Dejemos de pedirle a Messi que se parezca a Maradona

Da la sensación de que existe una necesidad por descomprimir tensiones, por destapar una olla a presión y dejar que la energía fluya. Se lo percibe en los festejos, en los rostros de las personas con las que uno se cruza en la calle, en las conversaciones cotidianas y en las redes sociales. Era previsible que algo así ocurriese: en un momento en el que la coyuntura vuelve escasos los motivos para esperanzarse, encontrar una ilusión, por más banal que sea, siempre estimula. Es posible que las décadas de sequía de títulos (salvo por la última Copa América), la certeza de que estamos viviendo la última oportunidad de ver campeón del mundo a Lionel Messi y un fin de año complejo como pocos le aportan un condimento especial a la campaña del equipo nacional en un Qatar sorprendente (para bien y para mal).

Alguien dijo que atravesamos la semana más linda del año, con la expectativa puesta en lo que pueda ocurrir el domingo, cuando Argentina y Francia se enfrenten en la final. Hay que disfrutarla. Esto, con muchísima suerte, puede repetirse solo dentro de cuatro años. Pero también es un buen momento para bajarnos un ratito de esta doble locura (la del Mundial y la de fin de año) para analizar con calma -si eso es posible- algunos aspectos de la vorágine que nos envuelve.

En un posteo en Instagram que ya tiene casi 8.000 me gusta, Luciano Lutereau, un doctor en Filosofía y en Psicología con mucho rodaje en medios y en redes, nos pone frente a un espejo tal vez incómodo. Hace foco en la viralizada conversación entre Messi, el “Kun” Agüero y “Papu” Gómez, especialmente en el tramo donde este último se compara físicamente (en tono de broma, claro) con David Beckham, referente del fútbol inglés del cambio de milenio. Palabras más, palabras menos, el psicoanalista plantea: ¿cómo puede ser que estos tipos, que están entre los mejores deportistas del mundo, que son famosísimos, que tienen el universo a sus pies, que son codiciados por los principales clubes del planeta, jueguen a ser otro, a parecerse a otro? ¿Y que en ese intercambio de bromas y risas recreen el ritual de un juego simple, tan común en un grupo de amigos, tan cotidiano y natural que los termina bajando del pedestal en el que el imaginario social los ha colocado? De algún modo, en aquel stream del “Kun’’ había un mensaje positivo. En una sociedad en la que permanentemente se refuerza el ser de las cosas (“yo soy esto”, “vos sos aquello otro”, etc) con más intención de resaltar las diferencias que de encontrar puntos en común, que estos tres ídolos hayan jugado “a no ser” lo que realmente son puede ser interpretado como una invitación. A deponer las armas por un momento, a salir de las trincheras cotidianas y a jugar un rato. Tal vez así sea más fácil encontrarnos.

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Más allá de las virtudes futbolísticas que posee el equipo de dirige Lionel Scaloni -que son indiscutibles- hay detalles que, mirados en perspectiva, potencian esa identificación que se produce entre este grupo de deportistas con buena parte de la sociedad argentina, que parece ávida por encontrar modelos que tiendan a la concordia y que se alejen de la tensión. Un buen ejemplo es el abrazo que le dio Lautaro Martínez a Julián Álvarez, cuando este último fue reemplazado casi al final del partido con Croacia. Si tenemos en cuenta que al principio del Mundial el primero era el titular indiscutido y que hoy está relegado al banco de suplentes, ese gesto apenas captado por la cámara de TV nos recuerda que hay cosas mucho más importantes que ganar.

Habrá quien le responda al DT Scaloni que para un grupo de millonarios es muy fácil afirmar que no juegan este torneo por dinero. Pero lo cierto es que en tiempos de una profunda crisis moral y de liderazgo ¿no es esperanzador escuchar un mensaje que ponga el foco en los valores y no en lo estrictamente material? Eso nos lleva a preguntarnos: ¿podemos esperar gestos de grandeza por parte de nuestros dirigentes políticos? ¿O seguirá primando el egoísmo, los mensajes vacíos, la descalificación permanente del otro, la inveterada corrupción -que finalmente parece estar empezando a ser castigada por la Justicia- y la vocación por dividir?

A la luz de este 2022 que se termina y a las puertas del 2023 electoral, todo parece conspirar contra este deseo.

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Quienes nacimos en la década del 80 vimos jugar a Maradona, pero no a Pelé. Sin embargo, escuchamos a nuestros padres y abuelos discutir una y otra vez acerca de quién había sido mejor: el ídolo brasileño o el pibe de oro (algunos también incluían en este debate a Di Stéfano). Algo parecido ocurre hoy: los chicos, los adolescentes, los adultos sub 30 conocen de Maradona los videos que muestran sus jugadas inverosímiles y el recuerdo permanente de sus mayores. Nunca lo vieron jugar en vivo, no pertenece a su tiempo. En cambio Leo Messi, sí; el rosarino es de ellos, porque crecieron a luz de sus hazañas, de sus récords, de sus goles. Con un aditivo: la hiperconectividad que les permite ser testigos en tiempo real de lo que ocurre en cualquier lugar del mundo

¿Tiene algún sentido seguir comparando a Messi con Diego? ¿No estamos repitiendo el patrón estéril de aquellas discusiones de nuestros mayores? ¿Por qué nos obsesionamos con encontrar en el delantero del PSG gestos que nos remitan al campeón de México 86? ¿No le estamos exigiendo demasiado a quien ya no hay nada más que pedirle? Tal vez sea momento de renovar el modelo del ídolo deportivo nacional; de que, sin bajarse del podio de la idolatría popular, la épica maradoniana -con sus luces y sombras- le ceda el lugar a la parsimoniosa maravilla de Messi. De ese modo, tal vez también podamos renovarnos nosotros.

Al fin y al cabo, es tan sencillo como lo expresó alguien ayer en una historia en Instagram: “hay que tener mucha suerte para que nos guste tanto este deporte y seamos contemporáneos de su mejor versión”.

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