06 Agosto 2016
Pocas veces en su historia como ahora el campo tuvo un gobierno que lo identificara como “el motor de la economía” y lo definiera como una actividad estratégica para el país. Estas expresiones, que tuvieron como vidriera el acto central de la Exposición Rural de Palermo, volvieron a poner nerviosos a muchos. Los más molestos son los que necesitan vivir de la protección del Estado para asegurar la competitividad de sus empresas. Desde allí han construido durante décadas un fenomenal poder de lobby, con influencia sobre el pensamiento económico, la opinión pública y las decisiones políticas. Y por los resultados que tuvieron en los últimos años su acción fue exitosa. Uno de sus triunfos conceptuales es el concepto de “supermercado del mundo”, que hasta el propio Mauricio Macri utiliza en su decisión de apoyar la actividad agropecuaria.
Aparece en la apelación de convertirse en “supermercado del mundo” una suerte de desvalorización a la producción de granos, una actividad que, como se sabe, tiene poco de “primaria”. Por la convergencia de tecnologías aplicadas y la red de trabajo, comercio, industria e inversión involucrada, que va desde la siembra hasta el destino final, en alimento o energía, la producción de granos es en sí misma una cadena de valor agregado.
El argumento de que los granos son materias primas sin valor agregado ha servido en la Argentina para aplicar políticas distorsivas como los impuestos a la exportación, más conocidos como “retenciones”, que transfirieron ingresos de un sector de la cadena a otro. La transformación local de granos en carnes, harinas, aceites o biocombustibles es favorable en tanto no se apoye en una distorsión que perjudique al más débil.
Otra cuestión diferente es que la Argentina pueda exportar alimentos con marcas desarrolladas por empresas locales. Para que esto suceda, coinciden los expertos, se tienen que dar varias condiciones: estabilidad económica, financiamiento internacional, acuerdos de libre comercio, trazabilidad, sanidad, una red logística competitiva y, lo más importante, clientes dispuestos a aceptar el producto argentino. Este camino no se logra de un día para el otro. Hay cadenas, como la del vino, que a pesar de las dificultades han logrado conquistar un lugar importante en el mundo. Otras, como la de la carne, que tiene una marca país, no han hecho otra cosa que retroceder en los últimos años.
En los países líderes en el comercio internacional de granos y al mismo tiempo de alimentos con marca, como Estados Unidos o Brasil, es difícil escuchar a su dirigencia política que se insinúe que está mal producir soja, maíz o trigo. En los EE.UU., republicanos y demócratas coinciden en defender a la “América rural”, como el territorio donde viven los productores en sus comunidades.
Para no ilusionarse en exceso con la idea del “supermercado del mundo” hay que tener en cuenta, también, las tendencias de consumo en los diferentes mercados. En los países desarrollados, por ejemplo, crece la preferencia por la “comida local”. Inspirados en el rastreo de la huella de carbono que deja un alimento importado desde otro continente impulsan el consumo de los productos elaborados cerca de sus ciudades. Aunque la Argentina demuestre que su sistema de producción, basado en la siembra directa, tiene un impacto menor en las emisiones de gases de efecto invernadero que otras regiones (lo que refleja el valor agregado de la producción), la “comida local” es una tendencia para considerar.
Hay otras corrientes que van en sentido contrario, por supuesto. El embajador argentino en China, Diego Guelar, explicaba en estos días que ese país ya tiene un segmento de 200 millones de personas que consumen alimentos sofisticados.
Más allá de la discusión sobre “supermercado del mundo” sí o no, lo cierto es que hay sectores del agro que están en una situación crítica y que demandan otras decisiones. Lo demostraron los tamberos que protestaron esta semana en Rafaela. Aun con la mejora relativa del precio de la leche en el tambo de las últimas semanas y de los subsidios y créditos que otorgó el gobierno nacional, están en desventaja frente al eslabón industrial y comercial. Si se sabe que la solución “está dentro de la cadena”, como han expresado los funcionarios, quizá sea ésta una buena oportunidad para activar los mecanismos de defensa de la competencia. El agro necesita fortalecer su institucionalidad para no quedarse en buenas intenciones.
Aparece en la apelación de convertirse en “supermercado del mundo” una suerte de desvalorización a la producción de granos, una actividad que, como se sabe, tiene poco de “primaria”. Por la convergencia de tecnologías aplicadas y la red de trabajo, comercio, industria e inversión involucrada, que va desde la siembra hasta el destino final, en alimento o energía, la producción de granos es en sí misma una cadena de valor agregado.
El argumento de que los granos son materias primas sin valor agregado ha servido en la Argentina para aplicar políticas distorsivas como los impuestos a la exportación, más conocidos como “retenciones”, que transfirieron ingresos de un sector de la cadena a otro. La transformación local de granos en carnes, harinas, aceites o biocombustibles es favorable en tanto no se apoye en una distorsión que perjudique al más débil.
Otra cuestión diferente es que la Argentina pueda exportar alimentos con marcas desarrolladas por empresas locales. Para que esto suceda, coinciden los expertos, se tienen que dar varias condiciones: estabilidad económica, financiamiento internacional, acuerdos de libre comercio, trazabilidad, sanidad, una red logística competitiva y, lo más importante, clientes dispuestos a aceptar el producto argentino. Este camino no se logra de un día para el otro. Hay cadenas, como la del vino, que a pesar de las dificultades han logrado conquistar un lugar importante en el mundo. Otras, como la de la carne, que tiene una marca país, no han hecho otra cosa que retroceder en los últimos años.
En los países líderes en el comercio internacional de granos y al mismo tiempo de alimentos con marca, como Estados Unidos o Brasil, es difícil escuchar a su dirigencia política que se insinúe que está mal producir soja, maíz o trigo. En los EE.UU., republicanos y demócratas coinciden en defender a la “América rural”, como el territorio donde viven los productores en sus comunidades.
Para no ilusionarse en exceso con la idea del “supermercado del mundo” hay que tener en cuenta, también, las tendencias de consumo en los diferentes mercados. En los países desarrollados, por ejemplo, crece la preferencia por la “comida local”. Inspirados en el rastreo de la huella de carbono que deja un alimento importado desde otro continente impulsan el consumo de los productos elaborados cerca de sus ciudades. Aunque la Argentina demuestre que su sistema de producción, basado en la siembra directa, tiene un impacto menor en las emisiones de gases de efecto invernadero que otras regiones (lo que refleja el valor agregado de la producción), la “comida local” es una tendencia para considerar.
Hay otras corrientes que van en sentido contrario, por supuesto. El embajador argentino en China, Diego Guelar, explicaba en estos días que ese país ya tiene un segmento de 200 millones de personas que consumen alimentos sofisticados.
Más allá de la discusión sobre “supermercado del mundo” sí o no, lo cierto es que hay sectores del agro que están en una situación crítica y que demandan otras decisiones. Lo demostraron los tamberos que protestaron esta semana en Rafaela. Aun con la mejora relativa del precio de la leche en el tambo de las últimas semanas y de los subsidios y créditos que otorgó el gobierno nacional, están en desventaja frente al eslabón industrial y comercial. Si se sabe que la solución “está dentro de la cadena”, como han expresado los funcionarios, quizá sea ésta una buena oportunidad para activar los mecanismos de defensa de la competencia. El agro necesita fortalecer su institucionalidad para no quedarse en buenas intenciones.