Se jugaba casi el tercer minuto de adición en el segundo tiempo de la prórroga entre Argentina y Francia en Lusail, cuando Emiliano Martínez le ganó el mano a mano a Randal Kolo Muani. Esa atajada, tan milagrosa como instintiva, cambió la historia. No sólo la de la selección argentina, sino también la de su fútbol. En esa jugada se congeló un país y, sin saberlo, parece haberse consagrado una inmunidad. La del “Chiqui” Tapia.
Desde entonces, el presidente de la AFA parece moverse bajo un escudo invisible; ese que otorgan los triunfos que emocionan y distraen, y los títulos que limpian todo a su paso.
La Copa América en Brasil, la Finalissima en Wembley y el Mundial en Qatar. Tres gestas que cubrieron de gloria a la Selección, pero también que taparon las grietas del sistema. El éxito, en el fútbol argentino, parece haberse vuelto una coartada. Mientras Messi levantaba el trofeo más deseado, las estructuras que sostienen al juego (dirigentes, árbitros y torneos) se hundían un poco más.
El fallo que dio por perdido el partido de Gimnasia de Jujuy contra Deportivo Madryn en el Reducido de la Primera Nacional es apenas un nuevo síntoma. Una historia conocida, con otros nombres. Un partido suspendido por supuestas amenazas al árbitro Lucas Comesaña terminó en un 3-0 de escritorio. La decisión cambió el curso de una serie y volvió a encender las sospechas de un fútbol en el que la justicia se aplica con una balanza descalibrada.
Tapia, que venía siendo cuestionado por sus manejos, encontró en la gloria ajena la salvación perfecta. Ganó la Selección y todos los males se olvidaron. La foto de Messi y De Paul tomando mate con el “Comandante” antes de cada partido se transformó en símbolo de armonía, de una AFA que, bajo el amparo del éxito parece inmune a cualquier crítica. Pero el país del campeón convive con otro país; ese de los arbitrajes erráticos, de los torneos improvisados, de las sanciones con olor a política y de los dirigentes que no se atreven a hablar.
“Todos sabemos cómo es; te dan y te quitan. Y cuando te toca lo malo, tenés que poner cara de que te gusta. Si te quejás, perdés peor”, confesó hace un tiempo un dirigente tucumano que lleva muchos años en su cargo. La frase resume la lógica que gobierna. El poder no se discute, sino que se acata. El miedo a las represalias se volvió parte del reglamento no escrito del fútbol argentino.
El silencio es, hoy, el idioma oficial. Cuando a San Martín le quitaron los 44 puntos durante la pandemia, nadie lo acompañó. Todos los clubes de la categoría firmaron una carta de apoyo a la AFA. Ahora es Gimnasia de Jujuy (uno de aquellos que habían aplaudido esa decisión) el que pide aliados para protestar. La historia, circular y cruel, castiga con la misma moneda a quienes alguna vez la hicieron girar.
Estado de excepción permanente
El fútbol argentino vive en un estado de excepción permanente. Los fallos se interpretan, los torneos se rediseñan cada seis meses y los arbitrajes, cuando no son malos, son sospechosos. Los descensos se suspenden, los promedios se manipulan, los fixture se arman con la misma discrecionalidad con que se asignan los derechos televisivos. En ese escenario, el mérito deportivo es apenas un mero e insignificante detalle.
Los clubes chicos, sin recursos ni padrinazgos, sobreviven a fuerza de resignación. Los grandes, por conveniencia o por miedo, callan. River, que no comulga con Tapia, evita el choque. Boca, con un pie cerca del poder, mira para otro lado. Nadie quiere ser el que quede afuera del reparto. Así, el silencio se volvió la forma más segura de pertenecer.
Mientras tanto, el fútbol que se juega todos los fines de semana transita entre lo grotesco y la parodia. Canchas en mal estado, árbitros desbordados, barras que siguen mandando y organismos que sólo reaccionan cuando la vergüenza se vuelve tendencia. Cada fecha deja su cuota de polémicas y de sospechas, pero el sistema sigue adelante, protegido por el escudo de la selección campeona.
Tapia puede sonreír tranquilo. La gente sigue cantando por Messi, no por la AFA. Y mientras la devoción por los héroes de Qatar anestesia el debate, las estructuras del fútbol local continúan degradándose en silencio.
El problema no es sólo institucional. Es también cultural. La idea de que todo vale mientras se gane, de que el fin justifica los medios, se naturalizó hasta en los vestuarios. Los hinchas lo asumen con resignación, los dirigentes lo practican con astucia y los jugadores (los pocos que aún no emigraron) lo padecen con indiferencia. Tal vez por eso los jóvenes se van cada vez más temprano, y no sólo por dinero sino también por desencanto.
De vez en cuando, alguna polémica como la de Gimnasia y Madryn recuerda que detrás del brillo mundialista hay un sistema corroído. Pero la indignación dura lo que dura un tuit. Después, todo vuelve a la normalidad; el show, la confusión y el silencio.
El fútbol argentino fue campeón del mundo. Pero esa gloria, tan profunda y tan necesaria, también tuvo su costo. Hoy el país que alzó la Copa convive con un fútbol que se desmorona entre decisiones incomprensibles y dirigencias dóciles. Y así la pregunta cae por peso específico: ¿aquella atajada de “Dibu” no salvó algo más que una final? Todo parece indicar que sí. Sin quererlo terminó salvando a un poder que encontró en la gloria ajena la excusa perfecta para perpetuarse. Porque en el fútbol argentino, la gloria es de todos; pero la impunidad siempre tiene nombre y apellido.

















