Oskar Matzerath, el personaje de "El tambor de hojalata" de Günter Grass, tenía tres años cuando decidió no crecer. Y no le importó en absoluto. O tal vez decidió no crecer porque comenzó a importarle. A veces los chicos no pueden soportar tanta realidad y sólo deciden no ser adultos. Como le pasó en su momento al soñador Peter Pan, según lo cuenta James Matthew Barrie; o al ya adulto y desmoralizado Gregor Samsa en "La metamorfosis" de Franz Kafka.

Son ejemplos de la ficción literaria que, sin embargo, siguen teniendo raíces en la más profana realidad. De hecho, eso es lo que podría sucederle a esa masa creciente de jóvenes desencantados que ya no esperan nada del provenir y deambulan por la vida esperando una oportunidad milagrosa para salvarse. Son chicos que no estudian ni trabajan. No tienen aspiraciones ni proyectos. No hacen ni dejan hacer. Existen a la manera de un presente continuo: sin pretérito y sin futuro. Los sociólogos vienen hablando de ellos desde hace tiempo. Son jóvenes de entre 16 y 24 años que entran y salen del mundo de la educación y del trabajo sin lograr mantenerse en ninguno. No vieron trabajar ni a sus padres ni a sus abuelos, y por eso carecen de modelos. La escuela, que es la otra gran transmisora de modelos, tampoco puede ayudarlos porque en las aulas ya no se habla del esfuerzo personal sino del bien colectivo. Sólo se transmiten conocimientos; no valores. Se entregan netbooks; no consejos. Entonces, los chicos no tienen la rutina necesaria (entiéndase entrenamiento) para progresar sistemáticamente en una sociedad que no perdona ni tampoco da respiro. Éste es el principal problema social que tiene la Argentina y, a menos que se genere una nueva política pública, la violencia que se ve en la calle no va a desaparecer. Porque -¿alguien puede dudarlo todavía?- hay una parte importante de la sociedad que ha perdido su norte. O peor aún: sus sueños. Tanto es así que para los adolescentes de hoy, la educación ha dejado de ser una herramienta de progreso. Ya nadie estudia para poder ser alguien dentro de 15 años. No. Según la psiquiatra Graciela Moreschi, autora del libro "Adolescentes eternos" (Paidós), estos jóvenes tienen la idea de que a una vida mejor se llega por conexiones o por política (según los de clase media y alta) o por un golpe de suerte (según los de sectores más empobrecidos). "En un mundo imprevisible, todas las trayectorias previstas están rotas. No hay idea de recorrido, de planificación, de pasado ni de futuro. Por eso los jóvenes no piensan en progresar, sino en salvarse", asegura. Una idea que, dicho sea de paso, es alentada por el mismo gobierno. 

¡Que terrible noción de la vida!, ¿no? Porque… si no hay esperanza todo pierde sentido. Por algo el esfuerzo de nuestros abuelos se basó, hace casi 50 años, en dos principios claves: el trabajo y las buenas costumbres. No hubo en aquella etapa pujante de nuestra historia, ni planes sociales ni asignación universal. Y, sin embargo, muchos de esos inmigrantes no sólo trabajaron para ganarse el pan como Dios manda, sino que además dedicaron una buena parte de sus vidas a crear lazos fraternos que se cristalizaron en pujantes sociedades y agrupaciones deportivas, religiosas y culturales que todavía gozan de buena salud.

Va siendo tiempo entonces que revisemos nuestra estrategia y pensemos qué tipo de futuro estamos construyendo. No vaya a ser que un día nos demos cuenta que nada podemos hacer para que los chicos decidan no crecer, y sigan así, como hoy, sin que nada les importe. Porque si eso sucede, estarán ahí a la deriva, como Oskar Matzerath; pedirán su propio tambor de hojalata y a golpe de un ratatatata continuo y penetrante pondrán en evidencia que nada pudimos hacer por ellos: ¡ratatatata!

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