El virus del miedo
El virus nos volvió temerosos del otro. El otro es potencialmente portador del virus. Pero también somos cada uno de nosotros posibles infectados que podríamos transmitir el virus y contagiar a los demás. La única salida parece constituir el aislamiento. La peste acecha por todos lados en su invisibilidad peligrosa y amenazante.
Por Alfredo Ygel
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
Tenemos miedo. Tocamos el picaporte de una puerta y tememos habernos contagiado. El cotidiano contacto con cualquier objeto como el brazo de un sillón, la superficie de una mesa, los cubiertos para alimentarnos, nos produce la pavorosa sensación de que están contaminados. Las recomendaciones que circulan en los medios de comunicación y en las redes sociales nos indican nuevos comportamientos a fin de protegernos. Los innumerables mensajes que nos llegan insisten en que no debemos tener contactos corporales en nuestro trato con los otros. El saludo con un beso, un apretón de manos o un abrazo deben ser suprimidos. Ese saludo amistoso que incluye el breve y afectuoso contacto entre los cuerpos, constituye desde tiempos inmemoriales el reencuentro con el otro amigable, la pacificación sellada con el semejante que convierte al otro, al extranjero revestido con la condición de atemorizante, en alguien amigable con quien me encuentro en la paz del lazo social. Surge la pregunta ¿Se recomendará también finalmente abstenerse de todo contacto sexual? ¿No es contradictorio que la humanidad renuncie a todo contacto íntimo a fin de preservar la salud de la especie?
Vivencias primarias
Y un día llegó el virus. Y con el virus, el miedo. Un temor visceral que nos remite a nuestras vivencias más primarias de la infancia. Nacemos, llegamos al mundo en un estado de desprotección e inermidad. No podemos sobrevivir sin el cuidado de un Otro que nos proteja de los peligros externos y nos provea satisfacción a nuestras necesidades internas. Esta vivencia de desamparo (hilflogiskait) es cubierta a lo largo de nuestra existencia por representaciones simbólicas e imaginarias como la ciencia, la religión, las organizaciones comunitarias, los lazos sociales, y fundamentalmente los vínculos de amor, que nos ofrecen seguridad y amparo. ¿Qué nos sucede en momentos de la vida como una guerra, desastres naturales, epidemias o pandemias devastadoras como la actual del coronavirus, cuando esta sensación de protección desaparece? La vivencia de desamparo se entroniza en nuestra subjetividad, y con ella quedamos sumergidos en vivencias persecutorias y amenazantes prevaleciendo la sensación de miedo o el pánico colectivo.
El coronavirus nos trajo la ingrata noticia de nuestra vulnerabilidad como humanos. La peste se nos vino encima arrasando nuestros sueños promovidos por el capitalismo globalizado que ofrecía un mundo de confort e hiperconsumo ilimitado de aparatos y tecnología, junto a la promesa de viajes a lugares exóticos. Sin distinción de si vivimos en un paradisíaco barrio privado o en barrios periféricos vulnerables, sin diferenciar naciones ricas y pobres, de países desarrollados o en vías de posible default el virus nos sorprendió en su virulencia arrasadora. Con la llegada del Covid-19 se derrumbaron sentidos coagulados. Primero intentamos pensar que este mal venía de los chinos, de una lejanía extranjera exterior a nosotros, pero luego aparecieron los alegres italianos, más tarde los alemanes, los españoles, los africanos, y finalmente los poderosos habitantes del imperio americano. Así tuvimos que aceptar que el virus no es del Otro, que nos pertenece a cada uno en tanto todos somos susceptibles de portarlo o enfermar. La peste vino a enrostrarnos que no hay garantías que nos aseguren una vida sin riesgo.
¿Y si todo saltara?
Jacques Lacan, el genial psicoanalista francés, en 1974 había anticipado en forma metafórica lo que el avance sin límites de la ciencia podría acarrear a la humanidad. En una entrevista para la revista italiana Panorama introduce estas reflexiones: “¿Y si todo saltara? ¿Y si las bacterias cultivadas tan amorosamente en los blancos laboratorios se trasformasen en enemigos mortales? ¿Y si el mundo fuera barrido por una horda de esas bacterias…?”. Hoy, a casi 50 años de estas afirmaciones, constatamos que todo saltó. Que un virus, que no sabemos de dónde surgió, nos deja en la más absoluta inermidad en un mundo que ahora clama por más control social para lograr la seguridad sanitaria, que nos demanda restringir las libertades individuales tan celosamente protegidas por las democracias occidentales, a cambio de instaurar los estados de excepción, nombrados por Giorgio Agamben, que garanticen la existencia de la especie bajo sistemas que ejerzan un poder centralizado y castiguen todo desvío. La búsqueda es entonces de un Uno, de un padre imaginario totalitario que, como cuando éramos niños, nos ofrecía seguridad y garantías. Tanto en el miedo y la angustia en la vida individual de cada sujeto, como en la vivencia de pánico colectivo de una comunidad, se reclama un padre salvador que bajo las formas de la religión, de un líder o general en jefe, o del saber de la ciencia lo extraigan del estado de carencia y desamparo.
Es verdad que esta monstruosidad amenazante del virus requiere de acciones eficaces para disminuir al máximo posible sus inevitables consecuencias devastadoras. Se requiere un esfuerzo compartido de los dirigentes que deben tomar decisiones que promuevan en cada sujeto un esfuerzo para combatir este real que se apoderó de nuestra existencia. A través de su larga historia la humanidad fue azolada por diversas pestes que trajeron muerte y destrucción. Cada una de esas pestes y epidemias fue vencida por la incansable lucha de eros que siempre apuesta a la vida en su lucha desigual contra el inefable tánatos.
Salidas
Es el temor quien nos obliga a cuidarnos y cuidar al otro, nuestro semejante. Nos pone atentos para hacer algo frente a aquello de lo real de la existencia que nos provoca sufrimiento. Lo que se hace necesario evitar es caer en situaciones de pánico que terminan agravando la situación de peligro. El lazo con el otro, la intimidad compartida, el confiar en quien está a nuestro lado, la solidaridad con aquel que sufre, constituyen las salidas posibles frente a eso inevitable que la vida nos depara.
Una vez más, y pese a los extraordinarios avances tecnocientíficos, la naturaleza se erige suprema. Es lo real que siempre vuelve al mismo lugar. Y así los humanos intentamos atribuir sentido a lo imposible. Una salida que usamos, como siempre, es atribuir al extranjero la peste. Pero esta salida fracasa. La única alternativa imprescindible es hacer algo con eso que aplasta nuestra subjetividad. Se trata de trabajar con esta situación de indefensión e inermidad, de tolerar el miedo y la angustia que eso genera, ese límite que las circunstancias actuales nos imponen. Es necesario hacernos responsables del virus que nos habita, de aislarnos solidariamente como nos indican los criterios sanitaristas sin perder el contacto con nuestro semejante a través del uso de redes sociales. Y también en nuestro aislamiento responsable de jugar, de cantar, leer, estudiar, escribir, y, sobre todo, amar y no quedarnos solos, que es lo que provoca la paranoia y la locura panicosa. Quizás esa es la enseñanza que el paso de este virus dejará en nosotros.
Interrogar acerca de nuestra posición como sujetos y hacernos responsables de nuestros actos es la apuesta ética que el Psicoanálisis promueve para transitar por este difícil momento que nos toca vivir.
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Alfredo Ygel – Psicoanalista, Profesor facultad de Psicología de la UNT, Presidente del Grupo de Psicoanálisis de Tucumán.