracán impiadoso hubiese pasado por encima llevándose techos, paredes, calderas, y todo lo que había a su paso, no quedó nada de lo que supo ser el ingenio Nueva Baviera. Apenas se mantuvo en pie una parte de una chimenea de los viejos talleres de fundición de la fábrica azucarera. Pero todo lo demás perdió su integridad con el implacable paso del tiempo. Hoy en día, a 50 años de aquella decisión crucial, hay un asentamiento habitacional, donde miles de familias intentan sobrevivir. Algunos vecinos lograron construir su casa con mampostería y techos de zinc; otros apenas con materiales más rústicos. Pero nada más queda de aquella fábrica de azúcar que, con maquinarias alemanas y suizas, supo ser el motor que impulsaba el ritmo de vida de la ciudad de Famaillá.
No hay pavimento, ni semáforos. Las calles de Nueva Baviera son de tierra. Caminar por ahí es pisar el suelo que recorrieron miles de obreros en los años dorados. Todavía se siente, bajo la planta de los pies, el polvo seco y grisáceo de los viejos ingenios.
Lo más curioso es que la única chimenea de Nueva Baviera está en el living de una vecina. Para ver por dentro lo que quedó de esa torre de ladrillos sólo basta con entrar a la casa de Alicia Salvatierra. Ella vive ahí desde 35 años, cuando nació la primera nena de sus cinco hijos. El living es un enorme rectángulo del tamaño de una cancha de bochas y en un extremo está la base circular de la chimenea. Muy gentil, ella abre una chapa metálica para mostrarla por dentro. Los ladrillos negros, manchados por el hollín, y el polvo seco en la base son la demostración palpable de décadas de fuego encendido en ese habitáculo que hoy es frío y un poco más oscuro. Esa chimenea tiene una dueña muy especial que todas las noches llega, casi a la misma hora, para dormir: una lechuza, de plumas blancas, que acostumbra anunciar su entrada con varios chistidos.
A la vecina no le hace mucha gracia la visita nocturna, porque en el campo una vieja costumbre suele decir que ese sonido es señal de mal agüero. Pero ella no tuvo otra opción que convivir con el ave que adoptó a la chimenea del ex ingenio como su casa de noche.
En los tiempos del ingenio sobraban las tabeadas, las empanadeadas, las truqueadas al aire libre, los bailes y las guitarreadas en los días de pago. Hoy, en las calles polvorientas puede verse a los niños jugando en la tierra o pedaleando una bicicleta, en el mismo sitio donde antes estaba el canchón del ingenio, que en los tiempos de bonanza servía como pistas de los tradicionales bailes de Nueva Baviera.
“Doña Hilda”, como le llaman sus vecinos, vende verduras en la vereda de su casa. Un par de estantes le sirven para mostrar la mercadería. Su casa se construyó sobre los enormes bloques de hierro y hormigón, donde funcionaban las viejas usinas del ingenio. “Cuando hay temblor no me entero, aquí no se mueve ni un pelo”, dice sonriente mientras señala la estructura de base de su vivienda.
Ella recuerda que, a unas seis cuadras, vive un vecino que trabajó en el ingenio. Carlos Alberto Villarreal tiene 86 años. Camina lento, y siempre va con una gorra para protegerse del sol. Al cumplir 18 años entró al ingenio, donde ya trabajaba su padre. Su función era controlar las mangueras de las calderas, que no se apagaban ni de noche ni de día.
Después de un año de trabajo se vio obligado a viajar para cumplir el Servicio Militar en la Marina. Estuvo dos años en la Fragata Libertad y volvió a Tucumán para seguir otros siete años más en el ingenio Nueva Baviera hasta que fue cerrado. “Cuando ha llegado la orden, nos han sacado a todos a la calle -dice con voz pausada-. Ya estábamos trabajando como temporarios. Pero igual, todos han quedado desconsolados”, recordó.
En aquel agosto de 1966 muchos se fueron a buscar trabajo a otras provincias. La pregunta es inevitable: “Carlos, cuando usted camina por estas calles, donde antes había un canchón y ahora hay casas, una al lado de la otra, ¿qué piensa?” “Qué le puedo decir… Mire, uno lo ve y no lo cree”.