Los tucumanos estamos por asistir a otro vergonzoso papelón de la clase política vernácula. Un grupo de legisladores alperovichistas pretende violar una vez más la Constitución para posibilitar su reelección indefinida en la Cámara.

La Carta Magna, reformada en 2006 a imagen y semejanza de José Alperovich, dispone un tope de dos mandatos consecutivos para cada parlamentario, es decir ocho años en total, luego del cual debe transcurrir al menos un período para volver a presentarse.

Gente acostumbrada a enriquecerse desangrando a un Estado ya de por sí bastante empobrecido, que se resiste a soltar la teta con la que derrochan opulencia entre toda la parentela. Lujos a los que difícilmente accederían trabajando.

Esa Legislatura, cuya playa de estacionamiento parece el Salón del Automóvil de Frankfurt, nos cuesta a los tucumanos casi tres millones de pesos por día hábil. Tres millones de pesos por día en una provincia donde hay casi medio millón de personas por debajo de la línea de pobreza. Tres millones de pesos diarios de los que nadie exhibe rendiciones y ni siquiera el Tribunal de Cuentas conoce en qué se gastan.

Casi 800 millones de pesos por año donamos los tucumanos para que un puñado de vivos se dé la gran vida sin mostrar un solo recibo. Mientras, el vecino que trabaja de sol a sol para llegar arañando a fin de mes cae bajo las garras de la AFIP si acaso llega a comprar más de 1.000 pesos en un súper. Vergüenza es poco.

Esta intentona pseudomafiosa para perpetuarse en la riqueza mal habida tiene, por supuesto, el aval del gobernador, que da piedra libre a cualquier tropelía, siempre que los muchachos sigan sumando para la corona. Si hay algo que Alperovich ha demostrado importarle poco es la calidad institucional. Nunca le ha preocupado avanzar sobre los poderes y las instituciones y sabe que en una sociedad individualista y mediocre una billetera gorda vale más que la Constitución.

No es una coincidencia que en Tucumán después de la inseguridad lo que más preocupa sea la corrupción, según una encuesta de Julio Aurelio realizada en mayo en toda la provincia. A diferencia de otros distritos, donde los problemas que más se mencionan en los sondeos, además de la inseguridad, que encabeza todas las mediciones nacionales, son la falta de empleo, la inflación, el narcotráfico y la pobreza. La corrupción aparece más lejos, salvo en Tucumán, donde figura en segundo término en la lista de lo que más aflige. Quizás porque aquí la ostentación del despilfarro ya es demasiado evidente. La Legislatura es un monumento a la corrupción, pero es un reflejo a gran escala de lo que ocurre en casi toda la administración pública. Basta recorrer los concejos deliberantes de la capital y de los municipios del interior. Hay concejales y funcionarios municipales que nunca han sido otra cosa que empleados públicos y, sin embargo, viven en mansiones de varios millones de pesos, con dos, tres y más autos de alta gama. Y aquí los honestos son muy pocos, porque es tan corrupto el que roba, como el que no roba pero calla y deja robar.

Hace un mes los legisladores votaron prolongarle la vida a medio centenar de partidos chicos que por ley debían desaparecer. No es otra cosa que garantizar un carnaval de acoples el año que viene, al servicio del aparato oficial. Ahora quieren ir por la reelección indefinida y seguramente habrá varias sorpresas más antes de los comicios. Es que están asustados porque después de 12 años a algunos se le empieza a terminar la fiesta.

Ningún precandidato alperovichista (Manzur, Rojkés y Jaldo) supera a José Cano en las encuestas y, para colmo, el oficialista que mejor mide es Domingo Amaya. Encima, los alperovichistas que mejor miden, Manzur y Rojkés, tienen una imagen negativa muy alta, cercana al 50%. Es decir, aún con todo el aparato clientelar, la mitad del padrón hoy no los votaría. Por eso está enojado Alperovich con Amaya, que por ahora no se subordina e histeriquea solo. Es así que empiezan a arrancar páginas de la Constitución para ver cómo conservan el poder y la riqueza.

La Corte Suprema tendrá la última palabra, para rescatar al menos un gesto de dignidad en una democracia de bajísima calidad y al servicio de unos pocos.

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