PERFILES
VIDAS BREVES
FABIÁN SOBERÓN
(Simurg – Buenos Aires)
“Yo no quiero la historia de siempre: / vivir un momento y luego morir”
Un momento, vals de Héctor “Chupita” Stamponi
Seamos o parezcamos cultos. Ars longa, vita brevis sentenció de consciente segunda mano Séneca –casualmente o no, uno de los ilustres convocados por Soberón- citando pero sólo para refutar a Hipócrates, que acuñó el dicho en cierto modo quejoso: tenemos poco tiempo para hacer (estudiar, descubrir, investigar) todo lo que quisiéramos escribió el protomédico. El romano estoico que se bancó a Nerón más que el loco a él, desdijo al griego: no nos falta tiempo; no somos pobres de tiempo sino derrochadores. Basta de quejas, es lo que hay.
Claro que, descontextuadas e invertido el orden (Vita brevis, ars longa), las palabras grecolatinas suelen servir para otras rápidas y equívocas conclusiones románticas: la vida corta del artista pasa pero la obra queda, perdura más allá de su existencia física; y lo justifica. Algo así. De ciertas vidas breves (como todas, según Hipócrates) pero densas y significativas –es decir: con sentido- trata o se ocupa el libro de Soberón. Poetas, filósofos, músicos, pintores, científicos, algún cineasta… Por ahí va la cosa, parece.
Sin embargo, la expresión la vida breve así dicha, solita, remite también a otra cosa sórdida y maravillosa: la novela tremenda, fundacional, del Juan Carlos Onetti más extremo y jugado, si cabe. En ese contundente y complejo ladrillo narrativo –puesto solo en un platillo de la literatura latinoamericana para equilibrar kilos y kilos de trivialidades ocasionales-, el uruguayo maestro sin escuela hace uso de una fuente que no es precisamente grecolatina sino francesa para titular. Se mete a tomar una copa de ajenjo en el más humoso rincón de un antro parisino que no desdeñaría Lautrec u omitiría Satie, y toma nota de oído, como Discepolín, en su café de filósofos perdedores. Y cita, cita a ciegas, como suele suceder con las mejores y más productivas conjunciones. Veamos qué cita. Seamos cultos o aparentemos serlo otra vez.
El 1879, en París, se publicó un mediocre libro de versos –algo que también sucedía por entonces- de cauto título premonitorio: Rimes futiles. El que lo firmaba era Leon van Montenaeken -apellido que suele no dar siempre la cara, tan escurridizo y lábil como su portador-, un belga sevillano, personaje de aptitudes múltiples y persistentes que, como cualquiera o todos, aspiró a la felicidad, la fama y la memoria ulterior.
Nunca sabremos si Leon logró su propósito íntimo, pero sí podemos asegurar que los tornadizos vientos que soplan sobre la poesía hicieron que algunas de sus simples y elocuentes rimas terminaran –hasta hoy- cristalizadas en la memoria colectiva por una canción de cabaret que, a ritmo cuadrado de tango europeo y piano contundente, le garantizó sin paradoja, la popularidad y el anonimato:
La vie est brève:
un peu de rève,
un peu d’amour…
Et puis… ¡Bonjour!
La vie es vaine:
un peu de paine,
un peu d’espoir…
Et puis… ¡Bon soir!
Las simples cuartetas así cantadas -con múltiples variantes propias de canciones de cancha futbolera- transitaron más de medio siglo de tablados bochornosos entre cínicos y estoicos para recalar en el tardío torrente narrativo del oscuro oriental y sus nuevas mil y una noches existenciales: en las postrimerías de la primara parte de la extensa novela, la veterana Miriam / Mami -derrotada y ya de vuelta de todo- canturrea y evoca –y después Brausen /Arce silba- la chanson que alguna vez cantó en París: “La vie est brève / un peu de rève / un peu d’amour… / Et puis… ¡Bonjour!”
En Onetti, “la vida breve” es la del ingente gentío que vive sin propósito ni sentido: su protagonista, narrador y demiurgo, tratará en vano de trascender la opacidad con la creación, la imaginación de otros mundos alternativos, otras realidades. Pero no funcionará, claro. No hay salida con Onetti.
Así, entonces: Hipócrates, Séneca, la chanson, Onetti. Las Vidas breves que nombra y encuadra el breve libro de Soberón, engrosado en versión bilingüe al francés, proponen una serie o, mejor, un abanico de casos ejemplares, no típicos, cuyas resonancias -múltiples y diferentes-, las tintas ilustradas pero salvajes de Ramiro Clemente se cuidan de no acotar demasiado. Si en algún caso el dibujante incurre en retratos que precipitan la adhesión por reconocimiento –Whitman, Einstein, el fragmentado Wittgenstein-, en general opta por capturar el suceso, congelar el gesto puntual o su marca, el residuo, el momento, el momentito diríamos en criollo coloquial, aunque se trate del último Cioran o de Basho disuelto en el tao.
Es que de eso tratan los textos de este libro inclasificable, croquis veloces, fogonazos precisos de luz o tragos de sombra: disparos goyescos, sombrío patíbulo para Villon, la incesante tinta de Montaigne que riega hasta acá. Momentos, momentitos justos para las revelaciones secretas, epifanías a menudo tardías e incluso alguna flecha de parto, como la de Fermat, disparada al absorto porvenir.
Y ahí cae, de maduro, tras Séneca y la chanson, el consabido Borges: Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que un hombre sabe para siempre quién es, dice sin espejo a mano el que supo conjeturar qué sintieron el sargento Cruz y el doctor Laprida en su momento, su vida breve, reducida a un instante de sentido. La cifra, que le dicen.
Ésas son, entonces, según este Pequeño Soberón Ilustrado, las “vidas breves” de Platón (cuando muere Sócrates y debe seguir dictando el Fedón mientras oculta las lágrimas al diligente joven discípulo que algún día será Aristóteles); la de Haendel, derrumbado en la escalinata del teatro tras dirigir El Mesías por la que sería la imprevista última vez; la del último Pavese pegado al teléfono infructuoso antes de amasijarse en el Hotel Roma de Turín; la del Turner, que pinta Tormenta de nieve como si nevar fuera un verbo de conjugación personal; la de Roberto Juarroz asomado a la rendija de la ventana para verificar si el mundo existe o no. Ése instante único es la experiencia que parte en dos la vida breve del fabuloso fabulante Fritz Lang, saliendo de la entrevista con Goebbels al exilio inmediato; es la pirueta del Kafka enamorado que elige el desencuentro que implica desamor, para encontrarse con su destino de escritor. Y así el resto.
“Seré breve” dijo el temible conferenciante acomodando las hojas. “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, dicen que dijo Gracián.
Lo dejamos acá.
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Juan Sasturain