Por Carlos Páez de la Torre H
29 Diciembre 2013
EN LOS AÑOS TREINTA. Este joven agobiado ha omitido el chaleco, pero debe mantener puestos el saco, la corbata y el sombrero. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO
Venimos soportando días donde parece que del cielo lloviera vidrio líquido, como escribe Gabriel García Márquez. Nos sentimos mortificados y con justa razón. Pero no se nos ocurre pensar que, en la actualidad, las posibilidades de luchar contra el calor en Tucumán son muy considerables. Tenemos el aire acondicionado, las heladeras eléctricas, la gran libertad para vestirse, por ejemplo.
Así las cosas, parece difícil evocar lo que era el verano desde tiempos de nuestros antepasados hasta épocas relativamente próximas: digamos los finales de la década de 1950, hace un poco más de medio siglo.
Miremos primero la vestimenta masculina. Ese atuendo, como una maldición, ignoraba olímpicamente las altas temperaturas. No sólo todos llevaban saco –sin quitárselo jamás- sino que además debían cargar chaleco, corbata, cuello duro. Las telas tenían muy poca diferencia con las invernales. Y los pudientes, que podían costearse levitas de brin o de alpaca, las usaban generalmente de colores oscuros, que absorbían el calor.
Veraneos de traje
Esa vestimenta, además, no se modificaba en absoluto en los lugares de veraneo. Allí hombres y mujeres circulaban tan cargados de ropa y de accesorios como en la ciudad. Por eso, cuando se examinan las fotos de época tomadas en villas veraniegas, si no fuera por el paisaje, se diría que pertenecen a una escena ciudadana del invierno. A fines de los años 1910, empezaban a difundirse las playas.
Pero muy poca gente del interior podía o quería trasladarse tan lejos. Si se miran las fotografías que documentan los veranos iniciales en Mar del Plata, se advierte que allí se mantenía la exigencia de vestimenta formal durante todo el día. A la hora de refrescarse en el mar, lo único que el bañista hombre o mujer podía llevar descubierto eran las piernas, pero sólo de las rodillas para abajo.
Saco y sombrero
El rigor del atuendo masculino completo alcanzaba a todas las clases sociales. Un hombre sin saco o sin sombrero, por la calle, hubiera ofendido tanto al pudor público como si transitara desnudo.
Al promediar la década de 1920, la ropa masculina empezó a aligerarse en materia de texturas y de colores. Se divulgaron, para el verano, los trajes blancos de hilo, a la vez que aparecía el “palm-beach” de colores crema y arena, que tenía sobre aquellos la ventaja de no arrugarse tanto. El sombrero era de rigor, pero los “ranchos de paja” con su trama abierta, permitían también cierta frescura.
Y las ropas femeninas, por esa época, ya se habían hecho mucho más ligeras. Claro que ese tema demandaría un espacio que excede los límites de esta nota.
En los 30 y los 40, las piletas eran las “vedettes” del estío. Nadar era una forma de pelear contra el calor. La natación ocupaba gran espacio en las informaciones de prensa, y se organizaban sonados campeonatos de ese deporte.
Batalla del “sinsaquismo”
Así llegaron los años 1950. Para el hombre, las reglas se mantenían inflexibles respecto al saco. Por alta que fuera la temperatura, era de rigor mantener puesta la chaqueta. Las ordenanzas municipales de Tucumán así lo prescribían, para ingresar en cualquier oficina pública, y también para entrar a las confiterías y los espectáculos. Nadie discutía la exigencia hasta que, en noviembre de 1951, LA GACETA inició lo que se denominó “la batalla del sinsaquismo”, expresión esta acuñada por el diario.
La campaña se abrió con una artillería de editoriales que clamaban por remover la obligación de la chaqueta. Se invocaba tanto la realidad de los feroces calores, como las exigencias de la higiene.
Hasta la libertad total
La batalla siguió por espacio de casi cuatro años, reforzada por innumerables cartas de lectores que aplaudían la iniciativa. Al fin, tuvo éxito. Terminaba 1954 cuando el Gobierno y la Municipalidad permitieron a su personal que acudiera al trabajo en camisa sport durante el verano. La población aplaudió la medida.
Tanto, que en enero de 1955, la Municipalidad, por ordenanza, autorizaba “a recorrer las calles de la ciudad en camisa sport”, beneficio que se extendía para “la concurrencia a las salas de espectáculo al aire libre o cerradas, oficinas y locales públicos, casas de comercio en general, vehículos de transporte de pasajeros”, etcétera.
Después, hacia comienzos de los 70, la vestimenta masculina se modificó de raíz. El saco, el traje y la corbata quedaron reservados para muy contadas ocasiones. Poco a poco se hizo común el joven de torso desnudo, bermudas y ojotas, que unos años antes hubiera sido llevado a una comisaría por ultraje al pudor, sin más trámite.
Nieve de los cerros
Pero no sólo la lucha contra el calor se libraba desde antiguo en el ámbito de la ropa. La bebida fresca era otro sueño. Estaba el ancestral recurso casero de acondicionar las botellas dentro de un balde y dejarlas sumergidas en el agua del aljibe. Esa misma agua, comparada con la temperatura ambiente, parecía bastante fresca.
Se sabe que, al promediar el siglo XIX, se traían desde el cerro cargamentos de nieve en embalajes de paja, acondicionados sobre mulas. Lograban que al menos una parte no se derritiera, y la vendían rápidamente en la ciudad. Ernesto Padilla recordaba que, hacia fines de los años 1880, en la esquina 24 de Setiembre y 9 de Julio, un tal señor Lucena vendía “helados” hechos con esa nieve, con el añadido de algún endulzante.
El tráfico de nieve debió haber tenido su importancia. En 1858 el gobernador Marcos Paz proyectó y logró una ley que declaraba que “las nieves son de propiedad pública”. Se cobraba un impuesto de 4 reales “por cada carga de nieve que se introduzca a la ciudad con destino al consumo público”.
Del hielo a las heladeras
Se sabe que a comienzos de 1880, se instaló un Tucumán la pionera fábrica de hielo de Manuel B. Zavaleta: su dueño, aficionado a la arqueología, la bautizó “El Gliptodonte”. Luego aparecieron otras. El hielo en barras se vendía a domicilio, y se lo colocaba en las primitivas heladeras: un pequeño mueble cuya parte superior se abría para alojar el hielo.
Ya iniciada la década de 1930, llegarían a Tucumán las primeras heladeras eléctricas, de marca “Frigidaire”, importadas y destinadas a reemplazar al hielo en barras. Eran artefactos muy caros y nada accesibles para el común del público, ya que la compra a crédito estaba muy lejos de tener las facilidades actuales. Luego, desde fines de los 40, empezaron a fabricarse heladeras nacionales, y a difundirse su uso gracias a la venta a precios accesibles y en cuotas.
La refrigeración
Al comenzar los años 1940, algunas –muy pocas- casas de familia de Tucumán, incorporaron a su mobiliario cierto armatoste de madera, bastante más grande que una cómoda. Era el primitivo “aire acondicionado”, importado y también de alto costo. El frío que lanzaba desde sus rejillas no era muy intenso, y para experimentarlo había que estar al lado del aparato.
Largo tiempo las cosas seguirían sin demasiadas variantes. En la década de 1950, la única refrigeración posible en los domicilios eran los ventiladores, tampoco nada baratos. Generalmente había uno solo por casa. Se lo trasladaba del living al comedor y, por la noche, los padres lo llevaban a sus dormitorios. El resto de la familia debía limitarse a abrir las ventanas, si tenía suerte de que dieran al patio. Y no hay que olvidar que los mosquiteros agregaban considerable calor a los durmientes. Algunas confiterías –no todas- estaban equipadas con ventiladores de techo, que removían el aire caliente.
De pronto, en tres lugares públicos apareció la deslumbrante novedad de la refrigeración central. La tenían los dos cines de la calle 25 de Mayo al 200, el “Metro” y el “25 de Mayo”, ya demolidos ambos. Y también el comedor del hotel “Coventry”, de 25 de Mayo al 300, hoy remodelado como “Carlos V”.
Expansión del fresco
No tenemos espacio para reseñar todas las particularidades del paulatino pero implacable proceso que siguió. En 1963 empezó a venderse a crédito una auténtica maravilla: los equipos domiciliarios de refrigeración, para empotrar.
Pronto serían seguidos por los sistemas centrales de aire acondicionado, esto a la vez que los negocios de toda índole, las oficinas y luego las galerías, fueron comprendiendo que equiparse contra el calor resultaba un imperativo. Ahora, hasta existen templos dotados de refrigeración.
Finalmente, hoy, cualquier persona puede permanecer todo el día a una deliciosa temperatura de 17 grados. Le basta sentarse en el café de un “shopping” y no moverse de allí hasta las diez de la noche. Resulta difícil imaginar cuán distinto era todo eso antes. Y qué relativamente poco tiempo ha transcurrido desde ese antes hasta la fecha.
Así las cosas, parece difícil evocar lo que era el verano desde tiempos de nuestros antepasados hasta épocas relativamente próximas: digamos los finales de la década de 1950, hace un poco más de medio siglo.
Miremos primero la vestimenta masculina. Ese atuendo, como una maldición, ignoraba olímpicamente las altas temperaturas. No sólo todos llevaban saco –sin quitárselo jamás- sino que además debían cargar chaleco, corbata, cuello duro. Las telas tenían muy poca diferencia con las invernales. Y los pudientes, que podían costearse levitas de brin o de alpaca, las usaban generalmente de colores oscuros, que absorbían el calor.
Veraneos de traje
Esa vestimenta, además, no se modificaba en absoluto en los lugares de veraneo. Allí hombres y mujeres circulaban tan cargados de ropa y de accesorios como en la ciudad. Por eso, cuando se examinan las fotos de época tomadas en villas veraniegas, si no fuera por el paisaje, se diría que pertenecen a una escena ciudadana del invierno. A fines de los años 1910, empezaban a difundirse las playas.
Pero muy poca gente del interior podía o quería trasladarse tan lejos. Si se miran las fotografías que documentan los veranos iniciales en Mar del Plata, se advierte que allí se mantenía la exigencia de vestimenta formal durante todo el día. A la hora de refrescarse en el mar, lo único que el bañista hombre o mujer podía llevar descubierto eran las piernas, pero sólo de las rodillas para abajo.
Saco y sombrero
El rigor del atuendo masculino completo alcanzaba a todas las clases sociales. Un hombre sin saco o sin sombrero, por la calle, hubiera ofendido tanto al pudor público como si transitara desnudo.
Al promediar la década de 1920, la ropa masculina empezó a aligerarse en materia de texturas y de colores. Se divulgaron, para el verano, los trajes blancos de hilo, a la vez que aparecía el “palm-beach” de colores crema y arena, que tenía sobre aquellos la ventaja de no arrugarse tanto. El sombrero era de rigor, pero los “ranchos de paja” con su trama abierta, permitían también cierta frescura.
Y las ropas femeninas, por esa época, ya se habían hecho mucho más ligeras. Claro que ese tema demandaría un espacio que excede los límites de esta nota.
En los 30 y los 40, las piletas eran las “vedettes” del estío. Nadar era una forma de pelear contra el calor. La natación ocupaba gran espacio en las informaciones de prensa, y se organizaban sonados campeonatos de ese deporte.
Batalla del “sinsaquismo”
Así llegaron los años 1950. Para el hombre, las reglas se mantenían inflexibles respecto al saco. Por alta que fuera la temperatura, era de rigor mantener puesta la chaqueta. Las ordenanzas municipales de Tucumán así lo prescribían, para ingresar en cualquier oficina pública, y también para entrar a las confiterías y los espectáculos. Nadie discutía la exigencia hasta que, en noviembre de 1951, LA GACETA inició lo que se denominó “la batalla del sinsaquismo”, expresión esta acuñada por el diario.
La campaña se abrió con una artillería de editoriales que clamaban por remover la obligación de la chaqueta. Se invocaba tanto la realidad de los feroces calores, como las exigencias de la higiene.
Hasta la libertad total
La batalla siguió por espacio de casi cuatro años, reforzada por innumerables cartas de lectores que aplaudían la iniciativa. Al fin, tuvo éxito. Terminaba 1954 cuando el Gobierno y la Municipalidad permitieron a su personal que acudiera al trabajo en camisa sport durante el verano. La población aplaudió la medida.
Tanto, que en enero de 1955, la Municipalidad, por ordenanza, autorizaba “a recorrer las calles de la ciudad en camisa sport”, beneficio que se extendía para “la concurrencia a las salas de espectáculo al aire libre o cerradas, oficinas y locales públicos, casas de comercio en general, vehículos de transporte de pasajeros”, etcétera.
Después, hacia comienzos de los 70, la vestimenta masculina se modificó de raíz. El saco, el traje y la corbata quedaron reservados para muy contadas ocasiones. Poco a poco se hizo común el joven de torso desnudo, bermudas y ojotas, que unos años antes hubiera sido llevado a una comisaría por ultraje al pudor, sin más trámite.
Nieve de los cerros
Pero no sólo la lucha contra el calor se libraba desde antiguo en el ámbito de la ropa. La bebida fresca era otro sueño. Estaba el ancestral recurso casero de acondicionar las botellas dentro de un balde y dejarlas sumergidas en el agua del aljibe. Esa misma agua, comparada con la temperatura ambiente, parecía bastante fresca.
Se sabe que, al promediar el siglo XIX, se traían desde el cerro cargamentos de nieve en embalajes de paja, acondicionados sobre mulas. Lograban que al menos una parte no se derritiera, y la vendían rápidamente en la ciudad. Ernesto Padilla recordaba que, hacia fines de los años 1880, en la esquina 24 de Setiembre y 9 de Julio, un tal señor Lucena vendía “helados” hechos con esa nieve, con el añadido de algún endulzante.
El tráfico de nieve debió haber tenido su importancia. En 1858 el gobernador Marcos Paz proyectó y logró una ley que declaraba que “las nieves son de propiedad pública”. Se cobraba un impuesto de 4 reales “por cada carga de nieve que se introduzca a la ciudad con destino al consumo público”.
Del hielo a las heladeras
Se sabe que a comienzos de 1880, se instaló un Tucumán la pionera fábrica de hielo de Manuel B. Zavaleta: su dueño, aficionado a la arqueología, la bautizó “El Gliptodonte”. Luego aparecieron otras. El hielo en barras se vendía a domicilio, y se lo colocaba en las primitivas heladeras: un pequeño mueble cuya parte superior se abría para alojar el hielo.
Ya iniciada la década de 1930, llegarían a Tucumán las primeras heladeras eléctricas, de marca “Frigidaire”, importadas y destinadas a reemplazar al hielo en barras. Eran artefactos muy caros y nada accesibles para el común del público, ya que la compra a crédito estaba muy lejos de tener las facilidades actuales. Luego, desde fines de los 40, empezaron a fabricarse heladeras nacionales, y a difundirse su uso gracias a la venta a precios accesibles y en cuotas.
La refrigeración
Al comenzar los años 1940, algunas –muy pocas- casas de familia de Tucumán, incorporaron a su mobiliario cierto armatoste de madera, bastante más grande que una cómoda. Era el primitivo “aire acondicionado”, importado y también de alto costo. El frío que lanzaba desde sus rejillas no era muy intenso, y para experimentarlo había que estar al lado del aparato.
Largo tiempo las cosas seguirían sin demasiadas variantes. En la década de 1950, la única refrigeración posible en los domicilios eran los ventiladores, tampoco nada baratos. Generalmente había uno solo por casa. Se lo trasladaba del living al comedor y, por la noche, los padres lo llevaban a sus dormitorios. El resto de la familia debía limitarse a abrir las ventanas, si tenía suerte de que dieran al patio. Y no hay que olvidar que los mosquiteros agregaban considerable calor a los durmientes. Algunas confiterías –no todas- estaban equipadas con ventiladores de techo, que removían el aire caliente.
De pronto, en tres lugares públicos apareció la deslumbrante novedad de la refrigeración central. La tenían los dos cines de la calle 25 de Mayo al 200, el “Metro” y el “25 de Mayo”, ya demolidos ambos. Y también el comedor del hotel “Coventry”, de 25 de Mayo al 300, hoy remodelado como “Carlos V”.
Expansión del fresco
No tenemos espacio para reseñar todas las particularidades del paulatino pero implacable proceso que siguió. En 1963 empezó a venderse a crédito una auténtica maravilla: los equipos domiciliarios de refrigeración, para empotrar.
Pronto serían seguidos por los sistemas centrales de aire acondicionado, esto a la vez que los negocios de toda índole, las oficinas y luego las galerías, fueron comprendiendo que equiparse contra el calor resultaba un imperativo. Ahora, hasta existen templos dotados de refrigeración.
Finalmente, hoy, cualquier persona puede permanecer todo el día a una deliciosa temperatura de 17 grados. Le basta sentarse en el café de un “shopping” y no moverse de allí hasta las diez de la noche. Resulta difícil imaginar cuán distinto era todo eso antes. Y qué relativamente poco tiempo ha transcurrido desde ese antes hasta la fecha.
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