"El escuadrón perdido". El concepto ha sido repetido incansablemente en los medios durante las últimas semanas. El contexto fue el caso "Ledo", el del joven soldado riojano, llamado Alberto, desaparecido en Tucumán durante el terrorismo de Estado por el que fue denunciado -primero mediáticamente y luego en la Justicia- el jefe del Ejército César Milani. Polémica política al margen, la primera frase de este párrafo quedó rebotando por allí y repicó en esta columna. ¿Por qué? Porque en la megacausa por delitos de lesa humanidad "Arsenales II-Jefatura II" que se sustancia en el Tribunal Oral Federal tucumano -y cuyas audiencias se reanudan hoy- cuatro de las víctimas pertenecen al triste batallón mencionado.

La imagen del grupo de jovencísimos conscriptos sumidos en las tinieblas del terror fue dibujada por el ex militar José Luis D'Andrea Mohr en su libro "El escuadrón perdido" (1998), en el que el autor relata la historia de cada uno de los 129 chicos disfrazados de militares por la "colimba" obligatoria que desaparecieron mientras prestaban servicio (incluye las denuncias efectuadas hasta ese año). También da cuenta de la figura del "desertor", usada por las autoridades castrenses para tapar los secuestros y crímenes dentro de su propia tropa. Allí se menciona a Federico Adolfo Furth (de 24 años), Alfredo Coronel (21), Juan Carlos Pastori (21) y Luis Alberto Soldati (20). Habrían estado cautivos en el centro clandestino de exterminio que funcionó en el Arsenal.

El 7 de mayo de 1976, Federico recibió un llamado de un teniente (Arturo Innocenti) desde el "Miguel de Azcuénaga" para que retirara su libreta de allí, porque había sido dado de baja; el estudiante de Ingeniería nunca volvió a su casa. A Alfredo le decían "Fredy". Había sido obrero del Ingenio La Florida y estaba casado. La madrugada del 21 de junio de 1976 un grupo armado se lo llevó de su casa. Una docena de testigos lo vieron en el Arsenal. Un matrimonio -también secuestrado- describió que primero estaba vestido con su uniforme y luego, golpeado y desnudo. Un día lo sacaron de los calabozos y nadie volvió a saber de él. Juan Carlos era jujeño, estudiaba Arquitectura y lo apodaban "Sombra". El 25 de septiembre de 1976 fue atacado por una patota y cuando regresó al cuartel sus superiores lo mandaron a su casa para que se recuperara, pero nunca llegó. Testigos -entre ellos su novia de entonces- lo vieron torturado en el centro de exterminio. A Luis Alberto le gustaban la poesía y el deporte. En sus tiempos libres, el estudiante de Medicina enseñaba a leer y a escribir en Manuela Pedraza, de donde era oriundo. Había militado en la Unión de Estudiantes Secundarios. Sus hermanos Berta María (desaparecida) y Carlos (sobreviviente) habían sido secuestrados en 1976 y sus padres, para protegerlo, lo habían enviado fuera del país. Volvió en 1978 para cumplir con el servicio militar en el Arsenal. Debía salir de franco el 18 de mayo de ese año, pero jamás retornó a su hogar. Sobre este último caso podría haber novedades esta semana. El viernes declararía un testigo que se presentó espontáneamente en la Justicia. Se trataría de alguien que podría haber presenciado su secuestro. Paradójicamente, mientras podrían dilucidarse el camino hacia su muerte también se celebrará su vida. Este sábado, sus familiares presentarán su libro que reúne una centena de poemas de su autoría.

Los jóvenes permanecen desaparecidos. En este contexto, una palabra tan acongojante como "perdidos". En las audiencias se van reconstruyendo sus penosos destinos, que habrían sido los mismos. Como el de Ledo. La resonancia de un caso, en ocasiones como estas, puede ser una excusa para repasar -y no olvidar- historias de otros que también faltan.

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