Corre octubre del año 1909. Estoy en un país lejano y tengo una misión que cumplir. El otoño marítimo es frío, y me abrigo con chal y bufanda para permanecer más tiempo en la rocosa playa de la ciudad sobre el mar. Hace días que bebo, sin embriagarme, de la botella de whisky irlandés que he adquirido a mi llegada. Pero no logro la tranquilidad que requiere mi cometido. Con mis acreditaciones, y algo de simpatía argentina, he logrado acceder tempranamente al emplazamiento del monumento que se inaugura, y que está custodiado por coraceros con uniforme azul y blanco bajo su coraza dorada de gala.

El viento que viene del Canal de la Mancha me agita. No puedo estar en paz frente al monumento que representa a un héroe, montado en un corcel tranquilo, y hasta la bandera argentina que agita el jinete en su mano pareciera seguir la dirección del soplo marino. Trato de pensar en el discurso que haré, y termino acudiendo a la botella que llevo en mi bolso de mano.

Ya son dos meses, desde que el Presidente Figueroa Alcorta me llamó a su despacho. “Mi señor Doctor Belisario Roldán, nadie mejor que usted para hablar en Boulogne Sur Mer, donde se inaugura un monumento a nuestro General San Martín”.

He permanecido horas frente al monumento ecuestre. El artista logró darle al caballo el aspecto sosegado de un corcel que ha galopado en la noche larga de la cabalgata apresurada hacia San Lorenzo. Y que descansa ahora, luego de aquietadas las pasiones y la gloria de la batalla ganada. El héroe llegaba al convento, acuciado por los rumores que le atribuían ser un espía español, y que su cuerpo de Granaderos carecía de formación militar suficiente. El combate contra los realistas fue una demostración de táctica y valor personal. ¿Quién podría sostener después -ni siquiera la envidia inquietante de Alvear- que San Martín no tenía convicción patriótica, genio militar y valentía singular?

Observo el rostro que el escultor ha cincelado. Ha reproducido en su boca la firmeza de quien ha gritado "¡a la carga!" en la batalla. Sus labios parecen pronunciar las palabras de aliento a la tropa, y su mirada enérgica atestigua la personalidad férrea del hombre que condujo ejércitos a través de la Cordillera, y que fuera llamado "Aníbal de los Andes." ¿Habrá sido un corcel como el que monta el jinete de la estatua, el que cabalgó el héroe hacia Chacabuco? Tengo en mis manos copia del parte dirigido al Director Supremo, Pueyrredón, y leo en voz alta: “Una división de mil ochocientos hombres del ejército realista de Chile acaba de ser destrozada en los llanos de Chacabuco por el ejército de mi mando en la tarde de hoy... Debo decir a V.E. que no hay expresiones como ponderar la bravura de estas tropas. Cuartel general de Chacabuco en el campo de batalla.”

En mis apuntes, encuentro también la exclamación del General vencedor “...Al ejército de los Andes queda la gloria de decir: En veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a Chile.”

El mar está embravecido. Anuncia tempestad. Pero recuerdo aún el saludo del Director Supremo. “Gloria al restaurador de Chile. La América nunca olvidará la valiente empresa de Usted, venciendo a la naturaleza en sus más grandes dificultades!”

La llovizna se transforma en tormenta. Sin embargo, sigo contemplando la estatua del Libertador. Me invaden recuerdos de testimonios de las batallas de Cancha Rayada, y del triunfo de Maipú. De la ocupación de Lima, y la emancipación del Perú.

En la mirada del hombre que ha cincelado el escultor, encuentro el brillo de la convicción patriótica que compartió el Héroe con el General Belgrano, cuando juntos pergeñaron la estrategia de liberación continental. La humildad del trato mutuo los hizo hermanos de espíritu.

Ya pasó la tormenta. Encuentro un lugar donde beber, y lo hago. Necesito embriagarme, sentir mi mente en blanco, confiar en que mi talento de orador encontrará las palabras justas para justificar mi misión en Boulogne Sur Mer. Pero la angustia me gana ante la magnitud del hombre a quien debo ponderar.

Subo a la tribuna. Me han precedido otros oradores. El desfile de coraceros franceses ha sido magnífico. El monumento enclavado frente al mar tiene algo de mágico, algo de espiritual, una fuerza que no llego a comprender.

Y me ocurre lo temido. Deseaba improvisar, y no sé qué decir. Estoy extrañamente lúcido, pero no logro articular palabra. Miro a la muchedumbre de argentinos que se han convocado abajo de la enorme tribuna y me siento trémulo.

Entonces, como una suerte de espíritu que me arrasa, percibo el sentimiento de mis compatriotas reunidos alrededor del hombre glorioso que representa esta estatua. Y viene de ellos las palabras que inundan mi boca. Mirando, no hacia la muchedumbre, sino hacia la Historia que vendrá, casi grito:

¡Padre nuestro, que estás en el bronce!

© LA GACETA

Eduardo Posse Cuezzo – Escritor y abogado. Su último libro es Relaciones imperfectas (2019).