10 Diciembre 2012
La Unión Europea (UE) recibió hoy el Premio Nobel de la Paz, entregado por el comité noruego que reconoció sus décadas de estabilidad y democracia tras los horrores de dos guerras mundiales. La UE contribuyó de manera decisiva a transformar Europa de un continente de la guerra a uno de la paz, señaló la argumentación del galardón.
En estos tiempos convulsos, criticar a la UE parece haberse convertido en una suerte de deporte favorito de numerosos analistas, economistas y políticos, tanto de un lado como del otro del Atlántico. Para algunos, la concesión a la UE del Premio Nobel de la Paz habría sido, a la luz de las graves dificultades económicas y creciente descontento social e Europa, un desacierto del comité noruego; para otros -más generosos- representaría su canto del cisne.
Más allá de la polémica, resulta llamativo constatar como incluso en algunos casos parece traslucirse cierta (oculta) satisfacción ante las horas bajas que atraviesa el proyecto europeo. Complacencia acompañada, en ocasiones, de un sentimiento de alivio por no haber seguido su ejemplo. Es siempre tentador, aunque no por ello atinado, querer atribuir tal (supuesto) fracaso al intento de los países más fuertes de la UE de imponer un mecanismo de dominación a través del sometimiento de sus miembros -en detrimento del respeto de sus soberanías- a un mismo marco de políticas macroeconómicas que no responderían a sus necesidades y prioridades nacionales.
Quienes así lo entienden parecen desconocer lo que constituye una de las mas singulares aportaciones de la construcción europea a las relaciones entre las naciones: la refutación del principio del beggar my neighbour (empobrece a mi vecino) que supuso una verdadera revolución copernicana en la historia europea al considerar al vecino no ya como enemigo real o potencial sino como socio natural. Este principio (reconciliación franco alemana) no sólo se convirtió en el germen impulsor de la integración europea sino que ha sido determinante para un cambio de paradigma en la política exterior europea. Si en la diplomacia clásica la seguridad de un Estado se percibía como inversamente proporcional a la prosperidad y desarrollo de sus vecinos, en lo sucesivo la estabilidad, prosperidad y seguridad de nuestros vecinos serán también nuestra propia estabilidad, prosperidad y seguridad. Este principio se ha proyectado en los sucesivos círculos de la política exterior europea: la política de Ampliación de la propia UE (de 6 a 28 miembros próximamente), la política de Vecindad (con los países del sur del mediterráneo y este de Europa) y las relaciones con otras regiones y países del mundo, como en el caso de América Latina, Mercosur o la Argentina.
Inquieta, además, esa visión de la crisis europea porque lo que parece acabar realmente cuestionando no es solo el modelo de integración europea sino el de la integración regional en si misma como respuesta válida a los desafíos de la globalización. En contraste, es esperanzador haber sido recientemente testigo directo de cómo las presidentas del Brasil y la Argentina, Dilma Roussef y Cristina Fernández de Kirchner, hacían profesión de su fe en la integración regional al expresar el convencimiento de que hoy día esta ya no es una mera opción sino una necesidad.
Las dificultades financieras y económicas que atraviesan varios Estados miembros de la UE no se deben como algunos argumentan a un exceso de integración, en particular, a los efectos perversos de la moneda única sino, por el contrario, al insuficiente y desequilibrado desarrollo de la unión económica y monetaria. Para corregir esta situación, la UE viene adoptando desde hace meses un amplio abanico de medidas tanto a corto plazo para corregir los desequilibrios y deficiencias que alimentan la crisis, como a medio y largo plazo para sentar las bases para la creación de una genuina y profunda unión económica y monetaria, es decir, una unión bancaria y fiscal dotada de una eficaz gobernanza económica común. Esta ambiciosa agenda implica necesariamente avanzar paralela y gradualmente hacia la unión política. No será ciertamente fácil superar la probablemente mayor crisis que ha experimentado el proceso de integración europea en toda su historia, pero nadie debería albergar la más mínima duda: el proceso de integración europeo y su moneda única son absolutamente irreversibles.
Es incuestionable que cada proceso de integración debe diseñarse y desarrollarse de acuerdo a las características y necesidades propias de cada región. No obstante, no sería justo dejar de reconocer el gran valor de la experiencia europea como testimonio de la capacidad de los pueblos y Estados de superar la estrechez de miras y los excesos históricos del nacionalismo. La gran aportación europea ha sido la de poner las bases de una construcción política radicalmente innovadora a través un proceso gradual de integración supranacional capaz tanto de superar las limitaciones crecientes del Estado-Nación en la era de la globalización como de poner límites al concepto omnímodo de la soberanía estatal surgido de Westfalia, todo ello respetando las identidades de cada uno de sus componentes.
Lo más admirable de este proceso ha sido la capacidad de superar el dilema de las visiones antagónicas del realismo e idealismo en el discurso y la acción política. La esencia (y originalidad) de la construcción europea radica precisamente en ser un proyecto de naturaleza política, cargado de un fuerte componente idealista –la reconciliación y la paz definitiva tras siglos de guerras entre los europeos- que (solo) es posible desarrollar a través de medios realistas, incluso "utilitaristas". Es decir, mediante las realizaciones concretas que pregonaran Monnet y Schuman, y que marcarían en años sucesivos una larga senda que nos llevaría desde la inicial puesta en común del carbón y el acero a la creación de un mercado y moneda únicos.
Más importante aún si cabe es que todo ese largo y difícil proceso haya sido a su vez expresión y concreción de de los principios democráticos, del estado de derecho y de los derechos fundamentales que constituyen en si mismos el fundamento de la Unión Europea.
Su compromiso inquebrantable con la democracia y los derechos fundamentales, hasta el punto de transformarse en su verdadero ADN, han llevado a hacer de la UE -en palabras del ex presidente Lula- un "patrimonio democrático de la humanidad". Un patrimonio construido a lo largo de seis décadas gracias al compromiso y esfuerzo de generaciones de europeos, entre las que, por derecho propio, hay que incluir también a los más de un millón de ciudadanos argentinos que lo son a su vez de la Unión Europea. La UE comparte con la Argentina el haber situado a la defensa de los derechos humanos en el centro de sus prioridades políticas. Ese entendimiento -que se expresa así mismo en una amplia cooperación en este campo- garantiza la solidez de nuestros vínculos por encima de cualesquiera avatares coyunturales.
El premio Nobel que se entregó el 10 de diciembre -fecha que coincide con el día internacional de los Derechos Humanos- debe ser interpretado no ya únicamente como un merecido reconocimiento de las aportaciones de la UE descritas por el comité noruego, sino también y fundamentalmente como una incitación para que mas allá de su legitimación histórica como un proyecto de paz, la UE sea capaz de dar una respuesta esperanzadora a las nuevas generaciones de europeos que legítimamente se interrogan no ya por lo que hizo la UE en el pasado sino por lo que puede hacer por ellos en el futuro. LA GACETA ©
En estos tiempos convulsos, criticar a la UE parece haberse convertido en una suerte de deporte favorito de numerosos analistas, economistas y políticos, tanto de un lado como del otro del Atlántico. Para algunos, la concesión a la UE del Premio Nobel de la Paz habría sido, a la luz de las graves dificultades económicas y creciente descontento social e Europa, un desacierto del comité noruego; para otros -más generosos- representaría su canto del cisne.
Más allá de la polémica, resulta llamativo constatar como incluso en algunos casos parece traslucirse cierta (oculta) satisfacción ante las horas bajas que atraviesa el proyecto europeo. Complacencia acompañada, en ocasiones, de un sentimiento de alivio por no haber seguido su ejemplo. Es siempre tentador, aunque no por ello atinado, querer atribuir tal (supuesto) fracaso al intento de los países más fuertes de la UE de imponer un mecanismo de dominación a través del sometimiento de sus miembros -en detrimento del respeto de sus soberanías- a un mismo marco de políticas macroeconómicas que no responderían a sus necesidades y prioridades nacionales.
Quienes así lo entienden parecen desconocer lo que constituye una de las mas singulares aportaciones de la construcción europea a las relaciones entre las naciones: la refutación del principio del beggar my neighbour (empobrece a mi vecino) que supuso una verdadera revolución copernicana en la historia europea al considerar al vecino no ya como enemigo real o potencial sino como socio natural. Este principio (reconciliación franco alemana) no sólo se convirtió en el germen impulsor de la integración europea sino que ha sido determinante para un cambio de paradigma en la política exterior europea. Si en la diplomacia clásica la seguridad de un Estado se percibía como inversamente proporcional a la prosperidad y desarrollo de sus vecinos, en lo sucesivo la estabilidad, prosperidad y seguridad de nuestros vecinos serán también nuestra propia estabilidad, prosperidad y seguridad. Este principio se ha proyectado en los sucesivos círculos de la política exterior europea: la política de Ampliación de la propia UE (de 6 a 28 miembros próximamente), la política de Vecindad (con los países del sur del mediterráneo y este de Europa) y las relaciones con otras regiones y países del mundo, como en el caso de América Latina, Mercosur o la Argentina.
Inquieta, además, esa visión de la crisis europea porque lo que parece acabar realmente cuestionando no es solo el modelo de integración europea sino el de la integración regional en si misma como respuesta válida a los desafíos de la globalización. En contraste, es esperanzador haber sido recientemente testigo directo de cómo las presidentas del Brasil y la Argentina, Dilma Roussef y Cristina Fernández de Kirchner, hacían profesión de su fe en la integración regional al expresar el convencimiento de que hoy día esta ya no es una mera opción sino una necesidad.
Las dificultades financieras y económicas que atraviesan varios Estados miembros de la UE no se deben como algunos argumentan a un exceso de integración, en particular, a los efectos perversos de la moneda única sino, por el contrario, al insuficiente y desequilibrado desarrollo de la unión económica y monetaria. Para corregir esta situación, la UE viene adoptando desde hace meses un amplio abanico de medidas tanto a corto plazo para corregir los desequilibrios y deficiencias que alimentan la crisis, como a medio y largo plazo para sentar las bases para la creación de una genuina y profunda unión económica y monetaria, es decir, una unión bancaria y fiscal dotada de una eficaz gobernanza económica común. Esta ambiciosa agenda implica necesariamente avanzar paralela y gradualmente hacia la unión política. No será ciertamente fácil superar la probablemente mayor crisis que ha experimentado el proceso de integración europea en toda su historia, pero nadie debería albergar la más mínima duda: el proceso de integración europeo y su moneda única son absolutamente irreversibles.
Es incuestionable que cada proceso de integración debe diseñarse y desarrollarse de acuerdo a las características y necesidades propias de cada región. No obstante, no sería justo dejar de reconocer el gran valor de la experiencia europea como testimonio de la capacidad de los pueblos y Estados de superar la estrechez de miras y los excesos históricos del nacionalismo. La gran aportación europea ha sido la de poner las bases de una construcción política radicalmente innovadora a través un proceso gradual de integración supranacional capaz tanto de superar las limitaciones crecientes del Estado-Nación en la era de la globalización como de poner límites al concepto omnímodo de la soberanía estatal surgido de Westfalia, todo ello respetando las identidades de cada uno de sus componentes.
Lo más admirable de este proceso ha sido la capacidad de superar el dilema de las visiones antagónicas del realismo e idealismo en el discurso y la acción política. La esencia (y originalidad) de la construcción europea radica precisamente en ser un proyecto de naturaleza política, cargado de un fuerte componente idealista –la reconciliación y la paz definitiva tras siglos de guerras entre los europeos- que (solo) es posible desarrollar a través de medios realistas, incluso "utilitaristas". Es decir, mediante las realizaciones concretas que pregonaran Monnet y Schuman, y que marcarían en años sucesivos una larga senda que nos llevaría desde la inicial puesta en común del carbón y el acero a la creación de un mercado y moneda únicos.
Más importante aún si cabe es que todo ese largo y difícil proceso haya sido a su vez expresión y concreción de de los principios democráticos, del estado de derecho y de los derechos fundamentales que constituyen en si mismos el fundamento de la Unión Europea.
Su compromiso inquebrantable con la democracia y los derechos fundamentales, hasta el punto de transformarse en su verdadero ADN, han llevado a hacer de la UE -en palabras del ex presidente Lula- un "patrimonio democrático de la humanidad". Un patrimonio construido a lo largo de seis décadas gracias al compromiso y esfuerzo de generaciones de europeos, entre las que, por derecho propio, hay que incluir también a los más de un millón de ciudadanos argentinos que lo son a su vez de la Unión Europea. La UE comparte con la Argentina el haber situado a la defensa de los derechos humanos en el centro de sus prioridades políticas. Ese entendimiento -que se expresa así mismo en una amplia cooperación en este campo- garantiza la solidez de nuestros vínculos por encima de cualesquiera avatares coyunturales.
El premio Nobel que se entregó el 10 de diciembre -fecha que coincide con el día internacional de los Derechos Humanos- debe ser interpretado no ya únicamente como un merecido reconocimiento de las aportaciones de la UE descritas por el comité noruego, sino también y fundamentalmente como una incitación para que mas allá de su legitimación histórica como un proyecto de paz, la UE sea capaz de dar una respuesta esperanzadora a las nuevas generaciones de europeos que legítimamente se interrogan no ya por lo que hizo la UE en el pasado sino por lo que puede hacer por ellos en el futuro. LA GACETA ©
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