Sexualmente hablando: abrazos

Sexualmente hablando: abrazos

Marc H. Hollander, psiquiatra norteamericano, en los años 60 realizó una investigación en la que acabó demostrando cómo la mayoría de las mujeres participantes había utilizado el sexo solamente para que un hombre las abrazara, muchas veces solicitándolo en forma directa. Un resultado que, obviamente, no debe extrañarnos: todos conocemos los beneficios que dar y recibir abrazos tienen para nuestra salud física y mental.

Pero ojo: estas bondades se obtienen en los abrazos sinceros y prolongados, no en los gestos mecánicos, por compromiso. ¿De cuánto tiempo estamos hablando? Según los expertos, apenas 20 segundos bastan para que se produzcan los efectos terapéuticos.

En primer lugar, generan la producción de oxitocina, también llamada la hormona del apego o del amor. Lo cual fortalece el vínculo afectivo con la otra persona y colabora a que nos sintamos tranquilos y seguros, a calmar nuestras ansiedades y temores.

Abrazarse hace que disminuya el cortisol, la hormona del estrés, lo cual impacta positivamente en nuestro sistema inmune. Al relajarnos, disminuye la presión arterial y la frecuencia cardíaca, aliviando las tensiones. Los estudios también sugieren que se liberan endorfinas y dopamina, ayudando a disminuir los dolores y a mejorar el estado de ánimo.

Está claro que los contextos de un abrazo pueden ser muchos: celebración, alegría, consuelo, romance. En cualquier caso, un estado general tan auspicioso que hasta eleva nuestra autoestima, nos predispone a las emociones positivas, a ser más amorosos, generosos y solidarios.

Una necesidad básica

Respecto a la necesidad humana básica del contacto físico existe muchísima evidencia científica, empezando por los famosos trabajos del psicoanalista estadounidense René Spitz llevados a cabo en los años 40 en bebés criados en un orfanato. Advirtió que estos chicos, cuando no eran tocados, acariciados, besados… se deprimían. Porque no se sentían queridos, aunque recibieran alimento (Spitz habló de “depresión anaclítica”). No querían comer, sus rostros se volvían inexpresivos, no lloraban. A su manera, demostraban que preferían no vivir en esas condiciones.

Si la privación se extendía, el cuadro evolucionaba hasta lo que él denomino “hospitalismo”, un síndrome con consecuencias irreversibles que podía conducirlos a la muerte.

En esta misma línea, Virginia Satir, trabajadora social y psicoterapeuta estadounidense, especialmente conocida en el campo de la terapia familiar, sostenía que “necesitamos cuatro abrazos al día para sobrevivir, ocho abrazos para mantenernos y 12 abrazos para crecer”.

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