Por Walter Gallardo – Para LA GACETA - Madrid
En su etapa de aprendizaje, el estafador Félix Krull, en la novela de Thomas Mann, queda hechizado por la versatilidad y el talento del actor Müller-Rosé, capaz de interpretar los papeles más variados, es decir, por esa capacidad de albergar a muchas personas en una; al mismo tiempo descubre que la magia entre el público y el artista reside en un acuerdo no escrito, en un juego de ilusiones y seducción, en algo que no existe, pero puede ser creído; en definitiva, en una impostura llevada a cabo con solvencia.
Aunque quizás nunca haya leído el libro, el español Enric Marco incorporó estas lecciones a su vida. Supo que la fórmula para construir un pasado heroico consistía en mezclar verdades con mentiras y que cada mentira tuviera algún antecedente en un hecho poco o nada comprobable. Luego le agregaría vehemencia y naturalidad al contarla, los ingredientes para que el relato fuera sólido, conmovedor y, por encima de todo, verosímil. Con esta técnica pulida, aunque luego debilitada por las exageraciones, escaló hasta cúspides por muchos deseadas: fue secretario general de la Confederación Nacional de Trabajadores, se le concedió la máxima distinción civil del gobierno de Cataluña, la Creu de Sant Jordi, por su supuesta lucha contra las tiranías del siglo XX; recibió los honores del Congreso por su contribución al mundo libre y, en agradecimiento, pronunciaría un discurso memorable por su emotividad, con referencias tan sensibles que logró arrancar lágrimas a tipos duros como sicarios; y, en su etapa final, presidió durante dos años la Amical de Mauthausen, organización que representa a los deportados españoles a ese campo de concentración austríaco.
Pero la suerte cambió en 2005. Un cazador solitario, el historiador Benito Bermejo, lo dejaría públicamente acorralado. Siguiendo las conclusiones de su investigación, el 8 de mayo de ese año los diarios denunciaban con grandes titulares que Enric Marco, aquel personaje público y admirado, era en realidad un gran impostor, el propietario de una farsa amasada y condimentada con esmero durante décadas. En resumen, jamás había sido perseguido por las dictaduras de Franco o de Hitler, y tampoco había pisado el centro de detención alemán de Flossenbürg, donde, según su testimonio mil veces repetido y agrandado en entrevistas, tertulias y charlas en los colegios, fue el valeroso y audaz preso número 6.448.
Como la vida llana y lineal del común de los mortales le resultaba intolerable, ya desnudo y sin coartadas, se revolvió públicamente contra la verdad e intentó imponer la idea de que su voz, aunque falsa, representaba a otras reales y así lograba corporizar el sufrimiento de miles de víctimas. Entonces, ¿qué tenía de malo mentir si con ello agitaba las conciencias insensibles y olvidadizas de la humanidad?
Reescribir el guion
A su pesar, y para bochorno de quienes habían confiado en él, todo había ocurrido de un modo distinto al de su alarde novelesco. Marco provenía de un hogar pobre de Barcelona. Su madre, esquizofrénica, jamás había podido ocuparse de él. Con 20 años, en 1941, escapando de la miseria y del prolongado servicio militar, consiguió entrar en el cupo de voluntarios para trabajar en Alemania, en uno de los contingentes que Franco enviaría para colaborar con Hitler y, de paso, quitarse a algunos de los miles de obreros desempleados y hambrientos. Es decir que nadie lo persiguió u obligó a abandonar el país, tal como la subrayaba en su relato, pero ese era un detalle humillante para alguien que desde el regreso de la democracia había resuelto escribir un guion de película e interpretarlo con un espíritu épico.
Cierto es que había sido detenido en 1942 y que estuvo en la prisión de Kiel durante seis meses, aunque no por su resistencia al régimen nazi sino por una cuestión sindical. Al salir, volvió a España, a su ciudad y a su modesta profesión de mecánico. Él, en cambio, diría que fue llevado a Flossenbürg, un destino poco habitual para los detenidos españoles. “Cuando llegábamos a los campos en aquellos trenes infectos, para bestias, nos desnudaban completamente, sus perros nos mordían y sus focos nos deslumbraban. Nos gritaban en alemán ‘¡Links! ¡Rechts!’. Nosotros no entendíamos y no entender una orden te podía costar la vida”, dijo casi en tono de reproche en el Congreso mirando a los parlamentarios con autoridad, manejando como Müller-Rosé las pausas y lanzando las frases directamente a los corazones.
En su fantasiosa cronología contó que luego fue trasladado desde Flossenbürg a la prisión de Kiel, donde sería liberado por las tropas canadienses en 1945. Antes, como para un héroe literario, no podían faltar momentos de zozobra. “Una de las cosas que me salvó al estar incomunicado en Kiel fue oír a las gaviotas a la distancia y a los niños de los funcionarios del penal cuando jugaban en un patio vecino. Yo me decía: mientras haya gaviotas sobre el mar y niños que juegan no todo está perdido”. Iría más lejos: en el libro Memoria del infierno, relataba cómo le ganó una partida de ajedrez a un oficial de las SS, anteponiendo su coraje al riesgo de ser fusilado; o de qué manera salvaba la vida de prisioneros robando carbón, incluso convenciendo a checos y franceses para organizar las listas y evitar que miles de deportados fueran enviados a la enfermería, donde les esperaba una muerte segura.
El precio a pagar
Javier Cercas se ocupó de su historia en El impostor. Al hablar del libro, diría: “No trata de lo que es Marco sino de lo que somos todos (…) de nuestro desesperado y humillante deseo de ser a toda costa aceptados, queridos y admirados, de nuestro absoluto rechazo a reconocernos tal y como somos y de nuestra invención permanente de una vida paralela, ficticia y halagadora, capaz de volvernos soportable la vida real…”.
Enric Marco murió a los 101 años, en 2022, convencido de que la sociedad había sido ingrata con él. Ya despojado de sus sueños y en la soledad de los apestados, aún seguía haciéndose la misma pregunta: ¿por qué la gente era tan severa con unas mentiras casi idénticas a la verdad?
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