
Jorge Luis Borges figura como traductor de “La metamorfosis” de F. Kafka en varias ediciones, la totalidad de las de Editorial Losada. Fue asunto de polémica porque Borges negó varias veces su intervención. De todos modos tenía el mejor concepto del checo, del que decía poseer “la maestría de usar la paradoja de Zenón de modo patético”. Su enojo con la traducción era el título:sabía que alemán existe el término “Metamorphose” y Kafka no le puso ese nombre sino otro que bien recibiría la traducción de “La transformación”. El éxito del vocablo “metamorfosis” se encuentra en que es un término de origen biológico, particularmente correcto en la entomología y, sea el bicho que sea Gregorio Samsa al despertar, es algún insecto. En lo que sigue se propone imaginar el caso inverso al de Kafka. Un cascarudo que amanece como Gregorio Sánchez, volátil vecino de Villa Alem.
Una mañana, al despertar el Cascarudo Torito de un sueño agitado, se encontró sobre una cama convertido en un horrible hombre llamado Gregorio. Estaba acostado sobre su espalda, y le faltaban, las alas, dos patas y su preciado cuerno. Se encontraba aplastado, finito y tenía el cuerpo duro por dentro y blando por fuera, al revés de los cascarudos como la gente. Le dio asco: lo habían dado vuelta como un guante. A Torito no le era extraño cambiar su forma, sus años felices de infancia transcurrieron cuando era un blando gusanito, pero perder dos veces el exoesqueleto era muy traumático.
-¡Ya no soy una isoca, no puedo ser tan miedoso! Se escuchó pensar en voz alta. -Ya soy un adulto-. Los toritos cuando son larvas se les llama Isoca o Gusanito blanco; este segundo nombre es más de confianza. Ahora tenía el abdomen salido, curvado hacia afuera. Era, a no dudarlo, un tucumano panzón de cincuenta años.
Estaba en un lugar pequeñísimo, todo se había reducido horriblemente. Claro, en realidad él se había agigantado pero ¿Qué es el universo sino una proyección de nuestras propias medidas? ¿Las unidades con que medimos el mundo, no son originalmente “piés”, “brazadas”, “palmas”, y así ?
Escuchó desde afuera un llamado seco; su lenguaje de Torito era baboso y los cascarudos hablaban entre ellos como haciendo fuego con las manos. Entendía igual lo que decían, es común en los sueños, pensó. Caminaba como un títere, asombrado de manejar esa nave enorme.
-¡Gregorio, la comida!-.
¿Comida? los cascarudos como él no comen cuando son adultos. Se atracan con las semillas cuando son isocas y de ahí pasan a adultos y viven de esas provisiones pretéritas. Se tocó la panza y pensó: debo tener reservas para cinco años. Los toritos viven cincuenta días o sea que es como que un tucumano calcule tener para vivir toda la vida de la humanidad.
Bajó una escalera y un olor caliente le golpeó la cara. Había otros tucumanos.
-¡Comé, mi vida que estos basura no te van a dejar nada!- le dijo la cocinera. Se sentó e imitando a los demás llevó la comida a su boca con la cuchara. El guiso le hizo recordar su época de larva y se emocionó tanto que se le cayeron unas lágrimas. La cocinera lo abrazó:
-A mi chiquito siempre le gusta mi comida-. Los otros le hacían señas raras, burlándose repetían “mi chiquito”. Ustedes no saben lo que es ser chiquito, pensó Torito.
El tiempo pasó. Gregorio trabajó, aprendió a caminar más seguro, a pedir fiado, a esquivar baches, a soportar el calor, a jugar a la pelota con amigos. Conoció la felicidad del vientito de la tarde, que en otro momento lo hubiera elevado. Aprendió el verdadero sentido de los carteles de “Disculpe las molestias” y “Puesta en valor”. Hasta usó una orden de consulta médica y pagó lo mismo el “plus” a pesar del cartelito como si fuera un triunfo de su adaptación.
Pero una madrugada de febrero cuando ya hacían treinta grados, Gregorio se quitó la camisa, salió al patio y desplegó las alas. Batió dos veces en el aire caliente y despegó sin esfuerzo. De vez en cuando extraña esa extraña vida que no puede contársela a nadie porque nunca le creerían.