Agotadas por dentro: el precio silencioso que pagan las mujeres

Agotadas por dentro: el precio silencioso que pagan las mujeres

Una mujer millennial puede ir al gimnasio, comer saludable, llevar a sus hijos a la escuela, cumplir objetivos laborales, mantener activa su cuenta de Instagram y aun así sentirse devastada. Como si todo ese equilibrio perfectamente curado estuviera sostenido por alfileres. Como si el cansancio no se le quitara ni con ocho horas de sueño.

Detrás de ese agotamiento, más común de lo que se admite en voz alta, hay una palabra que suena cada vez con más fuerza: burnout. El síndrome del “cerebro quemado” ya no es exclusividad de ejecutivos al borde del colapso. Se instaló en las rutinas de las nuevas generaciones, especialmente entre las mujeres nacidas entre los ‘80 y los ‘90, que crecieron creyendo que podían con todo… y hoy están exhaustas.

Según el neurólogo tucumano Daniel López, especialista en neurociencias cognitivas, hay algo particular en el modo en que este síndrome afecta a los millennials: una generación criada en la promesa de que el esfuerzo traería éxito, pero que lidia con sueldos bajos, trabajos inestables y expectativas imposibles. La presión de tener que “llegar”, aunque no se sepa bien a dónde. “Las causas del burnout en esta franja etaria están ligadas a las exigencias por alcanzar bienestar económico, validación social y éxito profesional. Cuestiones que, lejos de generar satisfacción, terminan funcionando como fuentes de estrés”, apunta el médico.

Ese estrés no es una sensación difusa: es un fenómeno documentado. Un estudio citado por López señala que solo el 15,2% de los millennials se siente a gusto en su trabajo. En comparación, los índices de satisfacción laboral son bastante más altos en la generación X (26,1%) y en los baby boomers (41%). Es decir, cuanto más jóvenes, más frustrados. Más quemados.

Si se sigue en la línea de lo que plantea el especialista, es posible concluir que hay algo en la precariedad laboral millennial que no permite construir una identidad profesional sólida: sueldos bajos, contratos temporales, escasas oportunidades de ascenso. Todo eso deteriora el vínculo con el trabajo, no solo desde lo económico, sino desde lo emocional.

Ahora bien, cuando entramos en el análisis de género, el panorama se vuelve todavía más grave. Según datos extraídos del Economista de España, el 46% de las mujeres de entre 18 y 29 años se siente exhausta, frente al 37% de los varones de la misma edad. No hay un solo motivo, pero sí un entramado de causas: “Los menores ascensos, los trabajos peor remunerados y la carga desigual de cuidados familiares son factores que agravan el cuadro en mujeres”, sostiene López.

Flexibilidad y horarios diluidos

La pandemia acentuó esa desigualdad. Con el home office llegó una supuesta flexibilidad, pero también la dilución de los horarios. Si el trabajo se puede hacer desde casa, entonces se puede hacer a cualquier hora. “Si no se sabe administrar bien el tiempo, el home office puede volverse una jornada de 24 horas. Y si las empresas no respetan esos límites, la presión se vuelve constante”, advierte el neurólogo. No es solo una cuestión organizativa: el exceso de trabajo y la falta de corte con la vida personal impactan directamente en la salud mental, sobre todo cuando se suspenden actividades físicas o sociales, pilares —según López— del bienestar cognitivo.

En ese contexto, ser madre agrega otro nivel de sobrecarga. Las madres millennials no solo crían, trabajan y limpian. También gestionan. “Son las que reciben primero el llamado del colegio si hay un problema con el hijo. Un estudio indica que tienen un 40% más de probabilidad de ser contactadas antes que los padres, como si la responsabilidad total de la infancia siguiera siendo exclusivamente suya”, indica el especialista.

Ese tipo de situaciones refuerzan una idea que muchas mujeres experimentan, aunque pocas puedan expresar sin culpa: que el cansancio no es solo físico, sino emocional y simbólico. No se trata solo de hacer mucho, sino de no poder dejar de hacer nunca.

López es claro cuando se le pregunta por las soluciones: la detección temprana es clave. Poder identificar los síntomas a tiempo, hablarlos en el ámbito familiar, distribuir tareas, pedir ayuda. Pero también señala que el entorno laboral tiene que comprometerse, ofreciendo espacios de escucha y políticas que no glorifiquen el presentismo ni la disponibilidad permanente. “Hay que respetar las horas laborales, garantizar tiempo para la vida social y física, y sobre todo, conservar la desconexión digital”, enfatiza.

En una sociedad que valora la hiperactividad como sinónimo de éxito, hablar de agotamiento sigue siendo incómodo. Pero mientras no se transforme en una agenda compartida —desde el hogar hasta las políticas públicas— el burnout seguirá haciendo lo que mejor sabe: quemarnos lentamente desde adentro.

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